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—¡Embustes! —dijo con un siseo; sus manos aferraban, crispadas, la falda—. ¡Todo es una sarta de mentiras! ¡Tú, ladina tunanta…!

Dio un paso hacia Faile. Rand extendió el brazo, interponiéndolo entre las dos mujeres, aunque Colavaere aparentemente ni siquiera lo vio y Faile, a juzgar por su expresión, habría preferido que no lo hiciera. A cualquiera que la atacara le esperaba una sorpresa.

—¡Faile no miente! —bramó Perrin. Bueno, no en ese tipo de cosas.

De nuevo Colavaere se dominó. No era alta, pero irguió hasta el último centímetro. Perrin casi sintió admiración por ella. Salvo por lo de Meilan y Maringil y la tal Maire y la Luz sabía cuántos más.

—Exijo justicia, milord Dragón. —Su voz era sosegada, majestuosa—. No hay pruebas de ninguna de esas… sucias infamias. Sólo la supuesta acusación de alguien que ya no está en Cairhien, de decir algo que jamás dije. Demando la justicia del lord Dragón. Según nuestras leyes, tiene que haber pruebas.

—¿Cómo sabéis que esa mujer ya no está en Cairhien? —inquirió Dobraine—. ¿Dónde está?

—Supongo que se marchó. —Dirigió la respuesta a Rand—. Maire dejó mi servicio y la reemplacé por Reale. —Señaló hacia la tercera dama de la izquierda—. Ignoro dónde está. Haced que comparezca si se encuentra en la ciudad, que repita sus ridículos cargos delante de mí. Haré que se trague sus mentiras.

Faile le asestó una mirada funesta. Perrin esperaba que no se le ocurriera sacar uno de los cuchillos que llevaba encima escondidos; tenía costumbre de hacerlo cuando se enfurecía en exceso.

Annoura se aclaró la voz. Había estado estudiando a Rand con demasiado interés para que Perrin se sintiera tranquilo; le recordó de repente a Verin, con aquella mirada de pájaro observando a un gusano.

—¿Puedo hablar, maese… eh… milord Dragón? —Al responder Rand con un brusco cabeceo, continuó al tiempo que se ajustaba el chal—. De la joven Maire no sé nada excepto que una mañana estaba aquí y, antes de caer la noche, había desaparecido y nadie sabía su paradero. Pero respecto a lord Maringil y el Gran Señor Meilan, la cosa cambia. La Principal de Mayene trajo consigo a dos de los mejores rastreadores, unos hombres expertos en descubrir delitos. Trajeron a mi presencia a dos de los hombres que emboscaron a lord Meilan en la calle, aunque ambos insistieron en que sólo lo habían sujetado de los brazos mientras otros lo apuñalaban. Asimismo me trajeron a la sirvienta que puso veneno en el vino con especias que a lord Maringil le gustaba tomar antes de acostarse. También protestó su inocencia argumentando que su anciana madre inválida habría muerto, e igualmente ella, si no hubiese obedecido. Ésas fueron sus palabras y, en su caso, creo que decía la verdad. Su alivio al confesar no era fingido, a mi entender. Tanto los dos hombres como ella coincidían en una cosa: las órdenes las recibieron de lady Colavaere en persona.

A medida que Annoura hablaba, el aire desafiante de Colavaere se había venido abajo. Lo extraño era que siguiera de pie, ya que parecía estar desmadejada.

—Ellas lo prometieron —balbució, dirigiéndose a Rand—. Prometieron que jamás regresaríais.

Demasiado tarde, se llevó las manos a la boca. Sus ojos estaban desorbitados. Perrin habría querido no oír los sonidos que salían de su garganta. Nadie debería hacer esos ruidos.

—Traición y asesinato. —En la voz de Dobraine había satisfacción. Aquellos gemidos ahogados no lo conmovían—. El castigo por ambos delitos es el mismo: pena de muerte. Excepto que, según la nueva ley, el asesinato está penado con la horca.

Por alguna razón, Rand miró a Min, que le devolvió la mirada con una profunda tristeza. No por Colavaere: por Rand. Perrin se preguntó si estaría involucrada alguna de sus visiones.

—E… exijo ser ejecutada en el tajo —logró decir Colavaere con voz estrangulada. Tenía el semblante descompuesto. Había envejecido de golpe, y sus ojos reflejaban puro terror. Pero, aun teniendo todo perdido, siguió luchando por las migajas—. Es… estoy en mi derecho. No me… ¡No me colgarán como a un plebeyo!

