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No todos tenían relación con el futuro. Sueños de estar besando a Gawyn, de correr por un fresco prado en primavera, con sus hermanas, como habían hecho de niñas, surgieron junto con pesadillas en las que unas Aes Sedai blandiendo varas la perseguían por corredores interminables, o en las que cosas informes saltaban de las sombras por doquier, o una Nicola sonriente la denunciaba a la Antecámara y Thom Merrilin se adelantaba para dar testimonio. Ésos los descartó; los demás los guardó para rememorarlos y repasarlos con la esperanza de lograr entender su significado.

Se encontró ante un muro inmenso, arañándolo, tratando de romperlo con las manos desnudas. No estaba hecho de ladrillos ni de piedras, sino de miles y miles de discos, cada uno de ellos la mitad blanco y la mitad negro: el antiguo símbolo Aes Sedai, igual a los siete sellos que en su momento habían cerrado la prisión del Oscuro. Ahora varios de esos sellos estaban rotos, a pesar de que ni siquiera el Poder Único podía partir el cuendillar, y el resto se habían vuelto frágiles, por alguna razón. Empero, el muro aguantaba firme por mucho que lo golpeaba. Era incapaz de romperlo. Tal vez lo importante era el símbolo. Tal vez lo que intentaba destruir era a las Aes Sedai, a la Torre Blanca. Tal vez…

Vio a Mat sentado en lo alto de una colina envuelta en la noche; contemplaba una grandiosa exhibición de fuegos artificiales de los Iluminadores. De repente, alzó bruscamente una mano y asió una de aquellas luces que estallaban en el cielo. Flechas de fuego salieron disparadas de su puño apretado, y una sensación de intenso miedo se apoderó de Egwene. Por eso morirían hombres. El mundo cambiaría. Pero el mundo ya había comenzado a cambiar; siempre lo hacía.

Unas correas ceñidas a su cintura y a sus hombros la mantenían inmovilizada sobre el tajo, y el hacha del verdugo descendió, pero sabía que alguien, en alguna parte, estaba corriendo, y que si corría lo bastante deprisa el hacha se detendría. Si no… En el rincón de su mente, Egwene se estremeció sacudida por un escalofrío.

Logain, riendo, caminó sobre algo en el suelo y subió a una piedra. Cuando Egwene miró hacia abajo, le pareció que era el cadáver de Rand sobre lo que había caminado; el cuerpo de Rand, tendido en un féretro, con las manos cruzadas sobre el pecho. Pero, cuando Egwene le tocó la cara, ésta se partió bajo sus dedos como un títere de papel.

Un halcón dorado extendió las alas y la tocó, y ella y el halcón se hallaban unidas de algún modo, pero lo único que sabía es que el ave era hembra. Un hombre yacía moribundo en un estrecho catre, y era importante que no muriera; pero fuera se estaba preparando una pira funeraria y unas voces entonaban cantos de gozo y tristeza. Un joven oscuro sostenía en la mano un objeto tan brillante que Egwene no alcanzaba a ver qué era.

Y los sueños siguieron llegándole, y Egwene los apartaba y clasificaba febrilmente, intentado comprenderlos desesperadamente. No había descanso en ello, pero había que seguir adelante. Haría lo que debía hacer.

11

Un juramento

Ordenasteis que se os despertara antes de salir el sol, madre.

Egwene abrió los ojos enseguida —había marcado de antemano despertarse a cierta hora, escasos segundos más tarde— y a despecho de sí misma echó la cabeza hacia atrás, contra la almohada, retirándose de la cara que había sobre ella. Severa bajo una fina película de transpiración, no era una imagen agradable para ver nada más despertar. La actitud de Meri era perfectamente respetuosa, pero su menuda y afilada nariz, el permanente gesto de la boca curvada hacia abajo por las comisuras, y los oscuros ojos cargados de censura ponían de manifiesto que nunca había visto a nadie la mitad de bueno de lo que debería o pretendía ser, y su tono frío daba un sentido completamente distinto a sus palabras.

