De repente advirtió que Jonan y Eben seguían en contacto con el saidin.
—Soltadlo —ordenó, cortante.
Era la orden que Taim utilizaba. Sintió que el Poder se desvanecía en ellos. Buenas armas. Hasta el momento. Mátalos antes de que sea demasiado tarde, murmuró Lews Therin. Rand cortó el contacto con la Fuente sin prisa; y con renuencia. Siempre detestaba desasirse de la vida, de la intensificación de los sentidos. De la lucha. En su interior, sin embargo, se mantenía en tensión, como un animal al acecho, presto para saltar, preparado para aferrarlo de nuevo. Ahora siempre lo estaba.
Tengo que matarlos, susurró Lews Therin.
Apartando la voz a un segundo plano, Rand envió al interior de palacio a una de las Doncellas, Nerilea, una mujer de rostro cuadrado, y empezó a pasear junto a las carretas; de nuevo las ideas se agolpaban en su mente, girando en un remolino más y más rápido que antes. No tendría que haber ido allí. Debería haber mandado a Fedwin, con una carta. Girando, girando. Elayne. Aviendha. Perrin. Faile. Annoura. Berelain. Mat… Luz, no tendría que haber ido. Elayne y Aviendha. Annoura y Berelain. Faile y Perrin y Mat. Destellos de color, secuencias fugaces que bordeaban el límite visual. Un demente mascullando furioso en la distancia.
Poco a poco empezó a escuchar a las Doncellas, que hablaban entre sí sobre el olor… dando a entender que provenía de los Asha’man. Querían que se las oyera o, en caso contrario, habrían recurrido al lenguaje de señas; había suficiente luz de luna para hacerlo. También suficiente claridad para advertir el rubor del semblante de Eben, y el modo en que Fedwin apretaba las mandíbulas. Tal vez habían dejado de ser muchachos; después de los pozos de Dumai, sí, ciertamente. No obstante, seguían teniendo quince o dieciséis años. Las cejas de Jonan se habían fruncido de tal modo que parecían arrojar sombra sobre sus ojos. Por lo menos ninguno había vuelto a aferrar el saidin. Todavía.
Iba a acercarse a los tres hombres, pero se limitó a hablar en voz lo bastante alta para que todos lo oyeran:
—Si yo soy capaz de aguantar las tonterías de las Doncellas, vosotros también.
Si acaso, el rubor del rostro de Eben se hizo más intenso. Jonan gruñó. Los tres saludaron a Rand llevando el puño al pecho y después se volvieron de manera que formaron un corrillo. Jonan dijo algo en voz baja al tiempo que miraba a las Doncellas, y Fedwin y Eben se echaron a reír. La primera vez que habían visto Doncellas habían vacilado entre mirar con ojos desorbitados a esas criaturas exóticas de las que sólo sabían lo que habían leído sobre ellas, y el deseo de huir antes de que los sanguinarios Aiel de los relatos los mataran. No había muchas cosas que los asustaran ahora. Tenían que aprender un nuevo concepto del miedo.
Las Doncellas miraron a Rand de hito en hito, y empezaron a hablar con el lenguaje de señas, riendo quedamente de vez en cuando. Por mucha que fuera su cautela hacia los Asha’man, siendo como eran Doncellas —siendo los Aiel como eran— el riesgo sólo hacía que las pullas resultaran más divertidas. Somara murmuró de manera audible algo sobre Aviendha haciéndole sentar cabeza, a lo que las otras respondieron con cabeceos de aprobación. Rand suspiró. En los relatos, nadie tenía una vida tan complicada.
Tan pronto como Nerilea regresó anunciando que había encontrado a Davram Bashere y a Bael, el jefe de clan que tenía el mando de los Aiel allí, en Caemlyn, Rand se quitó el cinturón con la espada, y Fedwin hizo otro tanto. Jalani cogió una bolsa de cuero más larga para que guardaran en ella las armas y el Cetro del Dragón, y la sostuvo como si dentro hubiera serpientes venenosas o algo muerto y putrefacto. Aunque, a decir verdad, no la habría sostenido con tanto reparo en ninguno de esos dos casos. Tras echarse encima una capa con embozo que Corana le tendió, Rand puso las manos a la espalda, juntas las muñecas, y Sulin se las ató con un cordón. Fuertemente, sin dejar de rezongar.
