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Se impulsó y lanzó el brazo izquierdo hacia arriba en un intento de agarrar el borde del agujero. El dolor, que el vacío ya no amortiguaba, se hincaba en su costado como una daga. Empezó a ver motitas negras y brillantes y, aún peor, la mano derecha le resbalaba en la piedra que se desmenuzaba, además de sentir que los dedos perdían fuerza. No le iba a quedar más remedio que… Una mano le agarró la muñeca derecha.

—Eres un necio —dijo la voz profunda de un hombre—. Puedes considerarte afortunado de que no quiera verte morir hoy. —La mano empezó a subirlo a pulso—. ¿No vas a poner nada de tu parte? —demandó la voz—. No pienso cargarte a los hombros ni matar a Sammael por ti.

Sacudiéndose el aturdimiento, Rand alzó la otra mano, asió el borde del agujero y se aupó a pesar del intenso dolor del costado. Y a pesar del lacerante dolor también se las arregló para recuperar el vacío y aferrar el saidin. No encauzó, pero quería estar preparado.

Su cabeza y sus hombros se alzaron sobre el suelo y entonces Rand pudo ver al otro hombre, un tipo grande, poco mayor que él, con el cabello negro como la noche y una chaqueta también negra, semejante a la de los Asha’man. Rand nunca lo había visto. Al menos, no era uno de los Renegados, cuyos rostros conocía. O eso pensaba.

—¿Quién eres? —preguntó.

Todavía tirando de él, el hombre soltó una risa.

—Digamos que un trotamundos que pasaba por aquí. ¿De verdad quieres hablar ahora?

Rand no malgastó aliento y bregó hasta subir el torso sobre el suelo, luego la cintura. De pronto se dio cuenta de que un suave resplandor bañaba el suelo alrededor de los dos, como el brillo de una luna llena.

Se giró para mirar por encima del hombro y vio al Mashadar. De una balconada se desbordaba no un simple zarcillo, sino una ola brillante, gris plateada, que formaba un arco sobre sus cabezas, y descendía.

Sin pensarlo, su mano libre se alzó y el fuego compacto se disparó hacia lo alto, una barra de blanco fuego líquido que hendió la ola que se precipitaba sobre ellos. Vagamente advirtió que otra barra de pálido fuego compacto se alzaba de la mano libre del otro hombre, una barra que se descargó desde una dirección opuesta a la de la suya. Las dos convergieron.

Rand sufrió una sacudida cuando su cabeza retumbó como un gong, y el saidin y el vacío se hicieron añicos. Lo veía todo doble, las balconadas, los cascotes de piedra esparcidos por el suelo. Parecía haber un par del otro hombre traslapándose el uno al otro, ambos asiéndose la cabeza con las manos. Rand parpadeó y buscó al Mashadar. La onda de brillante niebla se había retirado; permanecía un brillo en las balconadas, allá arriba, pero menguando, retrocediendo, al tiempo que a Rand se le aclaraba la vista. Al parecer, hasta el irracional Mashadar huía del fuego compacto.

Se puso de pie con movimientos inestables y tendió una mano al hombre caído. Éste se incorporó por sí mismo, mirando con mal gesto la mano de Rand. Era más o menos de su estatura, algo poco corriente excepto entre los Aiel.

—Creo que lo mejor sería que nos pusiéramos en marcha cuanto antes. ¿Qué ha pasado aquí?

—No sé qué ha pasado —gruñó—. Corre, si quieres conservar la vida.

Siguió su propio consejo al punto y salió disparado hacia una hilera de arcos abiertos; no en la pared más próxima, ya que el Mashadar había venido de allí.

Tanteando en busca del vacío, Rand lo siguió renqueando tan deprisa como pudo, pero antes de que les diese tiempo de dejar atrás el espacio abierto, los rayos empezaron a caer otra vez cual una andanada de flechas plateadas. Los dos se zambulleron bajo los arcos, perseguidos por el estruendo de paredes y suelo desplomándose a su espalda, por nubes de polvo y una lluvia de piedras. Con la cabeza hundida entre los hombros, un brazo protegiéndose la cara y tosiendo, Rand corrió a través de una ancha estancia donde los inestables arcos sostenían el techo; empezaron a caer trozos de piedra.

