Выбрать главу

—¿Aes Sedai? —Las palabras salieron gélidas de la boca de Rand, que tenía los nudillos blancos de tanto apretar el Cetro del Dragón—. ¿Cuántas?

El olor que exudó de golpe hizo que a Perrin le corriera un escalofrío entre los omóplatos; de repente percibió que las Aes Sedai prisioneras estaban observando atentamente, así como Bera, Kiruna y las demás.

Sorilea perdió todo interés en Kiruna. Se volvió hacia Feraighin, puesta en jarras, y estrechó los ojos.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—No me diste oportunidad de hacerlo, Sorilea —protestó Feraighin, un tanto falta de aliento y con los hombros hundidos. Los azules ojos se volvieron hacia Rand y su voz cobró firmeza—. Deben de ser diez o más, Car’a’carn. Las hemos evitado, naturalmente, sobre todo después de que… —De nuevo miró a la Sabia de más edad y su voz se tornó insegura—. No querías saber nada de los habitantes de las tierras húmedas, Sorilea. Sólo de nuestras tiendas. Es lo que dijiste. —Otra vez volvió los ojos hacia Rand al tiempo que enderezaba la espalda—. La mayoría se aloja bajo el techo de Arilyn Dhulaine, Car’a’carn, y rara vez salen. —Los ojos de vuelta a Sorilea, y otra vez los hombros encorvados—. Sabes que te lo habría dicho todo. Tú me interrumpiste.

Al caer en la cuenta de que había muchos observándola y que en su mayor parte estaban sonriendo, al menos entre las Sabias, los ojos de Feraighin se desorbitaron y sus mejillas se pusieron rojas como la grana. Giró la cabeza alternativamente hacia Rand y Sorilea en tanto que movía la boca pero sin emitir sonido alguno. Algunas de las Sabias rompieron a reír aunque se tapaban la boca con la mano para disimular; Edarra ni siquiera se molestó en hacer eso. Rhuarc echó la cabeza atrás y prorrumpió en carcajadas.

Perrin, desde luego, no tenía ni pizca de ganas de reír. A un Aiel, con su extraño sentido del humor, podía parecerle divertido que una espada lo atravesara de parte a parte. Por si fuera poco, más Aes Sedai. ¡Luz! Sin esperar más, fue directo al grano, a lo que le importaba.

—Feraighin. Mi esposa, Faile, ¿se encuentra bien?

La mujer le dedicó una mirada medio distraída y después hizo un esfuerzo visible para recobrar el control de sí misma.

—Creo que Faile Aybara está bien, Sei’cair —contestó con fría compostura… o casi. Observó de reojo a Sorilea. Ésta no estaba de buen humor; en absoluto. Cruzada de brazos, le asestó una mirada que, en comparación, hacía parecer afable la que había dedicado a Kiruna.

Amys puso la mano en el brazo de Sorilea.

—No debes culparla —murmuró la Sabia más joven de las dos en un tono tan bajo que sólo llegó a oídos de la mujer mayor y de los de Perrin.

Sorilea vaciló y después asintió; la hiriente mirada se suavizó hasta su habitual expresión cascarrabias. Amys era la única capaz de conseguir algo así, que Perrin supiera; la única a la que Sorilea no pisoteaba si se ponía en su camino. Bueno, tampoco pisoteaba a Rhuarc, pero lo que ocurría con él era más como si un sólido peñasco hiciera caso omiso de una tormenta; Amys era capaz de conseguir que dejara de llover.

Perrin quería que Feraighin le ampliara la información; no le bastaba con que la Sabia «creyera» que Faile estaba bien. Pero, antes de que tuviera ocasión de abrir la boca, Kiruna intervino con su habitual falta de tacto.

—Escuchadme bien —le dijo a Rand al tiempo que agitaba el índice ante su nariz para dar énfasis a las palabras—. Califiqué de delicada la situación, pero me quedé corta. Es más compleja de lo que podáis imaginar, tan frágil que un soplo podría hacerla saltar en pedazos. Bera y yo os acompañaremos a la ciudad. Sí, sí, Alanna, y tú también. —Hizo un ademán impaciente a la esbelta Aes Sedai para que se apartara. Perrin sospechó que estaba recurriendo al truco que la hacía parecer más grande ya que daba la impresión de estar mirando a Rand desde arriba, a pesar de que, siendo una mujer alta, sólo le llegaba al hombro—. Tenéis que dejaros guiar por nosotras. Un movimiento en falso, una palabra equivocada, y podéis desatar en Cairhien el mismo desastre que causasteis en Tarabon y Arad Doman. Es más, podéis ocasionar daños incalculables a ciertos asuntos de los que apenas sabéis nada.

