—Mantendremos como información confidencial lo que nos has contado, Egwene al’Vere —manifestó gravemente Amys.
Egwene parpadeó, sorprendida, por la prontitud con que habían accedido. Claro que quizá no tenía tanto de sorprendente habida cuenta de que para ellas el Car’a’carn era sólo otro jefe, aunque de más rango, y ciertamente las Sabias tenían fama de ocultar a un jefe cosas que en su opinión no debía saber.
No quedaba mucho más que decir después de eso, si bien charlaron un rato mientras tomaban el té. Egwene deseaba ardientemente recibir una lección sobre caminar en los sueños, pero no podía pedirlo estando Amys presente. Amys se marcharía en tal caso, y ella deseaba la compañía de la Sabia más que aprender. Respecto a lo que estaba haciendo Rand actualmente, lo más que llegó a saber por las Sabias fue cuando Melaine rezongó que el Car’a’carn tendría que acabar con los Shaido y con Sevanna de una vez por todas, y tanto Bair como Amys le asestaron una mirada tan ceñuda que Melaine se puso colorada hasta las orejas. Después de todo, Sevanna era una Sabia, como Egwene sabía por propia y amarga experiencia. Ni siquiera se permitiría al Car’a’carn interferir con una Sabia aunque fuese Shaido. Tampoco Egwene podía darles detalles de sus circunstancias. Que ellas se hubiesen saltado la parte más humillante del asunto no hacía que menguara la vergüenza que sentiría hablando de ello. Resultaba muy difícil no volver al estilo de comportamiento, incluso de pensar, de los Aiel cuando se estaba con ellos; en realidad, Egwene creía que también sentiría vergüenza aunque nunca hubiese convivido con los Aiel. Además, por el modo en que se comportaban últimamente, el único tipo de consejo que le ofrecerían respecto a cómo vérselas con Aes Sedai era de una índole que ni siquiera Elaida intentaría seguir. El resultado, por inaudito que pudiera parecer, podría ser un motín de las Aes Sedai. Peor aun, las Sabias ya tenían una opinión bastante mala de las Aes Sedai sin necesidad de que ella echase más leña al fuego. Egwene deseaba crear un vínculo entre las Sabias y la Torre Blanca con el tiempo, pero eso no ocurriría nunca a menos que se las ingeniara para sofocar esa lumbre que ya ardía. Otra cosa que todavía no tenía idea de cómo hacer.
—He de irme —dijo al cabo mientras se ponía de pie. Su cuerpo yacía dormido en la tienda, pero no se descansaba lo suficiente mientras se estaba en el Tel’aran’rhiod. Las otras también se levantaron—. Espero que todas tengáis mucho cuidado. Moghedien me odia, y no sería de extrañar que intentara hacer daño a cualquiera que sea mi amiga. Sabe muchísimo del Mundo de los Sueños. Por lo menos tanto como sabía Lanfear. —Era todo lo más que podía decirles para que estuviesen alertas sin manifestar que Moghedien quizá sabía mucho más que ellas. El orgullo Aiel podía ser muy susceptible. No obstante, las Sabias entendieron perfectamente lo que quería decirles, y no se dieron por ofendidas.
—Si los Depravados de la Sombra pretendieran hacernos daño —comentó Melaine—, creo que ya lo habrían intentado a estas alturas. Quizá piensen que no somos una amenaza para ellos.
—Hemos vislumbrado personas que deben de ser caminantes de sueños, incluidos hombres. —Bair sacudió la cabeza con incredulidad; a pesar de lo que sabía sobre los Renegados, seguía pareciéndole tan inaudito que hubiese caminantes de sueños varones como serpientes con patas—. Nos evitan. Todos ellos.
—Creo que somos tan fuertes como ellos —añadió Amys. En lo relativo al Poder Único, ella y Melaine no eran más fuertes que Theodrin y Faolain, lo que estaba lejos de significar que fueran débiles; de hecho, superaban a la mayoría de las Aes Sedai, pero también estaban lejos de igualar la fuerza de un Renegado. Empero, en el Mundo de los Sueños, el conocimiento del Tel’aran’rhiod a menudo era tan poderoso como el saidar, a veces más incluso. Allí, Bair se hallaba a la par con cualquiera de las hermanas—. Pero tendremos cuidado. El enemigo al que subestimas es el que te mata.
