No perdió tiempo admirando la vista, sin embargo. Ese lugar albergaba peligros, algunos mortales. Estaba segura de saber cómo evitar estos últimos, pero uno de los existentes en ese lugar apuntaba directamente a ella si se demoraba excesivamente, y ser sorprendida en él resultaría, cuando menos, embarazoso. Manteniéndose ojo avizor —es decir, lo habría hecho así si allí tuviese ojos— se desplazó. No tuvo la impresión de moverse; más bien fue como si ella permaneciera quieta y aquel océano resplandeciente girara a su alrededor hasta que una luz en particular se detuvo ante ella. Todas las titilantes estrellas parecían iguales unas a otras, pero Egwene sabía que ése era el sueño de Nynaeve. Cómo lo sabía, eso era harina de otro costal; ni siquiera las Sabias comprendían qué originaba tal conocimiento.
Egwene se había planteado intentar buscar el sueño de Nicola y el de Areina. Una vez que los reconociera, sabía exactamente cómo meterles el miedo de la Luz hasta el tuétano, y le importaba un bledo que estuviese vedado hacerlo. El miedo a lo prohibido nunca la habría llevado hasta allí. Había hecho cosas que nunca se habían intentado, y no le cabía duda alguna de que volvería a actuar igual si fuese necesario. «Haz lo que debes y después paga por ello», le habían enseñado las mismas mujeres que después habían marcado esas zonas vetadas. Era el rechazo a admitir la deuda, la negativa a pagar el precio, lo que a menudo transformaba la necesidad en maldad. Pero, aun cuando esa pareja estuviera dormida, localizar el sueño de alguien en particular por primera vez era, en el mejor de los casos, una tarea ardua, sin garantías de éxito. Días —más bien noches— de esfuerzo podían acabar siendo infructuosos. Eso, al menos, era seguro. En consecuencia, había desechado la idea.
Se aproximó lentamente a través de la eterna oscuridad, aunque, de nuevo, dio la impresión de que ella permanecía quieta y era el punto de luz el que se iba haciendo más y más grande; primero, una perla brillante, después, una manzana iridiscente, luego, una luna llena, hasta que por último llenó todo su campo visual, todo el mundo, con su brillantez. No obstante, no lo tocó; todavía no. Un espacio más fino que un cabello permanecía entre medias. Muy, muy suavemente, buscó contacto con el brillo; careciendo como carecía de cuerpo, con eso ocurría igual que con lo de distinguir un sueño de otro: que no tenía explicación. Era su voluntad, según las Sabias, pero seguía sin comprender cómo era posible. Como si acercara un dedo a una burbuja de jabón, rozó el sueño con infinita delicadeza. La reluciente pared resplandecía como vidrio, latía como un corazón, delicada, pero viva. Un roce algo más firme, y podría «ver» dentro, «ver» lo que Nynaeve estaba soñando. Otro aún más firme, y de hecho podría entrar y ser parte del sueño. Aquello entrañaba peligro, sobre todo con alguien de mente fuerte; pero en cualquier caso mirar o entrar en él podía resultar embarazoso, por ejemplo, si la soñadora estaba soñando con un hombre por el que tenía particular interés. Cuando ocurría eso, uno podía pasarse media noche ofreciendo disculpas. También había otra posibilidad: con una especie de tirón suave, como quien hace rodar una delicada cuenta sobre el tablero de una mesa, sacar del sueño a Nynaeve y llevarla a otro de su propia creación, una parte del propio Tel’aran’rhiod, donde la tendría totalmente bajo su control. Tenía la certeza de que eso funcionaría. Ni que decir tiene que ésa era una de las cosas prohibidas, y dudaba mucho que a su amiga le hiciera gracia.
«Nynaeve, soy Egwene. No vuelvas, por ninguna circunstancia, hasta que encuentres el cuenco, ni hasta que pueda arreglar un problema con Areina y Nicola. Saben que estabas haciéndote pasar por Aes Sedai. Te lo explicaré mejor cuando te vea la próxima vez en la torre pequeña. Ten cuidado. Moghedien ha escapado».
El sueño parpadeó y desapareció, la burbuja de jabón se pinchó. A pesar del contenido del mensaje, Egwene se habría echado a reír si hubiese tenido garganta. Una voz incorpórea en el propio sueño podía causar un sobresalto, sobre todo si uno tenía miedo de que el dueño de la voz estuviera husmeando. Nynaeve no era de las que olvidaban aun cuando ocurriera por accidente.
