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—Las hermanas que se oponen a Elaida me han nombrado su Amyrlin. Cuando Elaida sea destituida, yo ocuparé la Sede Amyrlin, en la Torre Blanca.

Añadió la estola de rayas a su vestimenta y aguardó. Les había mentido una vez, una seria transgresión conforme al ji’e’toh, y no estaba segura de cuál sería su reacción al enterarse de que les había ocultado eso hasta ahora. ¡Si por lo menos le creyeran! Se limitaron a mirarla fijamente.

—Es algo que hacen los niños —dijo cuidadosamente Melaine al cabo de un tiempo. Todavía no se le notaba el embarazo, pero ya poseía el resplandor interior que trasluce la mujer que está esperando un hijo, haciéndola más hermosa de lo habitual, así como un sosiego interno, inquebrantable—. Todos los niños quieren blandir lanzas, y todos quieren ser jefe de clan, pero finalmente se dan cuenta de que el jefe de clan rara vez danza las lanzas. Así que hacen un muñeco y lo colocan en un punto alto del terreno. —A un lado, el suelo se alzó de repente, desaparecidas las baldosas y sustituidas por un montón de piedra marrón abrasada por el sol. En lo alto había una figura con la vaga semejanza de un hombre, hecha con ramitas dobladas y trozos de tela—. Éste es el jefe de clan que los dirige para que dancen las lanzas, mientras él permanece en la colina, donde puede ver la batalla. Pero los niños corren hacia donde quieren, y su jefe de clan sólo es un muñeco de palos y harapos. —Un soplo de viento agitó las tiras de tela, haciendo hincapié en la vacuidad de la figura. A renglón seguido, la elevación y la figura desaparecieron.

Egwene inhaló hondo; le creían. Claro. Había expiado su mentira de acuerdo con el ji’e’toh, por decisión propia, y eso significaba que era como si nunca hubiese mentido. Debería habérselo figurado. No obstante, Melaine había puesto el dedo en la llaga respecto a su situación, como si llevase semanas viviendo en el campamento de las Aes Sedai. Bair miraba fijamente el suelo, sin querer ver su vergüenza. Por el contrario, Amys estaba sentada con la barbilla apoyada en la palma de la mano y sus azules ojos parecían querer penetrar hasta el fondo de su ser y hurgar en su corazón.

—Algunas me ven así. —Otra honda inhalación, y soltó toda la verdad—. La mayoría, salvo un puñado. Por ahora. Para cuando nuestra batalla haya terminado, sabrán que en verdad soy su jefa, y harán lo que yo diga.

—Regresa con nosotras —pidió Bair—. Tienes demasiado honor para mezclarte con esas mujeres. Sorilea ya ha escogido una docena de hombres jóvenes para que los conozcas en la tienda de vapor. Está deseosa de verte tejer una guirnalda nupcial.

—Espero que esté presente cuando me case, Bair. —Con Gawyn, confiaba; que lo vincularía a ella lo sabía por sus sueños, pero sólo la esperanza y la certeza de su amor le decían que se casarían—. Ojalá estéis todas vosotras, pero ya he hecho mi elección.

Bair habría seguido discutiendo, y también Melaine, pero Amys levantó la mano y las dos se callaron, aunque a regañadientes.

—Hay mucho ji en su decisión. Doblegará a sus enemigos a su voluntad, no huirá de ellos. Te deseo lo mejor en tu danza, Egwene al’Vere. —Amys había sido Doncella Lancera y a menudo pensaba todavía como una de ellas—. Siéntate, vamos.

—Su honor es suyo, cierto —manifestó Bair, que miraba ceñuda a Amys—, pero aún he de hacerle una pregunta. —Sus ojos, de color azul, tenían la apariencia acuosa de las personas viejas, pero cuando se volvieron hacia Egwene eran tan penetrantes como los de Amys—. ¿Traerás a esas Aes Sedai a arrodillarse ante el Car’a’carn?

Cogida por sorpresa, Egwene, que estaba sentándose, casi cayó de golpe el último palmo que la separaba de las baldosas. Sin embargo, en su respuesta no hubo vacilación.