Egwene tomó la mano de Amys y la de Melaine, y habría cogido también la de Bair si hubiese existido un modo de hacerlo. Al no ser así, la incluyó con una sonrisa.
—Nunca podré explicaros con palabras lo mucho que vuestra amistad significa para mí, lo que significáis vosotras. —A pesar de todo, eso era verdad—. El mundo entero parece estar cambiando de segundo en segundo. Vosotras tres sois uno de los contados puntos estables que quedan.
—El mundo está cambiando constantemente —dijo tristemente Amys—. Hasta las montañas se erosionan con el viento, y nadie puede subir la misma colina dos veces. Espero que siempre seamos amigas a tus ojos, Egwene al’Vere. Que encuentres siempre agua y sombra.
Sin más, desaparecieron, de vuelta a sus cuerpos.
Por primera vez, Egwene permaneció mirando, absorta, a Callandor, pero sin verla, hasta que de pronto se sacudió con ademán exasperado. Había estado pensando en el infinito campo de estrellas. Si se quedaba esperando el tiempo suficiente allí, el sueño de Gawyn volvería a encontrarla, la envolvería igual que lo harían sus brazos un momento después. Era una forma agradable de pasar el resto de la noche. Y un modo infantil de perder el tiempo.
Se obligó a regresar a su cuerpo dormido, pero no en un sueño corriente. Ya no lo hacía nunca. Ese rincón de su mente permanecía alerta en todo momento, catalogando los sueños, reteniendo en la memoria aquellos que predecían el futuro o que por lo menos daban alguna vislumbre del posible curso que podría tomar. Por lo menos ahora era capaz de hacer eso, aunque el único que había sabido interpretar hasta el momento era el que pronosticaba que Gawyn sería su Guardián. Las Aes Sedai llamaban a este Talento el Sueño, y Soñadoras a las mujeres que poseían ese don, todas salvo ella muertas hacía mucho tiempo, y sin embargo, como ocurría con caminar en los sueños, no tenía nada que ver con el Poder Único.
Quizá fuera inevitable que soñara primero con Gawyn, ya que había estado pensando en él.
Egwene se encontraba en medio de una vasta cámara en penumbra, donde todo en derredor resultaba impreciso. Todo salvo Gawyn, que se acercaba lentamente a ella. Un hombre alto, apuesto —¿había pensado alguna vez que Galad, su hermanastro, era más guapo que él?—, con el cabello dorado y los ojos del color azul más maravilloso que haber podía. Aún le faltaba un trecho por recorrer, pero la había visto; su mirada estaba clavada en ella como la de un arquero en la diana. Un apagado sonido, de algo crujiendo y desmenuzándose, le hizo bajar la vista al suelo. Y sintió que un grito subía a su garganta. Descalzo, Gawyn caminaba sobre un suelo de cristales rotos, y los fragmentos se partían con cada uno de sus lentos pasos. A pesar de la mortecina luz, Egwene podía ver el rastro de sangre que sus pies cortados iban dejando. Alzó bruscamente una mano, intentó gritar para que se detuviera, trató de correr hacia él, pero de repente se encontró en otro lugar.
Como ocurría en los sueños, Egwene flotaba sobre una calzada recta y larga que atravesaba una llanura herbosa; observaba fijamente a un hombre que montaba un corcel negro: Gawyn. Entonces se encontró de pie en mitad de la calzada, delante del jinete, y él sofrenó su montura. No porque esta vez la hubiese visto, sino porque la calzada, que antes era recta, ahora se bifurcaba exactamente en el punto en el que ella se hallaba parada, y los ramales se perdían por encima de altas colinas de manera que no podía verse lo que había más allá. Pero ella lo sabía, sin embargo. Uno de los caminos llevaba a una muerte violenta; el otro conducía a una larga vida y una muerte en la cama. En uno de ellos, Gawyn se casaría con ella; en el otro no. Egwene sabía lo que había más adelante, pero no cuál de ellos conducía a qué. De repente Gawyn la vio, o eso pareció, y sonrió; después dirigió al caballo hacia uno de los caminos… Y Egwene se encontró en otro sueño. Y en otro. Y en otro. Y en otro.