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—¿Osáis acusarme de un crimen tan vil? —replicó Colavaere—. No hay pruebas. ¡No puede haberlas! Y no las hay porque soy inocente. —De repente pareció darse cuenta de dónde se hallaba, de los nobles apiñados hombro con hombro entre las columnas, observando y escuchando. Desde luego, se la podría acusar de muchas cosas, pero no de cobarde. Muy erguida, hizo cuanto estaba en su mano para mirar a Rand a los ojos sin tener que echar la cabeza hacia atrás en exceso—. Milord Dragón, hace nueve días, al salir el sol, fui coronada reina de Cairhien de acuerdo con las leyes y costumbres de Cairhien. Mantendré mi juramento de fidelidad a vos, pero soy reina de Cairhien. —Rand se limitó a mirarla fijamente, en silencio; y preocupado, en opinión de Perrin—. Milord Dragón, soy reina, a menos que rompáis todas las leyes y esparzáis sus pedazos al viento.

De nuevo silencio por parte Rand, y aquella intensa mirada, sin parpadear.

—Esos cargos contra mí son falsos. ¡Son descabellados! —Sólo silencio por respuesta. Colavaere giró levemente la cabeza hacia atrás, nerviosa—. Annoura, aconsejadme. ¡Adelantaos, Annoura! ¡Dadme consejo!

Perrin creyó que hablaba a una de las mujeres que estaban con Faile, pero la mujer que salió de detrás del trono no llevaba la falda con franjas de colores de las damas del séquito. Una cara ancha, de boca grande y nariz picuda, enmarcada por multitud de finas y largas trenzas de cabello oscuro, clavó la mirada en Rand. Un rostro intemporal. Para sorpresa de Perrin, Havien emitió un sonido gutural y empezó a sonreír. En cuanto a él, sintió cómo se le ponían de punta los pelos de la nuca.

—No puedo hacer tal cosa, Colavaere —dijo la Aes Sedai con acento tarabonés al tiempo que se ajustaba el chal de flecos grises—. Me temo que he dejado que malentendáis mi relación con vos. —Respiró hondo y añadió—: Esto no… Esto no es necesario, maese al’Thor. —Su voz tembló levemente un instante—. O milord Dragón, como prefiráis. Os aseguro que no albergo malas intenciones hacia vos. Si lo hiciera, habría atacado antes de que os hubieseis dado cuenta de que estaba aquí.

—Podrías haber muerto si lo hubieses intentado. —La voz de Rand sonó fría y cortante como un cuchillo, pero la expresión de su rostro la hacía afable en comparación—. No soy yo quien te tiene escudada, Aes Sedai. ¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí? ¡Respóndeme! No tengo mucha paciencia con… las de tu clase. A no ser, claro, que prefieras ser trasladada al campamento Aiel. Apuesto que las Sabias sabrán cómo soltarte la lengua.

La tal Annoura no era corta de entendederas. Sus ojos se desviaron rápidamente hacia Aram, y después al pasillo, adonde se encontraban los Asha’man. Y lo supo. Tenían que ser ellos a quienes se había referido, con aquellas chaquetas negras bien abotonadas, pero los torvos semblantes secos, sin gota de sudor, cuando los de todos los presentes salvo los de ella misma y de Rand brillaban por la transpiración. Perrin reparó en que el joven Jahar la observaba como haría un halcón con un conejo. Incongruentemente, Loial se hallaba en medio de ellos, con el hacha recostada en el hombro; una de sus grandes manos sostenía un tintero y un libro abierto, apoyado contra el pecho, en tanto que la otra garabateaba tan deprisa como el Ogier era capaz de deslizar una pluma gruesa como el pulgar de Perrin. Estaba tomando notas. ¡Allí, en ese momento!

Los nobles oyeron las palabras de Rand con tanta claridad como la propia Annoura. Hasta ese instante habían estado pendientes de las Doncellas veladas, nerviosos; ahora se retiraron precipitadamente de los Asha’man, apretándose como peces en un barril. Aquí y allí alguien se tambaleó al desmayarse, pero el apiñamiento de la multitud impidió que se desplomaran.

Con un estremecimiento, Annoura se ajustó el chal y recobró la tan cacareada compostura Aes Sedai.