El mar cuajado de lucecitas giró a su alrededor de nuevo hasta que Egwene se detuvo frente a otro punto luminoso: Elayne. Las dos mujeres seguramente estaban durmiendo a menos de diez metros la una de la otra en Ebou Dar, pero las distancias no tenían ningún significado aquí. O quizá lo tenían, pero distinto.
Esta vez, cuando dio su mensaje, el sueño palpitó y cambió. Aparentemente seguía siendo el mismo, pero a pesar de ello para Egwene sufrió una transformación. ¿Sus palabras habrían empujado a Elayne a otro sueño? Permanecerían, sin embargo, y las recordaría al despertar.
Ahora que había mojado un poco más las cuerdas de los arcos de Nicola y Areina, evitando que los utilizaran de inmediato, era el momento de dedicar su atención a Rand. Por desgracia, encontrar sus sueños sería tan inútil como hallar el de una Aes Sedai. Rand los escudaba de algún modo, al igual que hacían ellas, aunque aparentemente el escudo de un hombre difería del de una mujer. El escudo de una Aes Sedai semejaba un caparazón cristalino, aunque por su resistencia podría ser de acero. Egwene había perdido la cuenta de las muchas e infructuosas horas que había desperdiciado intentando mirar dentro del de Rand. Mientras que el sueño escudado de una hermana parecía incrementar el brillo al cerrarse a su escrutinio, el de Rand se empañaba. Era como tratar de ver a través de agua cenagosa; a veces se tenía la impresión de que algo se había movido en lo más hondo de aquellos remolinos parduscos, pero nunca se distinguía qué era.
El despliegue de puntos luminosos volvió a girar y a detenerse, y Egwene se aproximó al sueño de otra mujer. Con gran cautela. Eran tantas las cosas que las unían a Amys y a ella que se parecía mucho a escudriñar el sueño de su madre. A decir verdad, tenía que admitirlo, deseaba emular a Amys en muchos sentidos. Deseaba ganarse el respeto de la Sabia tanto como el de la Antecámara. Quizá, si tuviese que elegir, escogería el de Amys. Ciertamente no había una sola Asentada a quien apreciara tanto como a la Sabia. Desechando una repentina falta de seguridad en sí misma, Egwene trató de dar a su «voz» un tono más suave, pero fue en vano.
«Amys, soy Egwene. He de hablar contigo».
Iremos, murmuró una voz en respuesta. La voz de Amys.
Sobresaltada, Egwene retrocedió. Sintió ganas de reírse de sí misma. Tal vez era conveniente que se le recordara que las Sabias tenían muchos más años de experiencia en esto. Había ocasiones en que Egwene temía haberse dormido en los laureles, haberse vuelto demasiado cómoda, en lugar de trabajar con más ahínco sus habilidades con el Poder Único. Claro que, como para compensarlo, a veces todo lo demás le exigía un esfuerzo equiparable a intentar escalar un risco bajo la tormenta.
De pronto captó un movimiento justo al límite de su campo visual. Uno de aquellos puntos de luz se deslizaba por el mar de estrellas, aproximándose al suyo por voluntad propia, aumentando de tamaño. Sólo había un sueño que pudiera hacer tal cosa, el de una sola persona. Presa del pánico, huyó, deseando haber tenido garganta para gritar o incluso sólo maldecir. En especial a esa pequeña parte de sí misma que deseaba quedarse allí y esperar.
En esta ocasión las estrellas no se movieron siquiera, simplemente desaparecieron, y Egwene se encontró recostada contra una gruesa columna de piedra roja, jadeando como si hubiese corrido dos kilómetros a toda velocidad, el corazón latiéndole tan deprisa que parecía a punto de estallar. Al cabo de un momento, se miró a sí misma y empezó a reír, un tanto temblorosa, a la par que procuraba recobrar el aliento. Llevaba puesto un vestido de amplia falda en seda verde, adornado con franjas de bordados dorados en el repulgo y en el corpiño. Éste mostraba su escote bastante más de lo que jamás haría en el mundo de vigilia; un cinturón ancho, de oro tejido, ceñía su talle de manera que lo hacía parecer más fino de lo que era realmente. Claro que quizá lo era. Allí, en el Tel’aran’rhiod, uno podía ser como quisiera. Incluso cuando se deseaba de manera inconsciente, si no se estaba ojo avizor. Gawyn Trakand causaba unas reacciones en ella lamentables, muy lamentables.