Выбрать главу

La mujer que fue al encuentro de las recién llegadas llevaba pantalones, blusa y fajín como las demás, pero los suyos eran de seda amarilla brocada, mientras que el fajín estaba tejido con complejos nudos y las puntas le colgaban hasta las rodillas; uno de sus collares tenía una pequeña caja con un intrincado trabajo de filigrana. Un dulzón olor a almizcle envolvía a la mujer. Mechones grises le surcaban el cabello, y su semblante era grave. Cinco aros gruesos de oro decoraban cada una de sus orejas, y una fina cadena unía uno de ellos a otro aro similar que le atravesaba la aleta de la nariz. De la cadena colgaban diminutos medallones de oro bruñido que brillaron con la luz del sol mientras Aviendha los estudiaba.

La Aiel retiró prestamente la mano que se había llevado a la nariz —¡mira que aguantar el peso de esa cadena por capricho!— y consiguió a duras penas reprimir una risa. Las costumbres de las tierras húmedas eran increíbles, pero sin duda los Marinos se llevaban la palma.

—Soy Malin din Toral Rompeolas, Señora de las Olas del clan Somarin y Navegante del Viajero del viento. —Una Señora de las Olas era importante, como un jefe de clan; miró alternativamente los rostros de las recién llegadas, en apariencia desconcertada, hasta que sus ojos repararon en los anillos de la Gran Serpiente que lucían Elayne y Nynaeve, y entonces suspiró con resignación—. Si hacéis el favor de acompañarme, Aes Sedai —dijo, dirigiéndose principalmente a Nynaeve.

En la parte trasera del barco se alzaba una estructura cerrada, y las condujo hasta una puerta que había allí y después por un pasillo hasta una amplia habitación —un camarote— que tenía el techo bajo. Aviendha dudaba que Rand al’Thor hubiera podido erguirse completamente debajo de una de las gruesas vigas. Aparte de unos cuantos baúles lacados, todo parecía estar construido en el lugar que ocupaba cada cosa, como los armarios a lo largo de las paredes, e incluso la mesa alargada que llegaba hasta la mitad de la habitación y los sillones que la rodeaban. Costaba trabajo creer que algo tan grande como ese barco estuviese hecho de madera; a pesar del tiempo que Aviendha llevaba en las tierras húmedas, contuvo a duras penas una exclamación ahogada al ver toda esa madera pulida. Brillaba casi tanto como las lámparas doradas, que colgaban, apagadas, en una especie de jaula, de manera que permanecerían derechas mientras el barco se meciera con las olas. A decir verdad, parecía que el velero no se movía en absoluto, al menos si se comparaba con la barca en la que habían llegado, pero por desgracia la pared trasera del camarote era una hilera de ventanas cuyos postigos, pintados y dorados, estaban abiertos de par en par, de modo que ofrecían una vista panorámica de la bahía. Peor aún: a través de esas ventanas no se divisaba tierra. ¡Nada en absoluto! Aviendha sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Habría sido incapaz de hablar; no habría podido ni chillar aunque era lo que deseaba hacer.

Aquellas ventanas y la vista que ofrecían —lo que no se veía— habían atraído su mirada tan de inmediato que le costó unos segundos advertir que ya había gente dentro. ¡Estupendo! Si hubiesen querido podrían haberla matado antes de que se diera cuenta. Y no es que mostraran señal alguna de hostilidad, pero con los habitantes de las tierras húmedas toda precaución era poca.

Un hombre mayor, larguirucho, de ojos muy hundidos, se encontraba sentado relajadamente en uno de los baúles; el poco pelo que le quedaba era blanco, y su atezado rostro tenía un aspecto amable, aunque la docena de pendientes y varias cadenas gruesas de oro alrededor de su cuello le daban un extraño aire a su expresión, a los ojos de Aviendha. Igual que los hombres de arriba, estaba descalzo y con el torso desnudo, pero sus pantalones eran de seda azul oscuro, y el largo fajín, de color rojo intenso. Llevaba una espada, con empuñadura de marfil, metida en el fajín, advirtió la Aiel con desdén, así como dos dagas curvas.

