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Una corona rota

A pesar de lo amplios y altos que eran los corredores daban la sensación de ser espacios restrictivos, y también sombríos a despecho de las doradas lámparas de pie con espejos en cada brazo, encendidas allí donde la luz del día no llegaba. Los tapices que colgaban en las paredes, escasos y muy espaciados entre sí, representaban escenas de cacerías o batallas, con las personas y los animales colocados con mayor precisión de lo que jamás haría la propia naturaleza. En las poco numerosas hornacinas se exhibían cuencos, jarrones y alguna que otra estatuilla en oro, plata o alabastro, pero hasta las figurillas parecían hacer hincapié en que eran piedra o metal, como si los escultores hubiesen intentado evitar cualquier curva.

El silencio de la ciudad se acentuaba allí. El sonido de las botas en las baldosas levantaba ecos, creando una especie de marcha premonitoria, y Perrin dudaba que sólo sonara así en sus oídos. Las orejas de Loial se agitaban a cada paso, y el Ogier escudriñaba a los lados en los cruces de pasillos como si temiera que algo les saltara encima. Min mantenía la espalda muy derecha y caminaba a paso vivo; cuando miraba a Rand, esbozaba una mueca apesadumbrada. Daba la impresión de que estaba haciendo un gran esfuerzo para no acercarse más a él, y de que no se sentía muy complacida consigo misma por la misma razón. Los jóvenes cairhieninos habían empezado a andar pavoneándose, pero la arrogancia fue desapareciendo con el resonante eco de sus pisadas. Hasta las Doncellas lo percibían; Sulin era la única que no había llevado la mano de vez en cuando al velo que colgaba sobre su pecho.

Había sirvientes por todas partes, naturalmente; hombres y mujeres de tez pálida y rostros alargados, vestidos con uniformes oscuros, salvo el Sol Naciente en el lado izquierdo de la pechera y tiras en las mangas con los colores de Colavaere. Algunos se quedaban boquiabiertos al reconocer a Rand cuando pasaba ante ellos; unos pocos hincaron la rodilla e inclinaron la cabeza. La mayoría prosiguió con sus quehaceres tras una breve pausa para hacer una profunda reverencia. Seguían las mismas reglas que en el patio: mostrar respeto por los superiores, fueran quienes fuesen, obedecerlos, y hacer caso omiso de sus actos; así, con suerte, uno no se veía enredado. Era un modo de pensar que a Perrin le daba dentera. Nadie debería vivir así.

Dos tipos con uniformes de Colavaere, apostados en las puertas doradas del Gran Salón del Sol, fruncieron el entrecejo al ver a las Doncellas y quizás a los jóvenes cairhieninos. La gente de más edad miraba con recelo a los jovenzuelos que se comportaban como los Aiel. Más de un padre había intentado ponerle fin, habían ordenado a hijos e hijas que renunciaran, habían dado instrucciones a hombres de armas y sirvientes para que cerraran el paso a otros jóvenes con las mismas ideas y los trataran como vagabundos o rufianes. A Perrin no le habría sorprendido si esos dos cancerberos hubiesen cruzado sus cayados dorados para impedir que Selande y sus amigos cruzaran las puertas abiertas, ni que perteneciesen a familias nobles ni que no, y puede que incluso a las Doncellas. Pocos eran los cairhieninos que se atrevían a llamar salvajes a los Aiel, no si ellos podían oírlos, pero la mayoría lo pensaba. Esos dos plantaron bien los pies, respiraron hondo… y entonces vieron a Rand por encima de las cabezas de las Doncellas. Por poco los ojos se les salen de las órbitas. Ambos se miraron de reojo, y después hincaron la rodilla. Uno mantuvo la vista fija en el suelo; el otro cerró los ojos con fuerza, y Perrin lo oyó rezar entre dientes.

—Así que soy amado y respetado —musitó Rand. No parecía su voz.

Min le tocó el brazo; una mueca de dolor se plasmaba en su semblante. Rand le palmeó la mano sin mirarla, y, por alguna razón, aquello pareció acrecentar el gesto dolido de la joven.