—Soy Annoura Larisen, milord Dragón. Del Ajah Gris. —Nada en su actitud daba a entender que estuviera escudada y en presencia de hombres capaces de encauzar. Pareció que respondía como haciendo un favor—. Soy la consejera de Berelain, Principal de Mayene.

De modo que ésa era la razón de que Havien estuviese sonriendo como un demente: había reconocido a la mujer. Por su parte, Perrin no tenía pizca de ganas de sonreír.

—Como podréis comprender, dicha circunstancia se ha mantenido en secreto —prosiguió Annoura—, habida cuenta de la actitud de Tear tanto hacia Mayene como hacia las Aes Sedai, pero creo que el tiempo de guardar secretos ha quedado atrás, ¿no es así? —Se volvió hacia Colavaere y el gesto de su boca se tornó firme—. Dejé que pensarais lo que dabais por supuesto, pero las Aes Sedai no se convierten en consejeras porque alguien les diga que lo son. Sobre todo cuando ya aconsejan a otra persona.

—Si Berelain confirma tu historia —dijo Rand—, te dejaré libre bajo su custodia. —Se volvió hacia la multitud y entonces pareció caer en la cuenta de que seguía teniendo en la mano la corona de oro y gemas. La soltó suavemente en la seda del asiento del Trono del Sol—. No considero enemigas a todas las Aes Sedai, no del todo, pero no seré blanco de más intrigas ni seré manipulado. Nunca más. La elección es tuya, Annoura; pero, si tomas la decisión equivocada, irás a parar a manos de las Sabias. Si es que vives lo bastante. No pondré cortapisas a los Asha’man, y un error podría costarte caro.

—Los Asha’man —repitió Annoura, sosegada—. Comprendo perfectamente. —Sin embargo, se humedeció los labios con la punta de la lengua.

—Milord Dragón, Colavaere tramaba romper su juramento de fidelidad.

Perrin había deseado tanto que Faile dijera algo que dio un brinco de sobresalto cuando al fin habló, al tiempo que salía de la fila de damas del séquito y se adelantaba para encararse a la aspirante a reina; parecía un águila en actitud amenazadora, desafiante. ¡Luz, qué hermosa era!

—Colavaere juró obedeceros en todo y respetar y defender vuestras leyes —continuó, eligiendo cuidadosamente las palabras—, pero ha hecho planes para librar a Cairhien de los Aiel, enviándolos al sur, y que así todo volviera a ser igual que antes de vuestra venida. También dijo que, si acaso regresabais alguna vez, no os atreveríais a cambiar nada de lo que había hecho. La mujer a la que le dijo todo esto, Maire, era una de sus damas. Maire desapareció poco después de contármelo. No tengo pruebas, pero sospecho que está muerta. Creo que Colavaere se arrepintió de revelar más de lo conveniente sobre sus planes, y demasiado pronto.

Dobraine subió las gradas del estrado, con el yelmo bajo el brazo. Su semblante parecía cincelado en hierro.

—Colavaere Saighan —anunció en un tono ceremonioso que llegó a todos los rincones del Gran Salón—, por mi alma inmortal, con la Luz por testigo, yo, Dobraine, Cabeza Insigne de la casa Taborwin, os acuso del cargo de traición, delito sancionado con la pena de muerte.

Rand echó la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados. Sus labios se movieron levemente, pero Perrin comprendió que sólo ellos dos habían oído lo que dijo: «No. No puedo permitirlo. No lo permitiré». Ahora entendía Perrin por qué Rand había estado alargando el asunto, retrasando su final. Estaba buscando una salida al problema. Ojalá la encontrara.

Colavaere no lo oyó, desde luego, pero también ella quería encontrar una salida. Miró febrilmente en derredor, al Trono del Sol, a sus otras damas, a los nobles reunidos en asamblea, como si esperara que fueran a adelantarse para defenderla. Ni un movimiento, como si todos tuviesen los pies clavados en el suelo; sólo encontró un mar de rostros cuidadosamente inexpresivos y ojos que evitaban los suyos. Algunas miradas se dirigieron hacia los Asha’man, pero con disimulo. El hueco abierto entre nobles y Asha’man, ya considerable, se ensanchó de manera notoria.