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Nesta din Reas dio una fuerte palmada.

—¿Qué tengo aquí? ¿Una Señora de las Olas y su Detectora de Vientos o dos jovencitas en su primera singladura como tripulantes?

Las mejillas de Malin din Toral enrojecieron de rabia, e inclinó la cabeza bruscamente, pero con orgullo. Por su parte, Dorile din Eiran, mucho más colorada, hizo otra inclinación al tiempo que se tocaba la frente, los labios y el corazón con las puntas de los dedos.

La Señora de los Barcos las miró ceñuda un instante antes de continuar.

—Baroc, convoca a las otras Señoras de las Olas que se encuentran en este puerto, y también a las Doce Primeras. Con sus Detectoras de Vientos. Y hazles saber que las colgarás por los dedos de los pies de sus propias jarcias si no se dan prisa. —Mientras se incorporaba añadió—: Ah, y manda que bajen té. Establecer las condiciones de este acuerdo nos dará sed.

El hombre mayor asintió; tanto la posibilidad de que tuviera que colgar por los dedos de los pies a las Señoras de las Olas como el encargo de pedirles el té fueron aceptados con igual tranquilidad. Tras echar otra ojeada a Aviendha y a las demás, salió con aquel peculiar paso bamboleante. La Aiel cambió de opinión cuando vio de cerca los ojos del hombre. Habría sido un error fatal matar primero a la Detectora de Vientos.

Debía de haber alguien esperando, si no ésas, otras órdenes parecidas, ya que sólo habían pasado unos segundos desde que Baroc saliera cuando un joven delgado y guapo, con un único pendiente en cada oreja, entró con una bandeja de madera en la que llevaba una tetera cuadrada, vidriada en azul y con el asa dorada, así como tazas grandes de cerámica gruesa, también de color azul. Nesta din Reas lo despidió con un ademán.

—Ya difundirá cuentos de sobra tal y como están las cosas como para que también oiga lo que no debe —dijo una vez que el joven hubo salido; y mandó a Birgitte que sirviera el té, cosa que la mujer hizo, para sorpresa de Aviendha y quizá para sorpresa de la propia arquera.

La Señora de los Barcos indicó a Elayne y Nynaeve los sillones a un extremo de la mesa, al parecer dispuesta a meterse de inmediato en las negociaciones. Aviendha rehusó el asiento —en la otra punta de la mesa—, pero Birgitte ocupó uno de ellos, levantando el brazo del sillón y después bajándolo de nuevo cuando estuvo sentada. Asimismo, la Señora de las Olas y la Detectora de Vientos quedaron excluidas de la discusión, si es que podía llamarse así. Lo que se habló fue en tono demasiado bajo para oír algo, pero Nesta din Reas puso énfasis en todo lo que dijo apuntando con un índice recto como una lanza; Elayne tenía la barbilla tan levantada que debía de estar mirando a la mujer siguiendo la línea de su nariz; y si Nynaeve se las arregló, por una vez, para mantener la expresión sosegada, parecía querer trepar por su propia trenza a juzgar por el modo que la aferraba.

—Si la Luz quiere, hablaré con vosotras dos —manifestó Malin din Toral, mirando alternativamente a Aviendha y Birgitte—, pero creo que antes he de oír tu historia.

La expresión de Birgitte se tornó alarmada mientras la mujer se sentaba enfrente de ella.

—Lo que significa que yo puedo hablar primero contigo, si la Luz quiere —le dijo Dorile din Eiran a Aviendha—. He leído cosas sobre los Aiel. Si no te importa, me gustaría saber cómo es posible que haya tantos varones entre vosotros si una mujer Aiel tiene que matar a un hombre cada día.

Aviendha tuvo que esforzarse para no mirarla de hito en hito. ¿Cómo podía creer semejante estupidez?

—¿Cuándo viviste entre nuestra gente? —preguntó Malin din Toral, inclinada sobre su taza.

Birgitte estaba echada hacia atrás como si quisiera trepar por el respaldo del sillón. Al otro extremo de la mesa, la voz de Nesta din Reas subió de tono un instante.

—… vinisteis a mí, no al contrario. Eso sienta las bases para nuestro acuerdo, aunque seáis Aes Sedai.

Baroc entró en la estancia y se paró entre Aviendha y Birgitte.

—Al parecer vuestra barca costera partió tan pronto como subisteis a bordo, pero no os preocupéis. El Viajero del viento tiene botes para llevaros de vuelta a la orilla. —Luego siguió caminando y se sentó en el sillón contiguo a Elayne y a Nynaeve y se sumó de inmediato a la conversación. De ese modo, cuando las dos miraban al que estaba hablando, el otro podía observarlas sin que se diesen cuenta. Las dos mujeres jóvenes habían perdido una ventaja; importantísima, por cierto.

