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—Moghedien ha escapado —anunció sin preámbulos—. Un hombre le quitó el a’dam. Un hombre que puede encauzar. Creo que uno de los dos se llevó el collar consigo; que yo viera, no estaba en la tienda. Tal vez haya un modo de encontrarlo utilizando el brazalete; pero, si existe, yo lo ignoro.

Aquello bastó para echar abajo la actitud envarada de las otras dos. A Leane le flaquearon las piernas y se dejó caer como un saco de patatas en la banqueta que Chesa utilizaba algunas veces. Siuan tomó asiento lentamente en la yacija, con la espalda muy recta y las manos muy quietas sobre las rodillas. Incongruentemente, Egwene reparó en que el vestido azul de la mujer llevaba una greca teariana en el repulgo de la falda pantalón, con pequeñas flores blancas bordadas, y que hacía que pareciera una falda entera cuando estaba quieta. Otra greca trazaba una curva favorecedora en el corpiño. La preocupación por sus ropas, por que fuesen bonitas en lugar de sólo adecuadas, era ciertamente un pequeño cambio, por un lado, considerando que nunca se excedía; por otro lado, resultaba tan drástico como el de su rostro. Y un enigma. A Siuan le molestaban los cambios y se resistía a ellos. Salvo ése.

Leane, por su parte, había aceptado lo que había cambiado con el estilo de una verdadera Aes Sedai. De nuevo una mujer joven —Egwene había oído por casualidad a una Amarilla exclamar con asombro que las dos estaban en plenitud, en edad fértil, según los exámenes que les había practicado— actuaba como si nunca hubiese sido la Guardiana, como si aquél fuera su rostro de siempre. La anterior imagen de sentido práctico y eficiencia había dado paso a la seductora indolencia de una mujer domani. Hasta su vestido de montar estaba cortado al estilo de su tierra natal, y, aunque de seda, era tan fino que apenas resultaba opaco y de un color verde pálido nada práctico para viajar por calzadas polvorientas. Enterada de que al haber sido neutralizada se habían roto todos los vínculos y compromisos anteriores, Leane había escogido el Ajah Verde en lugar de regresar al Azul. El cambio de Ajah nunca se había hecho antes; claro que hasta entonces ninguna mujer había sido neutralizada y después curada. Siuan había vuelto al Ajah Azul, rezongando por el absurdo requisito de «rogar y solicitar su admisión» como rezaba la fórmula establecida.

—¡Oh, Luz! —exclamó Leane mientras caía en la banqueta con mucha menos gracia de la que era habitual en ella—. Tendríamos que haberla entregado para que fuera juzgada desde el primer día. Nada de lo que hayamos aprendido de ella merece que ahora vuelva a andar suelta por el mundo. ¡Nada!

La prueba de su estado conmocionado era que manifestara lo obvio, cosa que nunca hacía. Su cerebro no se había aletargado, por mucho que lo diera a entender su comportamiento de cara a los demás. Las domani podrían ser lánguidas y seductoras, pero también se sabía que como comerciantes no había quien les ganara en astucia y perspicacia.

—¡Maldición, rayos y…! Deberíamos haberla tenido vigilada —gruñó Siuan, prietos los dientes.

Egwene enarcó las cejas. Siuan debía de estar tan trastornada como Leane.

—¿Vigilada por quién, Siuan? ¿Por Faolain? ¿Por Theodrin? Ni siquiera saben que vosotras dos formáis también parte de mi grupo. —¿Grupo? Cinco mujeres. Y Faolain y Theodrin no eran unas partidarias entusiastas, precisamente; en especial Faolain. También podía contar con Nynaeve y Elayne, desde luego. Y con Birgitte, aunque no fuera Aes Sedai. Pero las tres estaban muy lejos. La astucia y el sigilo seguían siendo sus mejores bazas; aparte de que nadie esperaría algo así de ella—. ¿Cómo habría explicado a cualquiera por qué se suponía que debían vigilar a mi criada? En realidad ¿de qué hubiera servido hacerlo? Ha tenido que ser un Renegado. ¿De verdad crees que Faolain y Theodrin juntas podrían habérselo impedido? Ni siquiera estoy segura de haber podido hacerlo yo, incluso aunque me hubiese vinculado con Romanda y Lelaine. —Éstas eran las dos mujeres más fuertes en el Poder después de ella, tan fuertes como solía serlo Siuan.

