—Esa mujer nueva servirá —musitó Chesa sin dejar de coser—. Las tearianas siempre se dan muchos aires, desde luego, pero Selane sabe lo que se requiere de una doncella de una dama. Meri y yo conseguiremos que se adapte muy pronto.
Sheriam puso los ojos en blanco, muy irritada. Egwene sonrió para sus adentros. Egwene al’Vere con tres doncellas para atenderla; tan increíble como la propia estola. Pero la sonrisa sólo duró un instante. También había que pagar a las doncellas. Una pequeña suma, en comparación con la soldada de treinta mil hombres, y no era apropiado que la Amyrlin se ocupara de lavar y remendar sus ropas, pero podría habérselas arreglado estupendamente sólo con Chesa. Y así lo habría hecho, si la decisión hubiese dependido de ella. Hacía menos de una semana que Romanda había decidido que la Amyrlin necesitaba otra doncella, y había encontrado a Meri entre los refugiados que se amontonaban por todos los pueblos por los que pasaban hasta que los vecinos los echaban. Para no ser menos, Lelaine había conseguido a Selane del mismo modo, entre los refugiados. Las dos mujeres estuvieron instaladas en la pequeña tienda de Chesa, apiñadas, antes de que Egwene se enterara siquiera de su existencia.
Era una situación absurda, viciada desde el arranque: tres doncellas cuando no había dinero suficiente para pagar al ejército a mitad de camino de Tar Valon, sirvientas que, además, le habían impuesto sin contar con su opinión; por añadidura, se daba la circunstancia de que ya tenía otra, aunque ésta no recibía un céntimo a cambio. Todo el mundo creía que Marigan era la criada de la Amyrlin, aunque no lo era realmente.
Debajo del tablero de la mesa sentía el peso de la escarcela, dentro de la cual estaba el brazalete. Tendría que llevarlo puesto más a menudo; era un deber. Manteniendo las manos debajo, sacó el brazalete y lo deslizó en su muñeca; se trataba de una banda de plata hecha de manera que el broche resultaba invisible una vez cerrado. Realizado con el Poder, el brazalete se cerró con un sordo chasquido, y Egwene estuvo a punto de quitárselo de inmediato.
Un cúmulo de emociones afloró en un rincón de su mente, así como una especie de conexión con otra conciencia; muy leve, cierto, como si se lo estuviera imaginando. Demasiado real, empero, para que fuese mera imaginación. El brazalete, la mitad de un a’dam, creaba un vínculo entre ella y la mujer que llevaba la otra mitad, un collar de plata del que su portadora no podía desprenderse. Sin abrazar el saidar, formaban un círculo de dos cuya dirección estaba siempre en poder de Egwene merced al brazalete. «Marigan» dormía en esos momentos, sus pies doloridos de caminar días y días; pero, aun dormida, el miedo era la sensación que llegaba hasta Egwene con más intensidad. Sólo la del odio la igualaba bastante en fuerza en el torrente de emociones que fluía a través del a’dam. El rechazo de Egwene a ponérselo se debía no sólo al persistente terror de la otra mujer, sino a haber llevado puesto el collar de un a’dam en cierta ocasión, y al hecho de saber quién era la persona que se hallaba al otro extremo del vínculo. Detestaba compartir algo con ella, por poco que fuera.
Sólo tres mujeres en el campamento estaban enteradas de que Moghedien, una Renegada, era una prisionera en medio de un montón de Aes Sedai. Si se descubría, Moghedien sería juzgada, neutralizada y ejecutada en breve plazo. Si se descubría, Egwene podría correr su misma suerte a no tardar, así como Siuan y Leane. Había otras dos mujeres que sabían quién era. En el mejor de los casos, sería despojada de la estola.
«Por ocultar a la justicia a una Renegada —pensó sombríamente—, tendría suerte si se conformaran con rebajarme a Aceptada». En un gesto inconsciente, toqueteó con el pulgar el anillo dorado de la Gran Serpiente que llevaba puesto en el índice de la mano derecha.
