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Lelaine daba más libertad a sus seguidoras que Romanda a las suyas, o tal vez era que no tenía un control tan férreo, aunque no era precisamente blando.

—Tenéis que hablar con ella, madre. —Cuando quería, Lelaine sabía dar calidez a su sonrisa. Siuan decía que hubo un tiempo en que habían sido amigas; de hecho, había acogido su vuelta con una versión de bienvenida. Sin embargo, a Egwene esa sonrisa le parecía una herramienta pulida con la práctica.

—¿Para decirle qué? —Luz, cómo deseaba poder aliviar el dolor de cabeza con un suave masaje. Esas dos se aseguraban de que la Antecámara aprobase sólo lo que cada una de ellas quería, y ciertamente poco de lo que sugería Egwene, con el resultado de que al final no se aprobaba nada, ¿y ahora querían que ella intercediera con una Asentada? Delana apoyaba sus propuestas, cierto; cuando le convenía. Delana era una veleta que cambiaba de dirección con cada soplo del viento, y si se volvía en la dirección de Egwene con bastante frecuencia últimamente eso no significaba gran cosa. El Ajah Negro parecía su único norte. ¿Por qué tardaba tanto Siuan?

—Para decirle que se olvide de ello, madre. —La sonrisa y el tono de Lelaine eran los que utilizaría una madre con su hija—. Esa estupidez, peor que estupidez, tiene a todo el mundo en ascuas. Algunas de las hermanas empiezan incluso a creer en ello, madre. No pasará mucho tiempo antes de que la idea se propague a la servidumbre y a los soldados. —La mirada que dirigió a Bryne estaba cargada de dudas. El hombre parecía estar intentando charlar con Myrelle, que a su vez observaba fijamente al grupo protegido por la salvaguarda mientras sus manos enguantadas jugueteaban sin parar con las riendas.

—Creer lo que es obvio no es una estupidez —espetó Romanda—. Madre… —En su boca, esa palabra sonaba totalmente como si hubiese dicho «muchacha»—, la razón por la que hay que parar a Delana es porque con ello no hace ningún bien y sí ocasiona un considerable perjuicio. Tal vez Elaida sea una Negra, aunque lo dudo seriamente, a pesar de todas las habladurías que esa mujerzuela, Halima, trajo consigo. Elaida es obcecada hasta el desatino, pero no puedo creer que haya maldad en ella. No obstante, si la hay, proclamarlo a los cuatro vientos sólo conseguirá que la gente desconfíe de todas las Aes Sedai y que el Ajah Negro se oculte con mayor empeño. Hay métodos para descubrirlas, si no las asustamos y las hacemos huir.

La aspiración por la nariz que hizo Lelaine casi sonó como un resoplido desdeñoso.

—Aun en el caso de que esa tontería fuera cierta, ninguna hermana con amor propio se sometería a tus «métodos», Romanda. Lo que has sugerido se parece mucho a ser sometida a un interrogatorio.

Egwene parpadeó desconcertada; ni Siuan ni Leane le habían hecho ni la menor insinuación sobre eso. Por suerte, las Asentadas no le estaban prestando atención para advertir su reacción. Como siempre.

Puesta en jarras, Romanda se giró hacia Lelaine.

—Las situaciones extremas requieren acciones extremas. Alguien podría preguntarse por qué una Aes Sedai antepone su dignidad a la posibilidad de desenmascarar a servidoras del Oscuro.

—Ese comentario lleva una peligrosa connotación de acusación —dijo Lelaine, estrechando los ojos.

Romanda era la que sonreía ahora; una mueca fría, dura como el pedernal.

—Seré la primera en someterme a mis «métodos», Lelaine, si tú lo haces a continuación.

Lelaine gruñó y dio un paso hacia la otra mujer, y Romanda se inclinó hacia ella, adelantando la barbilla. Parecían dispuestas a agarrarse del pelo y a rodar por el suelo, y al infierno con la dignidad Aes Sedai. Varilin y Takima se miraban furibundas, como dos doncellas respaldando a sus señoras, una semejando una grulla y la otra una gallina, ambas con las plumas encrespadas. Las cuatro parecían haberse olvidado completamente de Egwene.