Resultó obvio el esfuerzo de Siuan para borrar el gesto ceñudo, pero aun así no pudo menos de resoplar. Repetía muy a menudo que, ya que no podía ser Amyrlin, enseñaría a Egwene a ser la mejor Amyrlin que hubiese habido nunca, pero la transición de leona dominante a gata doméstica no era fácil. Por ello, Egwene le permitía tomarse libertades.

—Quiero que las dos preguntéis a los que estaban cerca de la tienda en la que dormía Moghedien. Alguien tiene que haber visto a ese hombre. Tuvo que venir a pie, porque corría demasiado riesgo de matarla si abría un acceso en un espacio tan reducido como el de la tienda, por pequeño que hiciese el tejido.

—¿Para qué molestarnos? —rezongó Siuan, que volvió a resoplar, más fuerte que la primera vez—. ¿Es que os proponéis ir tras ella como una necia heroína de una absurda historia de juglar y traerla de vuelta? ¿O quizá reducir de golpe a todos los Renegados? ¿O ganar la Última Batalla aprovechando que ya estáis metida en harina? Aunque diésemos una descripción precisa, de los pies a la cabeza, nadie podría distinguir a un Renegado de cualquier hombre. Nadie de aquí, en cualquier caso. ¡Esto es una mierda, peor que un asqueroso barril lleno de tripas de…!

—¡Siuan! —la interrumpió, cortante, Egwene, que se sentó más erguida en la silla. Dar un poco de cuartel estaba bien, pero sólo hasta un límite. Algo así no se lo consentía siquiera a Romanda.

El rubor tiñó poco a poco las mejillas de Siuan. Luchando para controlarse, se arregló la falda y evitó los ojos de Egwene.

—Perdonad, madre —dijo finalmente, intentando parecer sincera.

—Ha tenido un mal día, madre —intervino Leane con una sonrisa pícara; se le daba bien eso, aunque por regla general lo utilizaba para hacer que el corazón de un hombre latiera desbocado. No de un modo promiscuo, empero; tenía discernimiento y discreción de sobra para no caer en eso—. Claro que los tiene casi a diario. Debería aprender a no tirarle cosas a Gareth Bryne cada vez que se pone furiosa…

—¡Basta! —espetó Egwene. Leane sólo intentaba aliviar un poco la tensión de Siuan, pero no estaba de humor para esas tonterías—. Quiero saber todo lo que pueda descubrirse sobre quienquiera que liberó a Moghedien, incluso si era bajo o alto. Cualquier detalle nimio ayudará a que deje de ser una mera sombra deslizándose en la oscuridad. A no ser que tal cosa sea pedir más de lo que tengo derecho a pedir.

Leane permaneció en silencio, inmóvil, con los ojos fijos en las flores de la alfombra que tenía a los pies. El rubor se había extendido a todo el rostro de Siuan; considerando la palidez natural de su tez, ahora parecía una puesta de sol.

—Os… pido disculpas humildemente, madre. —Esta vez, su tono era arrepentido de verdad. Su imposibilidad de mirar a Egwene a los ojos resultaba obvia—. A veces cuesta mucho no… No, nada de excusas. Os pido perdón.

Egwene toqueteó su estola, dejando que el momento cobrara importancia por sí mismo, y clavó la vista, sin pestañear, en Siuan. Era algo que le había enseñado la propia Siuan, pero ésta parecía haberlo olvidado, ya que al cabo de unos instantes empezó a rebullir, incómoda, en el catre. Cuando se sabía que se tenía razón, el silencio actuaba como una aguijada, y esos aguijonazos llevaban la certeza de que uno se había equivocado. El silencio era un arma muy útil en ciertas situaciones.

—Puesto que no recuerdo qué era lo que tenía que perdonar —dijo Egwene al cabo, quedamente—, entonces no parece necesario que lo haga. Pero, Siuan… Que no se repita.