Claro que, por leve que pudiera ser tal castigo, no parecía probable. Le habían enseñado que la hermana más avisada y prudente era elegida Sede Amyrlin, pero ahora sabía que no era así. La elección de una Amyrlin era tan reñida como la de un alcalde en Dos Ríos, o tal vez más; en Campo de Emond nadie se molestaba en presentarse para disputar la candidatura de su padre, pero había oído comentarios sobre las elecciones en Deven Ride y Embarcadero de Taren. Siuan había sido nombrada Sede Amyrlin sólo porque las tres anteriores a ella habían muerto pocos años después de ocupar el solio. La Antecámara había querido que fuera una mujer joven. Hablar de la edad a una hermana era como mínimo tan insultante como abofetearla; empero, había empezado a hacerse una idea del promedio de vida de una Aes Sedai. Rara vez se escogía como Asentada a una mujer que no llevara el chal setenta u ochenta años como poco, y una Amyrlin más, generalmente. A menudo, mucho más. De modo que cuando las deliberaciones de la Antecámara habían llegado a un punto muerto de elegir entre cuatro hermanas ascendidas a Aes Sedai hacía menos de cincuenta años, y Seaine Herimon, del Ajah Blanco, había propuesto una mujer que había llevado el chal sólo diez, el que las Asentadas apoyaran su nombramiento pudo haberse debido tanto al agotamiento como a la capacitación de Siuan para desempeñar el cargo.
¿Y Egwene al’Vere, que a los ojos de muchas aún debería ser una novicia? Una figura decorativa, fácilmente manejable, una «chiquilla» que había crecido en el mismo pueblo que Rand al’Thor. Eso último había sido un elemento de mucho peso en la decisión. No la despojarían de la estola, pero la poca autoridad que había conseguido acumular con gran esfuerzo desaparecería. De hecho, Romanda, Lelaine y Sheriam podrían llegar a las manos disputándose cuál de ellas la dirigiría cogida por el cuello en adelante.
—Se parece mucho a un brazalete que Elayne solía llevar. —Los papeles apoyados en el regazo de Sheriam crujieron cuando la mujer se inclinó hacia Egwene para verlo mejor—. Y Nynaeve. Lo compartían, si no recuerdo mal.
Egwene dio un respingo. Había sido muy descuidada.
—Es el mismo —contestó—. Un regalo que me hicieron cuando se marcharon.
Giró la banda de plata en su muñeca, sintiendo un aguijonazo de culpabilidad. El brazalete estaba realizado con piezas segmentadas, pero de un modo tan diestro que apenas se advertía la unión entre unas y otras. Casi no había pensado en Nynaeve y Elayne desde su marcha a Ebou Dar. Quizá debería hacerlas regresar. Su búsqueda no daba frutos, al parecer, aunque ellas lo negaban. Sin embargo, si pudieran encontrar lo que andaban buscando…
Sheriam tenía el ceño fruncido, pero Egwene ignoraba si era por el brazalete o por otro motivo. Empero, no podía dejar que Sheriam prestara demasiada atención al brazalete; si por casualidad reparaba en que el collar que llevaba «Marigan» hacía juego con él, podrían plantearse preguntas muy embarazosas.
Egwene se levantó y se alisó la falda mientras rodeaba la mesa. Siuan había conseguido ciertas informaciones ese día; una de ellas podía ser de utilidad en ese momento. No era la única que tenía secretos. Sheriam pareció sorprenderse cuando Egwene se paró tan cerca de ella que le era imposible incorporarse.
—Hija, me he enterado de que pocos días después de que Siuan y Leane llegaron a Salidar partieron diez hermanas, de todos los Ajah excepto del Rojo. ¿Adónde fueron y por qué?
La única reacción de Sheriam fue estrechar ligeramente los ojos, pero para ella mantener el aire de serenidad resultaba tan fácil como llevar puesto un vestido.
—Madre, es difícil que pueda recordar todo lo…
—No intentes soslayar el tema, Sheriam. —Egwene se aproximó más a ella hasta que sus rodillas casi tocaron las de la otra mujer—. Nada de mentiras por omisión. Quiero la verdad.
Unas leves arrugas surcaron la tersa frente de Sheriam.
—Madre, aunque lo supiera, no podéis preocuparos por cada…
—La verdad, Sheriam. Toda la verdad. ¿O voy a tener que preguntar delante de la Antecámara al completo por qué no puedo obtener la verdad de mi Guardiana? La sabré, hija, de un modo u otro. La sabré.