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Egwene se preguntó si habría algún modo de convencer a granjeros y aldeanos de que había una diferencia entre los bandidos y el ejército. Lo deseaba, y mucho, pero no veía cómo, a menos que dejara que sus soldados empezaran a pasar hambre hasta que desertaran. Si las hermanas eran incapaces de diferenciar entre los bandidos y la Compañía, difícilmente podrían hacerlo las gentes del campo. La granja fue quedando atrás, y Egwene tuvo que resistir la tentación de girarse en la silla y mirar hacia allí. Con eso no cambiaría nada.

Tal como había prometido lord Bryne, poco después llegaron a su destino. A unos cinco kilómetros del campamento —en línea recta, se entiende; por la ruta que habían seguido a través de la campiña el recorrido era el doble— rodearon la corvadura de una ladera, salpicada de arbustos y árboles, y frenaron las monturas. El sol estaba a mitad de camino del cenit; allá abajo se extendía la línea de otra calzada, más estrecha y bastante más sinuosa que la que cruzaba el campamento.

—Pensaron que si viajaban de noche conseguirían eludir a los bandidos —dijo Bryne—. No era una mala idea, a la vista de los resultados, o en caso contrario es que tienen la suerte del Oscuro. Vienen de Caemlyn.

Una caravana de mercaderes, alrededor de unas cincuenta carretas grandes tiradas por troncos de diez caballos, ocupaba la calzada, bajo la atenta vigilancia de otros soldados de Bryne. Unos cuantos de esos soldados habían desmontado y supervisaban el trasiego de barriles y sacos de las carretas de los mercaderes a la media docena que llevaban ellos. Una mujer ataviada con un sencillo vestido oscuro agitaba los brazos y señalaba enérgicamente tal o cual producto, ya fuera protestando o regateando, pero sus compañeros formaban un hosco y silencioso grupo. Un poco más adelante de la calzada, un roble aparecía decorado con unos frutos macabros: hombres ahorcados de cada una de las desnudas ramas; desnudas, salvo por los cuervos. El número de aves era lo bastante copioso para que diera la impresión de que el árbol tenía hojas negras. Esos carroñeros tenían algo más que simples peces para alimentarse. Ni siquiera desde esa distancia era un espectáculo que ayudara a calmar la jaqueca de Egwene o su estómago revuelto.

—¿Era esto lo que queríais que viera? ¿Los mercaderes o los bandidos?

—No veía ningún vestido entre los ahorcados, y cuando los bandidos colgaban gente incluían mujeres y niños. El linchamiento podía ser obra de cualquiera: soldados de Bryne, la Compañía —que la Compañía ahorcara a todos los supuestos Juramentados del Dragón con los que topaba no cambiaría en nada la opinión que tenían de ellos las hermanas— o incluso algún noble lugareño. Si los lores y ladis murandianos hubiesen colaborado, a esas alturas probablemente habrían estado ahorcados todos los bandidos, pero eso era pedir peras al olmo. Un momento. Bryne había dicho que venían de Caemlyn.

—¿Tiene algo que ver con Rand? ¿O con los Asha’man? —inquirió.

Esta vez Bryne sí miró de manera ostensible a Myrelle antes de volver los ojos hacia ella. El sombrero de Myrelle arrojaba sombras en su rostro; la mujer parecía abatida, hundida en la silla de montar, muy lejos de la imagen de amazona segura de sí misma que había ofrecido antes. Aparentemente, Bryne tomó una decisión.

—Pensé que deberíais enteraros antes que nadie, pero tal vez interpreté mal…

—¿Que se enterara de qué, pedazo de zoquete? —gruñó Siuan mientras taconeaba a la gorda yegua para acercarse.

Egwene hizo un ademán apaciguador hacia la mujer.

—Myrelle puede oír cualquier cosa que tengáis que contarme, lord Bryne. Goza de mi total confianza.