Sin darse cuenta de lo que hacía, salió disparado a una calle y dio tres pasos tambaleantes antes de detenerse. El dolor del costado hacía que deseara encogerse, pero temió que las piernas le fallaran si lo hacía. El pie herido le palpitaba con lacerantes punzadas; tenía la impresión de que había pasado un año desde que aquel filamento rojo de Fuego y Aire le alcanzara el talón. Su rescatador lo estaba observando; cubierto de polvo de la cabeza a los pies, el tipo se las arreglaba para parecer un rey.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar Rand—. ¿Uno de los hombres de Taim? ¿O has aprendido por ti mismo? Puedes ir a Caemlyn, ¿sabes?, a la Torre Negra. No tienes que vivir con miedo a las Aes Sedai. —Por alguna razón, decir aquello le hizo fruncir el entrecejo; no entendía por qué.

—Nunca he tenido miedo de las Aes Sedai —espetó el hombre, que luego inhaló profundamente—. Probablemente deberías marcharte de aquí ahora, pero si tu intención es quedarte y matar a Sammael, más te vale que intentes pensar como él. Has demostrado que puedes hacerlo. Siempre le ha gustado destruir a un hombre a la vista de uno de los triunfos de ese hombre. A falta de eso, servirá algún sitio que el hombre haya marcado como suyo.

—El Atajo —dijo lentamente Rand. Si podía decirse que hubiese marcado algo en Shadar Logoth, tenía que ser la puerta del Atajo—. Está esperando cerca del Atajo. Y ha puesto trampas. —Y seguramente salvaguardias también, como en Illian, para detectar a un hombre encauzando. Sammael había planeado aquello muy bien.

—Por lo visto sabes encontrar el camino, si se te lleva de la mano —rió irónicamente el otro hombre—. Intenta no tropezar. Serán muchos los planes que habrá que replantear si te dejas matar ahora.

El hombre se volvió y empezó a cruzar la calle hacia un callejón que había enfrente.

—Espera —llamó Rand. El tipo siguió andando, sin mirar atrás—. ¿Quién eres? ¿De qué planes hablas?

El hombre desapareció en el callejón. Rand fue en pos de él, pero cuando llegó a la boca del angosto paso, éste estaba vacío. Paredes lisas, sin puertas ni ventanas, se extendían a ambos lados sus buenos cien pasos hasta desembocar en la otra calle, donde un fulgor anunciaba que otra parte del Mashadar andaba suelta por allí, pero del hombre no había ni rastro, lo cual era de todo punto imposible. El tipo había tenido tiempo para hacer un acceso, desde luego, si sabía cómo, pero el residuo seguiría siendo visible y, además, tanta cantidad de saidin tejiéndose a tan corta distancia lo habría advertido como si lo hubiera anunciado a voces.

De pronto cayó en la cuenta de que tampoco había percibido el saidin cuando el hombre hizo el fuego compacto. Sólo pensar en eso, en los dos haces tocándose, hizo que volviera a ver doble. Por un instante, volvió a vislumbrar el semblante del hombre, perfectamente nítido cuando todo lo demás era borroso. Sacudió la cabeza hasta que su vista se aclaró.

—¿Quién, en nombre de la Luz, eres? —musitó. Y un momento después añadió—: ¿Qué eres?

Quienquiera o lo que quiera que fuera, el hombre se había marchado, pero Sammael seguía en Shadar Logoth. No sin esfuerzo, consiguió rodearse de nuevo por el vacío. La infección del saidin vibraba ahora, abriéndose paso con su zumbido a lo más profundo de su ser; el propio vacío vibraba. Sin embargo, la debilidad de los músculos desmadejados y el dolor de las heridas remitieron. Iba a matar a uno de los Renegados antes de que acabara la noche.

Cojeando, se deslizó por las oscuras calles, plantando los pies con gran cuidado. Aun así seguía haciendo ruido, pero ahora la noche rebosaba de sonidos: chillidos y gritos guturales en la distancia. El irracional Mashadar mataba todo lo que encontraba, y los trollocs estaban muriendo en Shadar Logoth esa noche lo mismo que habían muerto hacía mucho, mucho tiempo. De tanto en tanto, al final de una calle perpendicular veía trollocs, dos, cinco o una docena, a veces con un Semihombre, pero eran las menos. Ninguno lo vio y Rand pasó de largo. Y no simplemente por el hecho de que Sammael detectara un encauzamiento. Aquellos trollocs y Myrddraal que el Mashadar no matara, estaban muertos de todos modos. Casi con toda seguridad, Sammael los había traído por los Atajos, pero por lo visto no comprendía exactamente cómo había marcado Rand la puerta del Atajo de allí.