Faile echó una rápida ojeada al grupo de gente que aún despejaba el Gran Salón. Los más próximos se hallaban a bastante distancia y todos metían mucho ruido, pero de todos modos bajó la voz.
—Las Aes Sedai pueden hacer ese tipo de cosas, según tengo entendido. Esposo mío, nadie sabe mejor que yo que hasta unas Aes Sedai tendrían muchas dificultades si intentaban hacerte bailar a su son como un títere, muchas más que con el hombre que es el Dragón Renacido, pero cuando entraste aquí, estaba más asustada de lo que me había sentido desde que te marchaste.
Al empezar a hablar, en su olor se mezcló otro divertido, como minúsculas burbujas en la nariz de él, y un cálido afecto, y amor, y el aroma personal de ella, claro, puro y fuerte, pero todo ello se desvaneció al final, dejando el tufillo tembloroso.
—Luz, Faile, lo que dijo Rand es cierto. Hasta la última palabra. Ya has oído a Dobraine, y a Aram. —Ella sonrió y asintió al tiempo que agitaba el abanico. Aquel tufillo seguía cosquilleando en su nariz, sin embargo. «Rayos y centellas, ¿qué hace falta para convencerla?»—. ¿Serviría de algo que Rand hiciera a Verin bailar el sa’sara? Lo hará, si él se lo ordena. —Lo dijo en broma. Lo único que sabía del sa’sara era que se trataba de un baile escandaloso; y que Faile había admitido en una ocasión que sabía bailarlo, aunque recientemente eludía el tema o lo negaba en redondo. Sí, lo había dicho en broma, pero ella cerró el abanico y se dio golpecitos con él en la muñeca. Ese significado sí que lo conocía Perrin: «Estoy planteándome seriamente tu sugerencia».
—No sé qué podría despejar las dudas, Perrin. —Un leve escalofrío la sacudió—. ¿Hay algo que no haga una Aes Sedai si se lo ordena la Torre Blanca? Estudié la historia de mi país, y me enseñaron a leer entre líneas. Mashera Donavelle tuvo siete hijos con un hombre al que odiaba, cuenten lo que cuenten los relatos, e Isebaille Tobanyi entregó a sus amados hermanos, y con ellos el trono de Arad Doman, a sus enemigos. Y Jestian Monterrojo… —Se estremeció, ahora palpablemente.
—Vamos, cálmate —musitó Perrin, rodeándola con sus brazos. También él había estudiado varios libros de historia, pero nunca había visto esos nombres. La hija de un noble recibía otra educación que el aprendiz de un herrero—. Es cierto, de veras.
Dobraine miró a otro lado, al igual que Aram, aunque su rostro esbozaba una sonrisa complacida. Faile se resistió al principio, pero sin mucho empeño. Perrin nunca estaba seguro de cuándo rechazaría un abrazo en público y cuándo lo aceptaría de buen grado, pero sí sabía que si no quería que la abrazara lo dejaba muy claro, de manera patente, con palabras o sin ellas. En esta ocasión apretó la cara contra su pecho y correspondió de igual modo, estrechándolo con fuerza.
—Si una Aes Sedai te hace daño alguna vez —susurró—, la mataré. —Perrin la creyó—. Me perteneces, Perrin t’Bashere Aybara. Eres mío.
También creyó eso. A la par que el abrazo de su mujer crecía en intensidad, del mismo modo lo hizo el picante olor a celos. Por poco soltó una queda risita. Por lo visto, el derecho a clavarle un cuchillo era exclusivo de ella. Sí, se habría echado a reír, a no ser por el tufillo a miedo, que no había desaparecido. Y por lo que había dicho sobre Maire. No podía percibir su propio olor, pero sabía que también estaba allí: miedo. El miedo de siempre y el nuevo, para la próxima vez.
El último noble acabó saliendo precipitadamente del Gran Salón sin que nadie hubiese acabado pisoteado. Tras mandar a Aram con el recado para Dannil de que llevara a los hombres de Dos Ríos a la ciudad —y preguntándose cómo iba a alimentarlos— Perrin ofreció el brazo a Faile y la condujo hacia las puertas, dejando a Dobraine con Colavaere, quien por fin empezaba a dar señales de estar recobrando el conocimiento. Perrin no quería estar presente cuando eso ocurriera, y Faile parecía desear lo mismo. Caminaron a buen paso, ansiosos por llegar a sus aposentos, aunque no necesariamente por las mismas razones.