—No puedo hacer tal cosa, Bair. Y tampoco lo haría si pudiese. Nuestra lealtad es para con la Torre, para las Aes Sedai como un todo, por encima incluso de la debida a los países de nuestro origen. —Eso era verdad, o se suponía que lo era, aunque Egwene se preguntaba cómo podía cuadrar tal afirmación con la rebelión de su grupo—. Las Aes Sedai ni siquiera juran lealtad a la Amyrlin, y desde luego a ningún hombre. Hacerlo sería como si tuvieseis que hincar la rodilla ante un jefe de clan. —Hizo una demostración utilizando el mismo método de Melaine, concentrándose en su realidad; el Tel’aran’rhiod era infinitamente maleable si se sabía cómo hacerlo. Más allá de Callandor, tres Sabias se arrodillaron ante un jefe de clan. El hombre guardaba un gran parecido con Rhuarc, y las mujeres, con las tres que tenía frente a ella. Mantuvo la imagen sólo un instante, pero Bair la miró y aspiró sonoramente por la nariz. La mera idea resultaba ridícula.

—No nos compares con esas mujeres. —Los verdes ojos de Melaine centelleaban con algo muy parecido a su anterior dureza, y su tono era tan afilado como una navaja.

Egwene se mordió la lengua. Parecía que las Sabias despreciaban a las Aes Sedai, a todas excepto a ella, o quizá sería más exacto decir que las desdeñaban. Pensó que tal vez les molestaban las profecías que las vinculaban a las Aes Sedai. Antes de que la Antecámara la emplazara para nombrarla Amyrlin, Sheriam y su grupo de amigas se habían reunido en este lugar con las tres Sabias, pero tales encuentros se habían interrumpido tanto por el hecho de que a ella la hubiesen mandado llamar como porque las Sabias se negaron a disimular su desdén. En el Tel’aran’rhiod, un enfrentamiento con alguien más familiarizado con el lugar podía ser mortificante en extremo. Hasta con ella misma guardaban cierta distancia ahora, y algunos asuntos no los trataban con ella, como por ejemplo lo que sabían sobre los planes de Rand. Antes había sido una de ellas, una aprendiza del caminar en los sueños; después, pasó a ser una Aes Sedai, incluso cuando todavía no sabían lo que acababa de contarles.

—Egwene al’Vere hará lo que deba hacer —manifestó Amys.

Melaine le dedicó una larga mirada mientras se ajustaba el chal de manera ostentosa, haciendo tintinear los collares de marfil y oro, pero no dijo nada. Amys parecía ahora más líder que nunca. Por lo que Egwene había visto, la única Sabia tratada con tanta deferencia por otras Sabias era Sorilea.

Bair había imaginado el servicio de té ante sí, como habría ocurrido en las tiendas, en una tetera dorada con leones tallados procedente de un país, una bandeja de plata con el borde cincelado a semejanza de una cuerda, de otro país, y tacitas verdes de la delicada porcelana de los Marinos. El té sabía a real, por supuesto; hasta se sentía cómo bajaba por la garganta. A pesar del leve gusto a bayas o hierbas dulces que no supo identificar, era demasiado amargo para el gusto de Egwene. Imaginó un poco de miel en el líquido y tomó otro sorbo. Demasiado dulce. Un poco menos de miel. Ahora tenía el punto justo de dulzor. Eso era algo que no podía hacerse con el Poder. Egwene dudaba que nadie tuviera la habilidad suficiente para tejer hilos de saidar lo bastante finos para retirar miel de un té.

Durante un momento se quedó sentada contemplando su taza, pensando en miel y en té y en hilos finos de saidar, pero no era por eso por lo que guardaba silencio. Las Sabias querían guiar a Rand tanto como Elaida o Romanda o Lelaine o como cualquier otra Aes Sedai. Naturalmente, sólo querían dirigir al Car’a’carn por el mejor camino para los Aiel, mientras que esas hermanas deseaban dirigir al Dragón Renacido hacia lo que era lo mejor para el mundo, a su modo de ver. No se excluía a sí misma. Ayudar a Rand, impidiendo que se enfrentara con las Aes Sedai sin remedio, también significaba guiarlo. «Sólo que yo tengo razón —se recordó—. Todo lo que hago es tanto por su propio bien como por el de los demás. Aparte de mí, nadie más piensa en lo que es mejor para él». Sin embargo, mejor sería no olvidar que esas mujeres eran algo más que simplemente sus amigas y seguidoras del Car’a’carn. Estaba aprendiendo que nadie era simplemente esto o aquello.