Perrin se encogió. Ni queriendo, Kiruna podría haber argumentado una parrafada más a propósito para encolerizar a Rand. Pero éste se limitó a escuchar hasta que la mujer hubo acabado y después se volvió hacia Sorilea.

—Llevad a las Aes Sedai a las tiendas. A todas ellas, de momento. Aseguraos de que todos se enteren de que son Aes Sedai. Que vean que están a vuestras órdenes y saltan cuando decís «rana». Puesto que vosotras saltáis cuando el Car’a’carn lo dice, eso los convencerá de que no llevo ningún dogal de las Aes Sedai.

El rostro de Kiruna se tiñó de un rojo intenso; su olor a ultraje e indignación era tan intenso que a Perrin le picó la nariz. Bera intentó tranquilizarla, con escaso éxito, a la par que asestaba miradas reprobadoras a Rand con las que dejaba claro su opinión de que lo consideraba un patán e ignorante jovenzuelo; Alanna se mordía el labio inferior para reprimir una sonrisa. Habida cuenta de los efluvios que emitían Sorilea y las otras, Alanna no tenía razón para estar contenta.

Sorilea dedicó a Rand un atisbo de sonrisa.

—Es posible, Car’a’carn —dijo secamente. Perrin dudaba que esa mujer saltara, se lo ordenara quien se lo ordenara—. Quizá funcione. —No parecía muy convencida.

Tras sacudir de nuevo la cabeza, Rand echó a andar con Min, seguido de cerca por las Doncellas, e impartió órdenes sobre quién lo acompañaría y quién iría con las Sabias. Rhuarc empezó a dar instrucciones a los siswai’aman. Alanna siguió a Rand con la mirada. Perrin habría querido saber qué pasaba entre esos dos. Sorilea y las demás también observaban a Rand, y sus efluvios no tenían nada de afables.

Perrin reparó en que Feraighin se encontraba sola. Ésta era su oportunidad. Sin embargo, cuando intentó acercarse a ella, Sorilea, Amys y el resto del «consejo» la rodeó, haciéndolo a un lado hábilmente. Se retiraron un trecho antes de empezar a abrumarla con preguntas; las miradas dirigidas a Kiruna y a las otras dos hermanas manifestaron a las claras que no tolerarían más escuchas a escondidas. Kiruna parecía estar planteándoselo y, habida cuenta de su creciente ceño, lo extraño es que no tuviera de punta el oscuro cabello. Bera le estaba hablando con firmeza y, sin proponérselo, Perrin alcanzó a oír palabras sueltas, como «sensatez», «paciencia», «prudencia» y «estupidez», pero no supo a quién iban dirigidas.

—Habrá lucha cuando lleguemos a la ciudad. —El tono de Aram era anhelante.

—Por supuesto que no —lo contradijo Loial, categórico. Sus orejas se agitaron y el Ogier miró de soslayo su hacha, con desagrado—. No la habrá, ¿verdad, Perrin?

Éste sacudió la cabeza. Lo ignoraba. Si las otras Sabias dejaran sola a Feraighin, aunque sólo fuese unos instantes… ¿Qué tenían que hablar que fuera tan importante para tratarlo en el momento?

—Las mujeres son más incoherentes que un hombre de las tierras húmedas borracho —rezongó Gaul.

—¿Qué? —dijo Perrin, abstraído. ¿Qué pasaría si se abría paso, sin más, entre el círculo de Sabias? Como si le hubiese leído el pensamiento, Edarra le asestó una mirada elocuente. Y no fue la única. A veces parecía que las mujeres eran capaces de adivinar lo que un hombre estaba pensando. En fin…

—Digo que no hay quien entienda a las mujeres. Chiad me ha dicho que no pondrá la guirnalda de esponsales a mis pies; me lo dijo. —El Aiel parecía escandalizado—. Y también que me aceptaría como su amante, de ella y de Bain, pero nada más. —En otro momento aquello habría dejado patidifuso a Perrin, aunque ya había oído lo mismo otras veces; los Aiel eran increíblemente… permisivos… en esos temas—. Como si no fuera lo bastante bueno para esposo. —Gaul resopló, indignado—. No me gusta Bain, pero me habría casado también con ella para complacer a Chiad. Si Chiad no piensa hacer la guirnalda de esponsales, entonces tendría que dejar de encandilarme. Si soy incapaz de interesarle lo suficiente para que se case conmigo, que se deje de jueguecitos.