Perrin lo miró frunciendo el entrecejo. El Aiel de ojos verdes era más alto que Rand; a él le sacaba un palmo.
—¿De qué hablas?
—De Chiad, naturalmente. ¿Es que no me has escuchado? Me evita, pero, cada vez que la veo, se detiene justo lo suficiente para asegurarse de que he reparado en ella. No sé cómo lo hacéis los habitantes de las tierras húmedas, pero entre nosotros, los Aiel, ése es uno de los modos que utilizan las mujeres para insinuarse. Cuando uno menos lo espera, la tiene delante de los ojos, y luego desaparece. Ni siquiera sabía que estaba entre las Doncellas hasta esta mañana.
—¿Quieres decir que está aquí? —susurró Perrin. La daga volvió a hincarse en él, pero esta vez en las entrañas—. ¿Y Bain? ¿Está aquí también?
—Rara vez se separan esas dos. —Gaul se encogió de hombros—. Pero es el interés de Chiad el que quiero despertar, no el de Bain.
—¡Al infierno con el interés de una y otra! —gritó Perrin. Las Sabias volvieron la cabeza en su dirección. De hecho, todos los que estaban en lo alto de la colina lo hicieron. Kiruna y Bera lo observaban fijamente, con excesiva atención. Haciendo un denodado esfuerzo, Perrin consiguió bajar el tono. Empero, no pudo hacer nada en cuanto a la vehemencia—. ¡Se supone que tienen que protegerla! Está en la ciudad, en el Palacio Real, con Colavaere. ¡Con Colavaere! Y ellas tenían que estar velando por su seguridad.
Gaul se rascó la cabeza y miró a Loial.
—¿Es alguna clase de chiste de las tierras húmedas? —preguntó, desconcertado—. Faile Aybara no lleva falda corta.
—¡Ya sé que no es una niña! —Perrin respiró profundamente. Resultaba muy difícil mantener un tono comedido cuando el miedo le atenazaba a uno las entrañas—. Loial, explícale a este… a Gaul, que nuestras mujeres no van corriendo por ahí empuñando lanzas, que Colavaere no le propondría un duelo a Faile, que simplemente ordenaría a alguien que la degollara o la arrojara por las murallas o… —Las imágenes concebidas por su mente eran demasiado terribles. Iba a vomitar en cualquier momento, estaba seguro.
Loial le palmeó torpemente el hombro.
—Perrin, sé que estás preocupado. Sé cómo me sentiría yo si creyera que a Erith podría pasarle algo malo. —Los mechones que remataban sus orejas temblaron. Menudo interlocutor; echaría a correr tan deprisa como pudiera con tal de evitar a su madre y a la joven Ogier que le había elegido como esposa—. Eh, bien, Perrin, Faile está esperando tu regreso, sana y salva. Lo sé. Y tú sabes que es muy capaz de cuidar de sí misma. Vaya, pero si podría cuidar también de ti, de mí y de Gaul. —Su risa retumbante sonó forzada, y enseguida dio paso a una expresión seria—. Perrin… Perrin, sabes que no podrás estar con ella siempre para protegerla, por mucho que lo desees. Eres un ta’veren. El Entramado te ha entresacado del resto de los hilos con un propósito, y te utilizará con ese fin.
—Al infierno con el Entramado —gruñó Perrin—. Por mí puede quemarse entero con tal de que a ella la deje a salvo.
A Loial se le pusieron las orejas tiesas por la impresión, e incluso Gaul se quedó atónito.
«¿En qué me convierte eso?», pensó Perrin. Había sentido desprecio por quienes luchaban con uñas y dientes para lograr sus propios fines sin tener en cuenta la Última Batalla y que la sombra del Oscuro se iba extendiendo sobre el mundo. ¿En qué se diferenciaba de ellos?
—¿Vienes? —dijo Rand, que había frenado el corcel negro junto a él.
—Sí, voy —respondió Perrin, sombrío. No sabía la respuesta a sus preguntas, pero sí tenía algo muy claro: para él, Faile era el mundo.