Al parecer los nobles no habían dejado de correr una vez que hubieron salido del Gran Salón. Los pasillos estaban vacíos a excepción de los sirvientes, que mantenían gacha la vista y se movían con premura pero en silencio; sin embargo, apenas se habían alejado del Gran Salón cuando Perrin oyó pasos y comprendió que alguien los seguía. No parecía muy probable que Colavaere tuviera todavía partidarios, pero si quedaban algunos cabía la posibilidad de que quisieran atacar a Rand a través de su amigo, que se hallaba solo con su esposa, mientras que el Dragón Renacido estaba en algún otro sitio.
Empero, cuando Perrin giró velozmente sobre sus talones, con la mano sobre el hacha, en lugar de empuñar el arma se quedó mirando de hito en hito. Eran Selande y sus amigos; los que habían encontrado en el vestíbulo y otras ocho o nueve caras nuevas. Dieron un respingo al verlo volverse así, e intercambiaron miradas avergonzadas. Algunos eran tearianos, incluida una mujer más alta que todos ellos excepto uno de los cairhieninos. Vestía chaqueta y polainas ajustadas, igual que Selande y las demás mujeres, y llevaba una espada a la cadera. Perrin ignoraba que ese absurdo comportamiento se hubiera extendido a los tearianos.
—¿Por qué nos seguís? —demandó—. ¡Si lo que intentáis es involucrarme en vuestros estúpidos enredos, juro que os mandaré a todos de una patada desde aquí a Bel Tine! —Ya había tenido problemas con estos idiotas, o al menos con otros como ellos. En lo único que pensaban era en su honor, y celebraban duelos y se tomaban unos a otros como gai’shain. Esto último ponía a los Aiel realmente encrespados.
—Escuchad a mi esposo y obedeced —intervino secamente Faile—. No es un hombre con quien se pueda jugar.
Las expresiones boquiabiertas desaparecieron y todos a una empezaron a retroceder al tiempo que hacían reverencias, a cuál más exagerada. Seguían en ello cuando giraron en una esquina.
—Condenados niñatos, bufones de mierda —rezongó Perrin mientras ofrecía de nuevo el brazo a Faile.
—Mi esposo habla con la sabiduría que da la edad —musitó ella. Su tono era totalmente serio; su olor no.
Perrin se las apañó para no resoplar. Cierto, algunos de ellos quizá tenían sólo uno o dos años menos que él, pero todos se comportaban como críos, jugando a ser Aiel. Ahora, puesto que Faile parecía de buen humor, era el momento oportuno para entrar en materia y hablar de lo que tenían que hablar. De lo que él tenía que hablar.
—Faile, ¿cómo es que te convertiste en una de las damas de Colavaere?
—Una de las criadas, Perrin. —Habló quedamente; nadie que se hallara a dos pasos de ellos habría podido oírla. Estaba enterada de lo de su agudeza auditiva, y de lo de los lobos. Eso era algo que ningún hombre podía mantener oculto a su esposa. Faile se rozó la oreja con el abanico, advirtiéndole así que fuera cauto al hablar—. Mucha gente olvida que los sirvientes están ahí, pero tienen oídos y escuchan. En Cairhien más que en otros sitios, con diferencia. Yo diría que demasiado.
Ninguno de los criados que Perrin veía tenía la oreja puesta en lo que hablaban. Los pocos que no se escabullían por los pasillos laterales en cuanto los veían a Faile y a él, pasaban a su lado casi a la carrera, con la vista clavada en el suelo y retraídos. Cualquier noticia se propagaba rápidamente en Cairhien, de modo que los eventos acaecidos en el Gran Salón debían de haber corrido como el viento. A estas horas lo ocurrido había llegado a las calles y probablemente se estaba difundiendo fuera de la ciudad. A buen seguro había informadores de las Aes Sedai en Cairhien, y de los Capas Blancas, y seguramente de la mayoría de los tronos.
—Colavaere no perdió un instante en tomarme a su servicio en cuanto se enteró de quién era —prosiguió Faile en el mismo tono susurrante—. El nombre de mi padre la impresionó tanto como el de mi prima. —Acabó con un breve cabeceo, como si con eso lo explicara todo.