A algunas mujeres no les caía bien simplemente por su apariencia —justo la que habría soñado un hombre particularmente lascivo—, y muchas afirmaban que coqueteaba con cualquier cosa que llevara pantalones, algo que Egwene no habría aprobado, pero Halima admitía que le gustaba mirar a los hombres. Las peores críticas hacia ella nunca pasaban de acusarla de coquetear, y ella misma se indignaba si se lo sugería. No tenía un pelo de tonta —de eso se había dado cuenta Egwene desde la primera conversación que había mantenido con ella, el día siguiente a la huida de Logain, cuando le habían empezado los dolores de cabeza—, y en absoluto era la majadera frívola que a veces parecía. Egwene sospechaba que ocurría lo mismo que con Meri. Halima no podía evitar tener la cara que tenía ni ser como era. La sonrisa parecía invitadora o burlona por la forma de su boca; sonreía por igual a hombres, mujeres y niños. No era culpa suya que la gente pensara que estaba coqueteando cuando sólo miraba. Además, nunca le había mencionado a nadie lo de sus jaquecas. En caso contrario, todas las hermanas Amarillas que había en el campamento estarían montando guardia a su alrededor. Eso apuntaba amistad, ya que no lealtad.
Los ojos de Egwene se posaron en los papeles que había sobre la mesa, y sus pensamientos fluyeron a la deriva bajo el influjo de los acariciantes dedos de Halima. Antorchas listas para ser lanzadas en el almiar. Diez días hasta la frontera de Andor, a menos que lord Bryne accediera a apretar la marcha sin saber la razón y que no encontraran oposición en el camino. ¿Podría contener el lanzamiento de esas antorchas durante diez días? Puerto del Sur. Puerto del Norte. Las llaves de Tar Valon. ¿Cómo estar segura de que Nicola y Areina guardarían silencio, sin recurrir a lo sugerido por Siuan? Necesitaba arreglar las cosas para que todas las hermanas pasaran la prueba antes de llegar a Andor. Ella poseía el Talento para trabajar metales y minerales, pero no era muy común entre las Aes Sedai. Nicola. Areina. El Ajah Negro.
—Volvéis a estar en tensión. Dejad de preocuparos por la Antecámara. —Aquellos agradables dedos se detuvieron y luego empezaron a moverse de nuevo—. Esto os vendría mejor por la noche, después de que os dieseis un baño caliente. Podría daros masajes también en los hombros y en la espalda, en todas partes. Eso no lo hemos probado todavía. Estáis rígida como una estaca; tendríais que estar lo bastante flexible para doblaros hacia atrás y poner la cabeza entre los tobillos. Mente y cuerpo. El uno no puede estar relajado sin estarlo el otro. Sólo tenéis que poneros en mis manos.
Egwene estaba a punto de quedarse dormida. No al modo de una caminante de sueños, sino simplemente dormida. ¿Cuánto tiempo hacía que no conocía un descanso así? El campamento estallaría en un tumulto cuando Delana hiciera pública su propuesta, lo que ocurriría dentro de poco, y eso antes de que hubiese tenido tiempo de comunicar a Romanda y a Lelaine que no tenía intención de promulgar sus edictos. Pero todavía había otra cosa que esperaba con impaciencia, una razón para permanecer despierta.
—Eso será estupendo —murmuró, refiriéndose a algo más que al planeado masaje. Se había prometido hacía mucho que algún día pondría a Sheriam en su sitio, y ese día había llegado. Por fin empezaba a ser la Amyrlin, a controlar las cosas—. Será fantástico.
13
El Cuenco de los Vientos
Aviendha se habría sentado en el suelo, pero con otras tres mujeres ocupando la pequeña cabina de la embarcación apenas quedaba espacio, así que hubo de conformarse con hacerlo en uno de los bancos construidos contra las paredes y doblar las piernas; así no era lo mismo que sentarse en una silla. Al menos la puerta estaba cerrada y no había ventanas, sólo una especie de celosías de caprichoso diseño de espirales realizadas en la parte superior de las paredes. No alcanzaba a ver el agua en el exterior, pero por los enrejados de madera penetraba el olor a salitre, así como el ruido del chapoteo de las olas contra el casco y el chapaleo de los remos. Hasta los penetrantes chillidos de aves proclamaban vastas extensiones de agua. Aviendha había visto morir hombres por una charca que podrían haber cruzado a pie, pero esta agua era más amarga de lo que jamás habría imaginado. Leer sobre ello no era lo mismo que catarla. Y el río debía de tener, como poco, ochocientos metros de anchura allí donde habían subido a la barca, manejada por dos remeros de extraña mirada, entre recelosa y lasciva. Una extensión de agua de ochocientos metros y ni una sola gota potable. ¿Quién habría imaginado un agua más inútil?
