—Es muy simple —explicó en tono firme—. Sin mi colaboración, es probable que perdáis a vuestros Guardianes, y sin duda estaréis deseando que os hubiesen desollado vivas para cuando la Antecámara haya terminado con vosotras. También es posible que vuestros propios Ajahs tengan unas cuantas palabras muy escogidas que dirigiros. Quizá pasen años antes de que podáis andar de nuevo con la cabeza alta, años antes de que otras hermanas no os miren por encima del hombro a cada momento. Así pues, ¿por qué habría de encubriros para que no se haga justicia con vosotras? Eso me supondría un compromiso; podríais volver a hacer lo mismo o algo peor. —Las Sabias tenían mucho que ver con esto aunque no era exactamente el ji’e’toh—. Si he de asumir esa responsabilidad, entonces vosotras también deberéis contraer una obligación. He de poder confiar totalmente en vosotras, y sólo veo un modo de lograrlo. —Sí, tenían que ver las Sabias, pero también Faolain y Theodrin—. Debéis jurarme lealtad.
Las dos mujeres habían mantenido el entrecejo fruncido, preguntándose adónde quería ir a parar; pero, fuera lo que fuera lo que habían imaginado, no esperaban nada parecido a semejante requerimiento. Sus rostros eran todo un poema. Nisao se quedó boquiabierta, y Myrelle parecía como si hubiese recibido un martillazo entre las cejas. Hasta Siuan la miraba sin dar crédito a sus oídos.
—Im… p… posible —balbució Myrelle—. ¡Ninguna hermana ha jurado…! ¡Ninguna Amyrlin ha exigido…! ¡No podéis decir en serio…!
—Oh, cállate de una vez, Myrelle —barbotó Nisao—. ¡Todo esto es culpa tuya! Jamás debí hacerte caso! En fin. Lo hecho, hecho está. Y lo que es, no puede cambiarse. —Observó a Egwene con intensidad y murmuró—. Sois una mujer peligrosa, madre. Muy peligrosa. Podéis destruir la Torre más de lo que lo está ya antes de que hayáis acabado. Si supiese eso con seguridad, si tuviese el coraje de hacer lo que es mi deber y afrontar lo que quiera que ocurra… —Empero, se arrodilló suavemente y posó los labios en el anillo de la Gran Serpiente de Egwene—. Por la Luz y por mi esperanza de renacimiento y salvación… —No fueron exactamente las mismas palabras utilizadas por Faolain y Theodrin, pero sí igual de trascendentes. Más. Debido a los Tres Juramentos, una Aes Sedai no podía hacer una promesa que no tuviese intención de cumplir. Salvo el Ajah Negro, claro; sus integrantes habían encontrado obviamente un modo de poder mentir. La posibilidad de que cualquiera de esas dos mujeres fuera una hermana Negra era un problema que consideraría en otro momento, sin embargo. Siuan, desorbitados los ojos y boquiabierta, parecía un pez varado en un bancal cenagoso.
Myrelle intentó articular otra protesta, pero Egwene se limitó a adelantar la mano derecha, donde lucía el anillo, y las rodillas de la otra mujer se doblaron entre sacudidas. Prestó el juramento en tono amargo y después alzó los ojos.
—Habéis hecho lo que nunca se había hecho, madre. Eso siempre es peligroso.
—Y no será la última vez —le contestó Egwene—. De hecho… Mi primera orden es que no le contéis a nadie que Siuan es algo más que lo que la gente piensa. Y la segunda, que obedeceréis cualquier orden que os dé si proviene de mí.
Las dos cabezas se volvieron hacia Siuan, los rostros inmutables.
—Como ordenéis, madre —murmuraron a un tiempo.
Cosa curiosa, la que parecía a punto de desmayarse era Siuan. Aún seguía mirando al vacío cuando llegaron a la calzada y enfilaron sus monturas hacia el este, en dirección al campamento de las Aes Sedai y al del ejército. El sol todavía ascendía hacia su cenit, aunque le quedaba un buen trecho para llegar a él. Había sido una mañana repleta de acontecimientos como la mayoría de los días; de las semanas, a decir verdad. Egwene dejó que Daishar avanzara a paso tranquilo, sin prisa.