La cabeza de la hermana Verde se giró bruscamente hacia la joven. A juzgar por su expresión de pasmo cualquiera habría dudado de haber oído bien a Egwene; empero, al cabo de un momento Bryne asintió.

—Veo que las cosas han… cambiado. Sí, madre. —Se quitó el yelmo y lo colgó de la perilla de la silla. Todavía parecía reacio a hablar y escogió con cuidado las palabras—. Los mercaderes llevan rumores del mismo modo que los perros llevan pulgas, y esa pandilla de ahí abajo tiene una buena colección. No quiero decir con eso que sea verdad algo de lo que cuentan, desde luego, pero… —Resultaba extraño verlo dudar—. Madre, uno de esos rumores que les llegó estando ya en camino es que Rand al’Thor ha ido a la Torre Blanca y ha jurado fidelidad a Elaida.

La reacción de Myrelle y Siuan fue muy parecida, con los semblantes demudados al imaginar la catástrofe. Myrelle llegó incluso a tambalearse en la silla. Durante un instante, Egwene sólo fue capaz de mirar al hombre de hito en hito. Entonces se sorprendió a sí misma y sobresaltó a los demás cuando estalló en carcajadas. Daishar caracoleó, agitado, y tener que controlar al animal sirvió también para que ella recobrara el dominio de sí misma.

—Lord Bryne —dijo al tiempo que daba palmaditas en el cuello del caballo—, eso es imposible, creedme. Lo sé a ciencia cierta, y tan recientemente como anoche mismo.

Siuan soltó un suspiro a renglón seguido, y Myrelle no le anduvo muy a la zaga. Egwene volvió a sentir ganas de echarse a reír ante su expresión. Y un inmenso alivio porque las dos mujeres tuvieran los ojos abiertos de par en par, como dos niñitas a las que se les acaba de decir que el Hombre de las Sombras no está debajo de la cama. Caramba con la calma Aes Sedai.

—Me alegra oírlo —respondió fríamente Bryne—; pero, aun en el caso de que despidiera a todos los hombres que están ahí abajo, el rumor no dejaría de llegar a mis filas. Se propagaría por el ejército como un incendio en estas secas colinas.

Aquello acabó con el regocijo de Egwene; tal cosa sería por sí sola un desastre.

—Haré que las hermanas hagan pública la verdad a vuestros soldados mañana. ¿Bastaría con que seis Aes Sedai conocieran la verdad por información directa? Myrelle, aquí presente, y Sheriam, Carlinya, Beonin, Anaiya y Morvrin. —A ninguna de ellas les haría gracia tener que reunirse con las Sabias, pero tampoco podrían negarse a su petición. En realidad, no querrían negarse, con tal de impedir que tal rumor se propagara. O no deberían querer, en cualquier caso. El leve ceño de Myrelle se borró y dio paso a un gesto resignado.

Bryne se acodó en el yelmo y observó atentamente a Egwene y a Myrelle; a Siuan ni siquiera le dedicó una ojeada de refilón. El bayo del general pateó el suelo rocoso con uno de los cascos; una nidada de alguna especie de palomas de alas azules remontó el vuelo, saliendo debajo de los matorrales a unos pocos pasos de distancia, haciendo que Daishar y el alazán de Myrelle cabecearan con nerviosismo. El caballo de Bryne ni se inmutó. A buen seguro, el general había oído hablar de los accesos, bien que no sabría nada de lo que eran realmente —las Aes Sedai guardaban sus asuntos en secreto por costumbre, y ese Talento en particular procuraban que no llegara a oídos de Elaida— y ciertamente ignoraba todo lo referente al Tel’aran’rhiod —ese secreto vital resultaba más fácil de ocultar al no existir manifestaciones físicas que nadie pudiese ver— pero aun así el hombre no preguntó cómo. Quizás a estas alturas ya estaba acostumbrado a las Aes Sedai y sus secretos.