Romanda sugería —«exigía» era un término más exacto— que la Amyrlin dictase una resolución «Lacrada para la Antecámara» que sólo fuese conocida por las Asentadas, por la que todas las hermanas serían emplazadas una por una, y a aquella que se negara se la escudaría y confinaría como sospechosa de pertenecer al Ajah Negro. La razón por la que se las emplazaría no quedaba muy clara, pero Lelaine había hecho algo más que insinuarla unas horas antes. La misiva de Lelaine estaba redactada de principio a fin con su tono habitual, de madre a hija, exponiendo lo que debía hacerse por el propio bien de Egwene y de todo el mundo. El edicto que pedía sólo debía ser «Lacrado para el Anillo», lo que significaba que todas las hermanas podían conocerlo y, de hecho, en este caso tenían que saberlo. Debía quedar prohibido mencionar al Ajah Negro por ser un tema fomentador de discordias, e incumplirlo se consideraría un cargo grave según la ley de la Torre, merecedor del castigo adecuado.
Egwene soltó un gemido y se dejó caer pesadamente en la silla plegable que, naturalmente, se tambaleó, y la joven por poco da con sus huesos en la alfombra. Podía retrasarlo y eludirlo, pero ellas seguirían presionando con esas estupideces. Antes o después una de las dos presentaría su modesta propuesta a la Antecámara y eso sería meter al zorro en el gallinero. ¿Es que estaban ciegas? ¿Fomentar discordias? Con su propuesta Lelaine no sólo convencería a todas las hermanas de que el Ajah Negro existía realmente, sino de que Egwene formaba parte de él. La estampida de Aes Sedai de vuelta a Tar Valon y a Elaida no tardaría en producirse. Lo de Romanda sólo apuntaba a provocar un motín. Había seis de ésos reflejados en los informes secretos. Media docena a lo largo de tres mil años podría no ser demasiado, pero todos ellos habían tenido por resultado la dimisión de una Amyrlin, así como de la Antecámara al completo. Lelaine lo sabía, como también lo sabía Romanda. Lelaine llevaba siendo Asentada casi cuarenta años, con acceso a todos los archivos secretos. Antes que dimitir para iniciar una vida retirada en el campo, como hacían muchas hermanas al llegar a cierta edad, Romanda había ocupado el puesto de Asentada del Amarillo durante tanto tiempo que algunas opinaban que ostentaba tanto poder como cualquiera de las Amyrlin que se habían sentado en el solio mientras tanto. Ser elegida para ocupar el puesto por segunda vez era algo casi inaudito, pero Romanda no era de las que dejaban que el poder estuviera en otras manos que no fueran las suyas si podían evitarlo.
No. No estaban ciegas; sólo asustadas. Todo el mundo lo estaba, incluida ella, y ni siquiera las Aes Sedai razonaban con claridad cuando se dejaban dominar por el miedo. Volvió a doblar las hojas de pergamino, deseando poder arrugarlas y pisotearlas. Luz, la cabeza le iba a estallar.
—¿Puedo entrar, madre? —Halima Saranov se introdujo en la tienda sin esperar respuesta. El modo de moverse de Halima atraía las miradas de todos los varones, desde los de doce años hasta los que tenían un pie en la tumba, bien que aun en el caso de que la mujer se cubriera con una gruesa capa de la cabeza a los pies los hombres la seguirían mirando. El cabello, largo y negro, tan brillante como si se lo lavara a diario con fresca agua de lluvia, enmarcaba un rostro que continuaría actuando como un imán para los ojos del sexo opuesto—. Delana Sedai creyó que quizá querrías ver esto. Va a presentarlo a la Antecámara esta mañana.