Rand parecía estar luchando consigo mismo, sacudiendo la cabeza de aquel modo tan inquietante. Cuando por fin habló, sus palabras fueron frías como el invierno y duras como el acero:

—Colavaere Saighan, os despojo de vuestros títulos. Os son confiscadas vuestras tierras, heredades, posesiones y todo lo que tenéis salvo el vestido que lleváis puesto. ¿Tenéis…? ¿Poseéis una granja? ¿Una granja pequeña?

La mujer había acusado cada frase como un mazazo. Ahora se tambaleó como una persona ebria, articulando sin voz la palabra «granja» como si no la hubiese oído en la vida. Annoura, Faile, todos miraban a Rand con estupor o curiosidad o ambas cosas. El que más, Perrin. ¿Una granja? Si antes reinaba el silencio en el Gran Salón, ahora se habría oído el vuelo de una mosca.

—Dobraine, ¿tiene esta mujer una pequeña granja?

—Tiene… tenía muchas, milord Dragón —contestó lentamente el cairhienino. Obviamente estaba tan desconcertado como los demás—. La mayoría son grandes. Pero las tierras próximas a la Pared del Dragón siempre han estado parceladas en minifundios de menos de treinta hectáreas. Todos los arrendatarios las abandonaron durante la Guerra de Aiel.

—Bien. —Rand asintió—. Es hora de que eso cambie. Demasiadas tierras han estado en barbecho durante demasiado tiempo. Quiero que la gente regrese allí para que vuelva a cultivarlas. Dobraine, os encargaréis de averiguar cuál de todas esas granjas que Colavaere poseía cerca de la Pared del Dragón es la más pequeña. Colavaere, os exilio a esa granja. Dobraine se ocupará de proveeros de cuanto necesitéis para realizar los trabajos de cultivo, y de buscar a alguien que os enseñe las labores del campo. Y guardias que vigilen que no os alejáis de la granja más de lo que podáis caminar durante un día, durante el resto de vuestra vida. Ocupaos de ello, Dobraine. Dentro de una semana quiero que esté de camino allí.

Un Dobraine estupefacto vaciló antes de asentir. Perrin captó murmullos de la asamblea apiñada a su espalda. Esto era algo inaudito. No entendían por qué no se cumplía la sentencia de muerte. ¡Y lo demás! Las heredades ya se habían confiscado en otras ocasiones, pero nunca todas. Nunca el título nobiliario. A los nobles se los había exiliado, incluso de por vida, pero jamás a una granja.

La reacción de Colavaere fue inmediata. Los ojos se le pusieron en blanco y se desplomó, en dirección a las gradas del estrado.

Perrin corrió a cogerla, pero alguien se le adelantó. Antes de que hubiese acabado de dar el primer paso, la caída de la mujer se detuvo, simplemente. Se quedó fláccida en el aire, flotando sobre las gradas y con la cabeza colgando. Lentamente, su desmadejado cuerpo se enderezó en una postura horizontal, giró, y se posó suavemente en el suelo, al pie del Trono del Sol. Rand. Perrin estaba seguro de que los Asha’man la habrían dejado caer.

Annoura chasqueó la lengua. No parecía sorprendida ni perturbada, salvo porque sus pulgares se frotaban suavemente con los índices en ademán nervioso.

—Sospecho que habría preferido el tajo —manifestó—. Me ocuparé de ella si vuestros hombres, vuestros… Asha’man…

—Colavaere no es de tu incumbencia —replicó de malas maneras Rand—. Está viva y… Está viva, punto. —Inhaló larga, entrecortadamente. Min llegó junto a él antes de que Rand exhalara el aire; se limitó a quedarse a su lado, si bien parecía querer hacer algo más. Poco a poco, el semblante de Rand cobró firmeza—. Annoura, me conducirás hasta Berelain. Suéltala, Jahar, no causará ningún problema. No, siendo una sola contra nueve de nosotros. Quiero enterarme de qué ha estado tramándose mientras me encontraba ausente, Annoura. Y qué intención tenía Berelain al traerte aquí, a mis espaldas. No. Ni una palabra. Quiero que sea ella quien me conteste. Perrin, sé que querrás disponer de un rato con Faile. Yo…