4
Entrada en Cairhien
Perrin habría impreso un paso más vivo del que había marcado Rand, aunque sabía que los caballos no lo habrían aguantado mucho tiempo. La mitad del tiempo fueron cabalgando al trote y la otra mitad corriendo a pie junto a sus animales. Habríase dicho que Rand estaba ajeno a todo y a todos, salvo porque cada vez que Min tropezó alargó la mano para sostenerla. En cuanto a lo demás, parecía estar en otro mundo, y parpadeaba sorprendido cuando reparaba en Perrin o en Loial. A decir verdad, a todos les ocurría lo mismo. Los soldados de Dobraine y de Havien miraban fijamente al frente, rumiando sus propios temores respecto a lo que encontrarían al llegar. Los hombres de Dos Ríos se habían contagiado del talante sombrío de Perrin. Apreciaban a Faile —en honor a la verdad, algunos la adoraban— y si había sufrido algún daño… Hasta Aram había sustituido su ansiedad por un ánimo taciturno cuando supo que Faile podía hallarse en peligro. Todos estaban pendientes de las leguas que les quedaban por recorrer, de la ciudad que aguardaba al final de la marcha. Es decir, todos excepto los Asha’man; agrupados como una bandada de cuervos, a escasa distancia de Rand, escudriñaban la campiña por la que avanzaba la columna, todavía en alerta a cualquier posible emboscada. Dashiva iba hundido como un saco en la silla de montar, y rezongaba entre dientes cuando tenía que correr, mirando en derredor como si deseara que se produjera una emboscada.
Eso era poco menos que imposible. Sulin y una docena de Far Dareis Mai trotaban delante de la columna, al alcance de la vista de Perrin, y muchas más iban aún más adelantadas para patrullar el camino, así como también en los flancos. Algunas habían metido las lanzas cortas en el correaje que sujetaba el estuche del arco a su espalda, de manera que las puntas de las lanzas se bamboleaban sobre sus cabezas; habían sacado los cortos arcos de hueso y los empuñaban con una flecha ya encajada. Mantenían una vigilancia tan estrecha para prevenir cualquier peligro que amenazara al Car’a’carn como sobre el propio Rand, como si temieran que fuera a desaparecer otra vez. Si había tendida alguna trampa o acechaba algún peligro, ellas lo descubrirían.
Chiad era una de las Doncellas que iban con Sulin; era una mujer alta, con el cabello rojizo oscuro y ojos grises. Perrin no le quitaba ojo de la espalda, deseando que se retrasara y hablara con él. De vez en cuando ella volvía la cabeza y lo miraba brevemente, pero lo evitaba como si tuviese una enfermedad contagiosa. Bain no formaba parte de la columna; la mayoría de las Doncellas seguían la misma ruta con Rhuarc y los algai’d’siswai, pero avanzaban más despacio a causa de las carretas y los prisioneros.
La negra yegua de Faile trotaba detrás de Brioso, las riendas atadas a la silla del corcel. Los hombres de Dos Ríos habían traído a Golondrina desde Caemlyn y en el camino se habían encontrado con Perrin, antes de llegar a los pozos de Dumai. Cada vez que veía a la yegua marchando detrás de él, el rostro de su esposa ocupaba todos sus pensamientos: la nariz aguileña, la generosa boca, los brillantes ojos rasgados, los pronunciados pómulos. Faile adoraba a Golondrina, puede que casi tanto como a él. Era una mujer tan orgullosa como bella, tan fiera como orgullosa. La hija de Davram Bashere no se escondería de gente como Colavaere, ni siquiera se guardaría lo que opinaba de ella.
Se detuvieron cuatro veces para dar descanso a los animales; Perrin rechinaba los dientes de ansiedad con cada retraso. Tenía un talento innato para cuidar bien a los caballos, algo tan natural para él como respirar; revisó el estado de Brioso de manera automática y le dio un poco de agua por costumbre. Con Golondrina fue más cuidadoso. Si la yegua llegaba sana y salva a Cairhien… Una idea había arraigado en su mente: si llevaba la yegua a Cairhien, Faile estaría bien. Era ridículo, la fantasía de un niño, la absurda fantasía de un crío. Pero no se le iba de la cabeza.