—Esto es una estupidez. Hasta los hombres de las tierras húmedas dirían que lo es.
Rand procuró contener una mueca de dolor. La Doncella era fuerte, y estaba haciendo uso de ello, sin contemplaciones.
—Te has escapado sin avisarnos demasiado a menudo, Rand al’Thor. No te preocupas nada de tu seguridad. —Lo consideraba un hermano de su misma edad, pero que a veces era irresponsable—. Las Far Dareis Mai defendemos tu honor, y tú no tienes cuidado.
Fedwin torció el gesto mientras le ataban las manos, aunque la Doncella que lo hacía no puso demasiado empeño. Observando la escena, Jonan y Eben se mostraban ceñudos. Les gustaba tan poco ese plan como a Sulin. Y, como ella, tampoco lo entendían. El Dragón Renacido no tenía que justificar sus actos, y el Car’a’carn rara vez lo hacía. Empero, nadie dijo una palabra. Un arma no protestaba.
Cuando Sulin rodeó a Rand y se situó frente a él, lo miró a la cara y se le cortó la respiración.
—Te hicieron esto —susurró, y llevó la mano al enorme cuchillo que llevaba en la cintura. La hoja de acero medía unos cuarenta centímetros y convertía el arma casi en una espada corta, pero sólo un necio diría tal cosa a un Aiel.
—Ponme la capucha —le dijo bruscamente Rand—. La razón de todo esto es que nadie me reconozca antes de que me haya reunido con Bael y Bashere. —Ella vaciló, mirándolo a los ojos—. He dicho que me la pongas —gruñó.
Sulin era capaz de matar a casi cualquier hombre sólo con sus manos, pero sus dedos le colocaron el embozo con gran delicadeza. Jalani soltó una risa al tiempo que le calaba la capucha hasta los ojos.
—Ahora puedes estar seguro de que nadie te reconocerá, Rand al’Thor. Tendrás que fiarte de nosotras para guiarte los pasos.
Varias Doncellas se echaron a reír. Rand se puso tenso y contuvo el impulso de aferrar el saidin. A duras penas. Lews Therin gruñó y farfulló. Rand se obligó a respirar normalmente. No estaba completamente a oscuras. Podía ver la luz de la luna por debajo del borde de la capucha. Aun así, trastabilló cuando Sulin y Enaila lo cogieron por los brazos y echaron a andar.
—Creí que eras lo bastante mayor para saber caminar mejor —rezongó Enaila con fingida sorpresa. La mano de Sulin se movió. Rand tardó unos segundos en comprender que le estaba acariciando el brazo.
Sólo veía lo que tenía justo delante de los pies; los adoquines del suelo del establo, bañados en luz de luna; después, peldaños de piedra, suelos de mármol alumbrados por lámparas, a veces cubiertos en el centro por una alfombra larga y estrecha. Forzaba los ojos al notar movimiento de sombras, aguzaba los sentidos para percibir la reveladora presencia del saidin o, peor aún, el cosquilleo que denunciaba a una mujer abrazando el saidar. Cegado así, tal vez no supiera que lo atacaban hasta que fuera demasiado tarde. Le llegaban los susurros de los sirvientes que se cruzaban con ellos en sus tareas nocturnas, pero nadie osó detener a cinco Doncellas que aparentemente escoltaban a dos prisioneros encapuchados. Con Bael y Bashere instalados en palacio y manteniendo el orden en Caemlyn con sus hombres, sin duda se habían visto cosas más raras en esos corredores. Era como caminar por un laberinto. Claro que había estado metido en uno u otro desde que había salido de Campo de Emond, incluso cuando había creído que avanzaba por un camino claro y despejado.
«¿Reconocería una senda así si la viera ahora? —se preguntó—. ¿O llevo tanto tiempo en esto que pensaría que era una celada?»
No hay caminos despejados. Sólo trampas encubiertas, lazos tendidos y oscuridad. El gruñido de Lews Therin sonó angustiado, desesperado. Como se sentía Rand.