El balanceo de la embarcación había cambiado a un cabeceo atrás y adelante. ¿Habrían salido ya del río?, ¿a lo que se llamaba «bahía»? Eso era aún más ancho, mucho más, según le había dicho Elayne. Aviendha se abrazó las rodillas e intentó desesperadamente pensar en cualquier otra cosa. Si las otras la veían asustada, la vergüenza la vejaría el resto de su vida. Lo peor de todo era que esto lo había sugerido ella, después de oír a Elayne y a Nynaeve hablar sobre los Marinos. ¿Cómo iba a saber lo que sentiría?
La seda azul de su vestido tenía un tacto increíblemente suave, y se aferró a esa idea. Todavía no estaba muy acostumbrada a llevar falda —seguía añorando el cadin’sor que las Sabias la habían obligado a quemar cuando había empezado su aprendizaje con ellas— y además ahora llevaba un vestido de seda —de los que tenía nada menos que cuatro—, como también eran de seda las medias, en lugar de tosca lana, y la ropa interior, que la hacía ser consciente de su piel más de lo que lo había sido nunca. No podía negar que el vestido era precioso, a pesar de lo extraña que se sintiera llevando esa clase de ropa, pero la seda era un artículo valioso y escaso. Una mujer quizá podía tener un pañuelo de ese tejido para lucirlo en los días de fiesta y despertar la envidia de otras. Muy pocas mujeres poseían dos. Sin embargo, entre los habitantes de las tierras húmedas era distinto. No todos llevaban seda, pero a veces tenía la impresión de que sí la lucía una de cada dos personas. Grandes rollos e incluso balas de seda llegaban por barco desde los países más allá de la Tierra de los Tres Pliegues. Por barco. A través del océano. Agua extendiéndose hasta el horizonte, con muchos sitios donde, si lo había entendido bien, no se veía tierra por ningún lado. Casi se estremeció ante la increíble idea.
Ninguna de las otras mostraba deseos de hablar. Elayne hacía girar en su dedo de la mano derecha el anillo de la Serpiente Dorada, con gesto ausente, y parecía estar mirando algo que no podía verse dentro de las cuatro paredes. Las preocupaciones la agobiaban a menudo. Tenía ante sí dos deberes, y si uno de ellos estaba más cerca de su corazón, había escogido el que consideraba más importante, más honorable. Era su derecho y su obligación convertirse en reina de Andor, pero había elegido continuar la búsqueda. En cierto modo, por muy importante que fuera esa búsqueda, aquello era como anteponer algo al clan o la asociación; empero, Aviendha se sentía orgullosa de ella. El punto de vista de Elayne respecto al honor resultaba a veces muy peculiar, tanto como la idea de que una mujer fuera una jefa o que ocupara ese puesto sólo porque antes lo había hecho su madre, pero lo cumplía de manera admirable. Birgitte, vestida con amplios pantalones rojos y una chaqueta corta de color amarillo, un atuendo que Aviendha envidiaba, jugueteaba con su trenza, también absorta en sus pensamientos. O quizá compartiendo alguna de las preocupaciones de Elayne. Era el primer Guardián de Elayne, lo que causó un alboroto increíble entre las Aes Sedai, allí, en el palacio de Tarasin, mientras que a sus Guardianes no pareció molestarles en absoluto. Las costumbres de las tierras húmedas eran tan extrañas que casi no merecía la pena pensar en ellas.
Si Elayne y Birgitte parecían esquivar la conversación, Nynaeve al’Meara, sentada justo enfrente de Aviendha, junto a la puerta, la rechazaba de plano. Nynaeve, no Nynaeve al’Meara. A los habitantes de las tierras húmedas les gustaba que los llamaran sólo con la mitad de sus nombres, y Aviendha intentaba recordarlo, por mucho que le pareciera estar utilizando un nombre cariñoso. Rand al’Thor era el único amante que había tenido y ni siquiera pensaba en él de un modo tan personal, tan íntimo, pero tenía que aprender sus costumbres si iba a casarse con uno de ellos.