—Myrelle tiene razón —masculló finalmente Siuan. Ahora que la mujer estaba absorta en otros asuntos, la yegua marchaba con un paso bastante regular y tranquilo; de hecho, hacía que Siuan pareciera una amazona competente—. Fidelidad. Nadie había hecho eso hasta ahora. Nadie. En las historias secretas no hay la menor sugerencia al respecto. ¡Y lo de que me obedezcan a mí! ¡No sólo estáis haciendo algunos cambios, sino que os habéis puesto a reconstruir la barca mientras navega a través de una tormenta! Todo está cambiando. ¡Y Nicola! ¡En mis tiempos, una novicia se habría mojado la ropa interior ante la mera idea de chantajear a una hermana!
—No es la primera vez que lo intentan —le dijo Egwene, que a continuación relató lo ocurrido con ella resumiéndolo todo lo posible. Esperaba un estallido furibundo de Siuan contra la pareja, pero se equivocó.
—Me temo que nuestras dos audaces muchachitas están a punto de sufrir algún accidente —comentó en cambio, con una extraordinaria calma.
—¡No!
Egwene sofrenó su caballo con tanta brusquedad que la yegua de Siuan dio media docena de pasos más antes de que la mujer consiguiera dominar al animal para hacer que volviera grupas, mascullando imprecaciones entre dientes durante todo el proceso. Después se quedó plantada allí, dedicando a Egwene una mirada paciente que superaba las peores de Lelaine.
—Madre, sostienen un garrote sobre vuestra cabeza, si son lo bastante avispadas para llegar a esa conclusión. Aun en el caso de que la Antecámara no os impusiera una penitencia, podríais despediros de cualquier esperanza que tengáis de imponeros a ellas. —Sacudió la cabeza con desagrado—. Sabía que os haríais pasar por Aes Sedai cuando os envié en esa misión, sabía que no os quedaría más remedio que hacerlo, pero jamás imaginé que Elayne y Nynaeve tuvieran tan poco seso como para llevar con ellas a alguien que lo supiera. Esas dos chicas se merecen todo lo que les caiga encima si esto sale a la luz, pero vos no podéis permitiros el lujo de que se descubra.
—¡A Nicola y a Areina no debe ocurrirles nada, Siuan! Si consiento en que se las mate por lo que saben, entonces ¿quién será la siguiente? ¿Romanda o Lelaine por no estar de acuerdo conmigo? ¿Cuál sería el límite? —En cierto modo se sentía asqueada consigo misma. En otros tiempos no habría entendido lo que Siuan había insinuado. Siempre era mejor saber que permanecer en la ignorancia, pero a veces la ignorancia era mucho más cómoda. Taconeó a Daishar y añadió—: No permitiré que se estropee un día de victorias discutiendo la conveniencia de cometer asesinatos. Nisao y Myrelle no han sido las primeras, Siuan. Esta mañana, Faolain y Theodrin me estaban esperando…
Siuan azuzó a la yegua para acercarse y oír el relato de lo ocurrido mientras marchaban. La noticia no alivió la preocupación de Siuan respecto a Nicola y Areina, pero ciertamente el plan de Egwene encendió una chispa en su mirada y puso una sonrisa de satisfacción en sus labios. Para cuando llegaron al campamento de las Aes Sedai, estaba deseosa de dar comienzo a su nueva tarea. Que era comunicarle a Sheriam y al resto de las amigas de Myrelle que se las emplazaba en el estudio de la Amyrlin a mediodía. Incluso podía decirles verazmente que no se les exigiría nada que otras hermanas no hubiesen hecho ya.
A pesar de su comentario sobre un día de victorias, Egwene no se sentía tan animosa. Apenas si oyó las frases respetuosas que le dirigían ni las peticiones de su bendición, a las que respondió con un simple movimiento de la mano, convencida de que eran más las que había pasado por alto que las que escuchaba. No toleraría un asesinato, pero Nicola y Areina estarían bajo constante vigilancia. «¿Llegará alguna vez el día en que las dificultades no se amontonen invariablemente? —se preguntó—. ¿En el que una victoria no parezca abocada a tener como contrapartida un nuevo peligro?»
Cuando entró en su tienda el ánimo se le cayó a los pies y el dolor de cabeza se volvió insufrible. Empezaba a pensar que debería mantenerse lejos de la tienda por completo. Dos hojas de pergamino dobladas le aguardaban sobre el escritorio, ambas selladas con cera y con unas palabras escritas: «Lacrada para la Llama». Que cualquier otra persona que no fuese la Amyrlin rompiera esos sellos se consideraba una infracción tan grave como una agresión a la persona de la Amyrlin. Deseó no tener que romperlos. No le cabía la menor duda de quién había escrito esas palabras. Y, por desgracia, no se equivocaba.