El Gran Salón del Sol era inmenso, con un techo abovedado en ángulo que se alzaba hasta los treinta y cinco metros en el vértice; de él pendían grandes lámparas doradas de cadenas lo bastante gruesas para levantar el rastrillo de una fortaleza. Era gigantesco, y estaba abarrotado de gente apiñada entre las enormes columnas cuadradas, de mármol veteado en negro y azul, que se extendían en dos filas a ambos lados del pasillo central. La gente que se encontraba en la parte posterior fue la primera en reparar en los recién llegados. Los miraron con curiosidad, ya vistieran levitas o chaquetas, algunas de vivos colores o con bordados, otras rozadas por el uso y los viajes. Con curiosidad y mucho interés. Las pocas mujeres que había en esta parte del salón llevaban trajes de montar; sus rostros denotaban tanta dureza como los de los hombres, y sus miradas eran igualmente directas.

Cazadores del Cuerno, imaginó Perrin. Dobraine había dicho que allí estaría hasta el último noble que pudiera asistir, y la mayoría de los cazadores del Cuerno eran de noble linaje o pretendían serlo. Hubiesen reconocido o no a Rand, lo cierto es que algo percibieron, y sus manos fueron hacia espadas y dagas que esa noche no llevaban en el cinturón. En su mayor parte, además del Cuerno de Valere, los cazadores buscaban aventuras y un lugar en la historia. Aunque no conociesen al Dragón Renacido, identificaban el peligro cuando lo veían.

Los otros presentes en el Gran Salón tenían menos aguzado el instinto para advertir el peligro o, más bien, estaban más en sintonía con las intrigas y conspiraciones que con el azaroso riesgo a cara descubierta. Perrin había recorrido un tercio del pasillo central, pegado a los talones de Rand, antes de que los respingos se propagaran por la cámara como el viento. Pálidos lores cairhieninos, con las franjas de colores transversales en las pecheras de las oscuras chaquetas de seda, algunos con la parte delantera de la cabeza afeitada y empolvada; damas cairhieninas con bandas horizontales en los vestidos oscuros de cuello alto y puntillas en los puños, el cabello arreglado en complejos peinados que a veces aumentaban un palmo su talla. Grandes Señores y Señores de la Tierra tearianos con las barbas ungidas y arregladas en punta, sombreros de terciopelo y chaquetas rojas, azules y de todos los colores, de mangas abullonadas y acuchilladuras de satén; damas tearianas con vestidos de tonos aún más intensos, chorreras de encaje, y casquetes tachonados de perlas, piedras de la luna, gotas de fuego y rubíes. Todos reconocieron a Perrin y a Dobraine e incluso a Havien y a Min, pero, lo que era más importante, reconocieron a Rand. Una oleada de reconocimiento que fue avanzando al mismo paso que él, dejando atrás ojos desorbitados y bocas abiertas; se quedaron tan rígidos que Perrin pensó por un momento que los Asha’man los habían inmovilizado como a los guardias de las puertas exteriores. La cámara era un mar de perfumes dulzones bajo cuya superficie fluían las saladas corrientes subterráneas del sudor, pero rezumando miedo, una especie de olor a estremecimiento.

No obstante, tenía toda su atención volcada en el fondo del salón, en el estrado de mármol, azul profundo, sobre el que se erguía el Trono del Sol, tan brillante como el astro del que tomaba su nombre, el enorme disco radiante situado encima del alto respaldo. Colavaere se levantó despacio, mirando el pasillo central desde su ventajosa posición, por encima de la cabeza de Rand. Su vestido, casi negro, no lucía ni una sola franja de color propia de la nobleza, pero la abundante mata de rizos que se alzaba sobre su testa tenía que haber sido peinada alrededor de la corona que llevaba, el Sol Naciente, en oro y diamantes amarillos. Siete mujeres jóvenes flanqueaban el Trono del Sol; llevaban vestidos oscuros de ajustados corpiños, cuellos altos y rematados con encaje fruncido que rozaba sus barbillas, y las faldas con rayas verticales, con los colores de Colavaere, amarillo, rojo y plateado. Al parecer, la moda cairhienina era diferente para la reina y para las damas de su séquito.

Un leve movimiento detrás del trono señaló la presencia de una octava mujer, escondida, pero a Perrin le importaba poco Colavaere o cualquier otra persona excepto la mujer que se encontraba a la diestra de la reina: Faile. Sus ojos, ligeramente rasgados, estaban prendidos en él cual oscuras lunas líquidas; empero, nada alteraba su expresión circunspecta, fríamente digna. Si acaso, su rostro se puso un poco más tenso. Perrin anhelaba captar su aroma personal, pero los de los perfumes eran demasiado intensos, y también el del miedo. Tenía una razón para estar en el estrado, una buena razón.