¿Que la Antecámara se reunía sin molestarse siquiera en informarle? En fin, había estado ausente, pero la tradición, ya que no la ley, marcaba que debía informarse a la Amyrlin antes de que la Antecámara se reuniera. A menos que lo hiciera para deponerla, claro. En ese momento casi lo habría tomado como una bendición. Miró el papel doblado que Halima había dejado en la mesa, como si fuera una serpiente venenosa. Sin lacrar; hasta la novicia más reciente podía leerlo, en lo que concernía a Delana. Era, naturalmente, la declaración de que Elaida era una Amiga Siniestra. No tan grave como lo de Romanda o lo de Lelaine, pero, si oía que en la Antecámara se había organizado un tumulto, ni siquiera pestañearía.
—Halima, a veces desearía que hubieses regresado a tu casa cuando Cabriana murió. —O, al menos, que Delana hubiese tenido el sentido común de restringir a la Antecámara o incluso sólo a la Llama la información que portaba la mujer, en lugar de contárselo a todas las hermanas a las que había podido abordar.
—Difícilmente podría haber hecho tal cosa, madre. —Los verdes ojos de Halima centellearon con algo muy parecido a la provocación o al desafío, pero sólo tenía dos formas de mirar a la gente: una mirada directa que retaba, y otra ardiente, con los párpados entornados. Sus ojos suscitaban un montón de malentendidos—. ¿Después de lo que Cabriana Sedai me contó que había descubierto sobre Elaida? ¿Sobre sus planes? Cabriana era amiga mía, y amiga vuestra, de todas las que os oponéis a Elaida, así que no tenía opción. Sólo doy gracias a la Luz de que mencionara Salidar antes de morir, y así supe adónde tenía que dirigirme. —Puso las manos en una cintura tan fina como la que Egwene había lucido en el Tel’aran’rhiod y ladeó la cabeza mientras la estudiaba con gran atención.
»Tenéis jaqueca otra vez, ¿verdad? Cabriana también solía sufrir esos dolores, tan intensos que hasta se le acalambraban los dedos de los pies. Tenía que meterse en remojo en agua caliente hasta que se calmaba lo bastante para aguantar ponerse algo de ropa encima. Si no hubiese venido, vuestros dolores de cabeza habrían ido empeorando hasta ser finalmente tan malos como los de ella. —Rodeó la mesa para ponerse detrás de la silla de Egwene, y empezó a darle masajes en el cuero cabelludo. Sus dedos poseían una destreza que disipaban el dolor—. No podéis pedir a otra hermana que utilice la Curación cada vez que sufrís estas migrañas. Sólo es tensión, lo noto.
—Supongo que tienes razón —murmuró Egwene.
Le caía bastante bien la mujer, opinaran lo que opinaran las demás, y no sólo por su talento para aliviar dolores de cabeza. Halima era espontánea y llana, una mujer de campo, por mucho tiempo que hubiese pasado adquiriendo un barniz de sofisticación urbana, y mantenía un equilibrio entre el trato respetuoso debido a la Amyrlin con una especie de cortesía de vecinos que a Egwene le resultaba refrescante. Asombroso a veces, pero estimulante. Chesa, aunque amistosa, siempre se ceñía a su papel de doncella, en tanto que Halima nunca mostraba el menor servilismo. Pero en verdad Egwene habría deseado que hubiese regresado a su casa cuando Cabriana se había caído del caballo y se había roto el cuello.
Podría haber resultado muy útil que las hermanas aceptaran el convencimiento de Cabriana de que Elaida se proponía neutralizar a la mitad de ellas y degradar al resto, pero todas creían que Halima había tergiversado esa información de algún modo. Con lo que sí se habían quedado era con lo del Ajah Negro. Mujeres que no se asustaban por nada habían tomado por cierto aquello cuya existencia siempre habían negado y ahora estaban medio muertas de miedo por ello. ¿Cómo podía desenmascarar a las Amigas Siniestras sin espantar a las demás como a una bandada de codornices? ¿Cómo impedir que hubiera una desbandada antes o después? Oh, Luz, ¿cómo?
—Relajaos —dijo suavemente Halima—. Sentid cómo se aflojan los músculos de vuestra cara. De vuestro cuello. De vuestros hombros… —Su voz era casi hipnótica, un sonsonete que parecía acariciar cada parte del cuerpo que iba nombrando para que lo relajara.