Siuan llegó corriendo, sujetándose un amplio sombrero de paja y llevando de las riendas una gorda yegua parda, con pelaje blanco en las patas traseras, como si llevara calcetines; se frenó en seco al ver al grupo protegido por la barrera. Uno de los mozos la acompañaba, un tipo larguirucho vestido con chaleco largo y desgastado y camisa con remiendos, que sujetaba las riendas de un ruano. Las salvaguardas eran invisibles para él, pero el saidar no ocultaba los rostros de las cuatro mujeres. El chico abrió mucho los ojos y empezó a lamerse los labios. A decir verdad, la gente que pasaba cerca daba un rodeo a la tienda y fingía no haber visto nada, tanto si eran Aes Sedai, como Guardianes, como sirvientes. Únicamente Bryne tenía el ceño fruncido y las observaba como preguntándose qué estarían hablando. Myrelle estaba ocupada en colocar mejor las alforjas de su montura, evidentemente a punto de partir.

—Cuando hayáis decidido qué he de decirle —anunció Egwene—, entonces podré decidir qué hacer.

Realmente se habían olvidado de ella. Las cuatro la miraron sin salir de su asombro mientras pasaba entre Romanda y Lelaine y atravesaba la doble barrera de salvaguardas. No sintió nada al rozar el tejido, naturalmente; nunca se hacían para detener algo tan sólido como un cuerpo humano.

Cuando montó en el ruano, Myrelle inhaló profundamente e hizo lo mismo con aire resignado. Las salvaguardas habían desaparecido, aunque el brillo del saidar envolvía todavía a las dos Asentadas, ambas la viva imagen de la frustración. Egwene se puso a toda prisa el fino guardapolvo que habían dejado en la parte delantera de la silla, así como los guantes de montar que iban metidos en un bolsillo del guardapolvo. De la perilla de la silla colgaba un sombrero de ala ancha, de color azul profundo, a juego con el vestido, con un ramillete de plumas blancas sujeto con un alfiler en la parte delantera; señalaba a gritos la mano de Chesa. Una cosa era que el calor no la afectara y otra muy distinta que hiciera caso omiso del resol. Quitó el alfiler y las plumas, que guardó en una alforja, se puso el sombrero y anudó las cintas bajo la barbilla.

—¿Nos vamos, madre? —preguntó Bryne. Ya estaba montado, y el yelmo que antes colgaba de la silla ahora oscurecía su rostro tras las barras metálicas de la visera. En él parecía muy natural, como si hubiese nacido para llevar armadura.

Egwene asintió. No hubo ningún intento de detenerlos. Lelaine no se rebajaría a gritar «¡alto!» en público, pero Romanda… Egwene sintió una gran sensación de alivio a medida que se alejaban, aunque su cabeza parecía a punto de estallar. ¿Qué iba a hacer con Delana? ¿Qué podía hacer?

La calzada principal de esa zona, una ancha franja de tierra prensada hasta tal punto que nada levantaba polvo de ella, se extendía a lo largo del sector que separaba el campamento del ejército del de las Aes Sedai. Bryne la cruzó y continuó a través del resto de las tiendas de los soldados del otro lado.

Aunque el campamento del ejército lo componía un número de gente treinta veces superior al que ocupaba el de las Aes Sedai, parecía haber pocas más tiendas que las destinadas a las hermanas y a quienes las servían, todas esparcidas por las zonas llanas así como por las laderas de las colinas. La mayoría de los soldados dormían al raso. Claro que hacía tanto tiempo que no llovía que costaba recordar cuándo había sido la última vez, y tampoco se veía una sola nube en el cielo. Cosa extraña, allí había más mujeres que en el campamento de las hermanas, aunque a primera vista daba la impresión de que fueran menos al estar entre tantos hombres. Las cocineras atendían las grandes marmitas y las lavanderas hacían la colada, grandes montones de ropas apiladas, en tanto que otras trabajaban con los caballos o las carretas. Un gran número de ellas parecían ser esposas de soldados; al menos, se las veía sentadas aquí y allí cosiendo o zurciendo vestidos y camisas o removiendo el guiso de ollas pequeñas. Había armeros casi en cualquier dirección que Egwene miraba; los martillos resonaban al golpear el acero contra los yunques, y los flecheros iban añadiendo nuevos proyectiles a los montones que tenían a sus pies, en tanto que herreros y mozos revisaban los caballos. Había cientos, tal vez miles, de carretas de todo tipo y tamaño por doquier; al parecer el ejército iba recogiendo a todos los que encontraba en el camino. La mayoría de los encargados de obtener provisiones ya se habían marchado con los vehículos, pero todavía se veían unos cuantos carros de ruedas altas que se alejaban lentamente, traqueteando, en busca de granjas y pueblos. Aquí y allí, los soldados lanzaban vítores a su paso: «¡Lord Bryne!», «¡El toro! ¡El toro!» Ése era el escudo de armas del general.