—Espero que hayáis dormido bien, madre —dijo, mientras que con su expresión manifestaba una acusación de pereza. Su cabello negro, peinado en prietos moños sobre las orejas, parecía atirantar dolorosamente su rostro. La ropa austera, de un apagado color gris oscuro, que llevaba siempre por mucho que la hiciera sudar contribuía a reforzar el aire lóbrego que irradiaba de la mujer.

Egwene bostezó; lástima que no hubiera conseguido disfrutar de un poco de descanso de verdad. Se levantó del estrecho catre, se frotó los dientes con sal, y se lavó la cara y las manos mientras Meri le preparaba el vestido, las medias y una muda limpia. Luego tuvo que sufrir que la peinara. Porque «sufrir» era la palabra adecuada.

—Me temo que para desenredar estos nudos tendré que daros tirones, madre —murmuró la desabrida mujer mientras pasaba el cepillo por el pelo de Egwene, que estuvo a punto de contestar que no se lo había enredado a propósito mientras dormía.

—Tengo entendido que descansaremos hoy aquí, madre.

Haraganería, parecía decir el reflejo de Meri en el espejo.

—Este tono azul hará resaltar vuestra tez, madre —comentó Meri mientras abrochaba los botones del vestido a Egwene, en tanto que el gesto de su cara era una acusación de vanidad.

Sintiendo un gran alivio al pensar que esa noche sería Chesa quien la atendería, Egwene se puso la estola y se marchó casi sin dar tiempo a que la mujer terminara.

Ni siquiera un filo del sol asomaba aún por las colinas del este. El paisaje en derredor se encorvaba por doquier en lomas y montículos irregulares que en algunos casos tenían decenas e incluso cientos de metros de altura; muchos daban la impresión de que unos monstruosos dedos los hubiesen estrujado. Las sombras de la penumbra bañaban el campamento, extendido en uno de los amplios valles que había entre las elevaciones, pero la gente ya estaba despierta en aquel calor que nunca cesaba del todo. El olor de desayunos preparándose impregnaba el aire, y, aunque no con las prisas de un día normal de marcha, había personas atareadas, moviéndose de aquí para allí. Las novicias, con sus vestidos blancos, iban y venían casi a la carrera; una novicia lista siempre realizaba sus tareas tan deprisa como podía. Ni que decir tiene que los Guardianes no parecían moverse con premura, pero hasta los sirvientes que llevaban los desayunos a las Aes Sedai parecían caminar a zancadas esa mañana. O casi, en comparación con las novicias. Todo el campamento estaba sacando provecho de la parada de un día. Un repiqueteo metálico y una maldición cuando se soltó una palanca articulada, con la que se levantaban y fijaban grandes pesos, indicó que los carreteros estaban haciendo reparaciones; el lejano martilleo revelaba que los herreros se dedicaban a cambiar las herraduras gastadas de los caballos. Una docena de fabricantes de velas ya tenían colocados en hilera sus moldes y los cazos puestos al fuego para derretir los churretes de cera trabajosamente reunidos y los restos de todas las velas que ya habían ardido. Sobre las lumbres, otras ollas más grandes y negras calentaban el agua para baños y coladas, y hombres y mujeres amontonaban ropas cerca de ellas. Egwene apenas prestó atención a toda aquella actividad.

La cosa era que estaba segura de que Meri no lo hacía a propósito; no podía evitar tener esa cara. Aun así, tenerla de doncella era tan desagradable como tener a la propia Romanda. La idea hizo que se echara a reír. Si Romanda fuera doncella de una dama, a no tardar tendría a su señora más derecha que una vela, y enseguida sería ella la que daría órdenes y la otra la que correría a obedecer para cumplir encargos. Un cocinero de cabello gris hizo una pausa en su tarea de rastrillar las ascuas de un horno de hierro para devolverle una sonrisa divertida, como compartiendo su buen humor. Durante un instante, al menos. Hasta que cayó en la cuenta de que estaba sonriendo a la Sede Amyrlin, no sólo a una joven que pasaba por allí, y la sonrisa se torció en su boca al tiempo que realizaba una brusca reverencia para, acto seguido, volver a su trabajo.