La mujer esbelta y atractiva, cruzada de brazos y con un sombrío ceño de aprensión, merecía una mayor atención. Llevaba sólo cuatro pendientes en cada oreja y menos medallones en la cadena que Malin din Toral, y todo su atuendo era de seda en un tono amarillo rojizo. Podía encauzar; Aviendha lo percibió, a tan corta distancia. Debía de ser la mujer por la que habían ido hasta allí, la Detectora de Vientos. Y, sin embargo, era otra la mujer que atraía más la mirada de la Aiel. A decir verdad, también las de Elayne, Nynaeve y Birgitte.

La mujer que había alzado la vista de un mapa desenrollado que había sobre la mesa habríase dicho que era tan vieja como el hombre, a juzgar por su cabello blanco. Era baja, más o menos como Nynaeve, y tenía el aspecto de quien antaño ha sido fornida y empieza a estar corpulenta, pero su barbilla se adelantaba con firmeza y sus oscuros ojos denotaban inteligencia. Y mucho poder. Enorme. No el Poder Único, sino el de quien dice «marchaos» y sabe que la gente obedecerá sin rechistar. Sus pantalones eran de seda verde brocada, la blusa azul, y el fajín rojo, como el del hombre. El cuchillo, enfundado en una vaina dorada y metido en la parte posterior del fajín, tenía el pomo de la empuñadura cuajado de gemas rojas y verdes: gotas de fuego y esmeraldas, al parecer de Aviendha. De la cadena que unía una oreja con la nariz colgaba el doble de medallones que en la de Malin din Toral, y otra cadena de oro más fina conectaba los seis pendientes de cada una de sus orejas. Aviendha contuvo en el último momento el impulso de llevarse de nuevo la mano a la nariz.

Sin pronunciar palabra, la mujer de pelo blanco se adelantó y se plantó frente a Nynaeve, a la que examinó descaradamente de la cabeza a los pies, frunciendo el entrecejo más al detenerse en el semblante de Nynaeve y en el anillo de la Gran Serpiente que lucía en la mano derecha. No tardó mucho en terminar su escrutinio y, con un gruñido, se desentendió de ella para hacer el mismo repaso rápido e intenso con Elayne. Después observó a Birgitte. Por fin habló.

—No eres Aes Sedai. —Su voz sonaba como rocas rodando ladera abajo.

—Por los nueve vientos y por la barba del Desencadenador de Tormentas, no lo soy —contestó Birgitte.

A veces decía cosas que ni siquiera Elayne y Nynaeve parecían entender, pero la mujer de pelo blanco dio un respingo como si le hubiesen pellizcado el trasero y la miró de hito en hito unos segundos antes de volver su ceñudo rostro hacia Aviendha.

—Tú tampoco eres Aes Sedai —dijo con su voz rechinante después de examinarla.

Aviendha se irguió todo lo posible, sintiéndose como si la mujer hubiese hurgado entre sus ropas y la hubiese vuelto del revés para verla mejor.

—Soy Aviendha, del septiar Nueve Valles de los Taardad Aiel.

La mujer dio un respingo el doble de fuerte que con Birgitte y sus negros ojos se abrieron como platos.

—No vas vestida como sería de esperar, pequeña —fue todo cuanto dijo, no obstante, y regresó de nuevo al otro extremo de la mesa. Una vez allí, se puso en jarras y las volvió a estudiar a las cuatro del mismo modo que lo habría hecho con unos animales que veía por primera vez—. Soy Nesta din Reas Dos Lunas —se presentó al cabo—. Señora de los Barcos de los Atha’an Miere. ¿Cómo sabéis lo que sabéis?

El ceño de Nynaeve se había ido frunciendo progresivamente desde que la mujer la había mirado por primera vez.