—Pues claro que las condiciones del acuerdo hemos de ponerlas nosotros —dijo el hombre en un tono sorprendido de que pudiese ser de otro modo, en tanto que la Señora de los Barcos estudiaba a Elayne y a Nynaeve como haría una mujer con dos cabras que tiene pensado desollar para un festín. La sonrisa de Baroc casi era paternal—. Quien pide algo debe pagar el precio más alto, naturalmente.

—Pero tienes que haber vivido entre los nuestros para conocer esos juramentos antiguos —insistió Malin din Toral.

—¿Te encuentras bien, Aviendha? —preguntó Dorile din Eiran—. Incluso aquí, el movimiento del barco afecta a veces a la gente de tierra firme. ¿No? ¿Y mis preguntas no son ofensivas? Entonces, dime. ¿Es cierto que las Aiel atan a un hombre antes de que…? Quiero decir, cuando vosotras y ellos… Cuando… —Tenía las mejillas arreboladas y esbozó una débil sonrisa—. ¿Hay muchas Aiel tan fuertes con el Poder Único como tú?

El que Aviendha se hubiese quedado pálida no se debía a las absurdas preguntas de la Detectora de Vientos ni porque Birgitte pareciera estar dispuesta a salir corriendo en cuanto consiguiera soltar y levantar el brazo de su sillón, ni siquiera porque Nynaeve y Elayne estuvieran descubriendo, al parecer, que eran dos muchachitas en una feria mirándolo todo con ojos brillantes, en manos de unos comerciantes muy expertos. Todas la culparían a ella, y con razón. Porque había sido ella quien había comentado que, si no podían llevar el ter’angreal a Egwene y a las otras Aes Sedai cuando lo hubiesen encontrado, entonces ¿por qué no comprometer a esas mujeres Atha’an Miere de las que hablaban? No podían perder tiempo, esperando a que Egwene al’Vere les dijera que ya podían regresar. Le echarían la culpa y cumpliría con su toh, pero estaba recordando los botes que había visto en cubierta, colocados unos encima de otros. Botes sin un sitio donde resguardarse. Le echarían la culpa; pero, fuera cual fuera la deuda en la que hubiese incurrido con ellas, la habría pagado multiplicada por mil, en vergüenza, para cuando la hubiesen llevado a través de aquellos once o doce kilómetros de agua en un bote abierto.

—¿Tenéis un cubo a mano? —preguntó a la Detectora de Vientos con un hilo de voz.

14

Plumas blancas

A primera vista, al Circuito de Plata no se le había puesto un nombre muy acertado, pero en Ebou Dar gustaban los nombres ostentosos, y a veces daba la impresión de que cuanto menos encajaran con la realidad, mejor. La taberna más sucia que Mat había visto en la ciudad y que olía a pescado podrido llevaba por nombre La Gloria Radiante de la Reina, en tanto que La Corona Dorada del Cielo era un oscuro agujero al otro lado del río, en el Rahad, cuyo único distintivo era una puerta azul y en el que las oscuras manchas dejadas en pasadas luchas a cuchillo salpicaban el mugriento suelo. El Circuito de Plata estaba dedicado a las carreras de caballos.

Mat se quitó el sombrero y se abanicó con la amplia ala, e incluso llegó a aflojar el pañuelo negro de seda que llevaba para ocultar la cicatriz del cuello. En el aire matinal se notaba ya la reverberación del sol abrasador, pero la multitud se apiñaba en los dos largos bancos de tierra que flanqueaban el recorrido fijado, por el que los caballos correrían ida y vuelta. A eso se reducía el Circuito de Plata. El murmullo de las voces casi ahogaba los chillidos de las gaviotas que sobrevolaban el lugar. No se pagaba por mirar, así que los granjeros de rostros descarnados que habían llegado allí huyendo de los Juramentados del Dragón estaban sentados hombro con hombro con taraboneses que cubrían con velos transparentes los espesos bigotes, salineros vestidos con los blancos chalecos de su gremio, tejedores con chalecos de franjas verticales, impresores con chalecos de franjas horizontales y tintoreros con las manos teñidas hasta los codos. Las prendas de negro riguroso de los hombres de campo amadicienses, abotonadas hasta el cuello aunque quienes las llevaban parecían a punto de morirse por deshidratación, se veían junto a los vestidos campesinos murandianos, con largos delantales de colorines que sólo debían de servir de adorno; había incluso un puñado de domani de tez cobriza, los hombres con chaquetas cortas, si llevaban una puesta, y los vestidos de las mujeres en tejidos de lino tan fino que se les pegaba al cuerpo como la más sutil seda. Había aprendices, trabajadores de los muelles y los almacenes, curtidores que disfrutaban de un espacio más holgado a causa del olor de su oficio, y golfillos de caras mugrientas a los que había que vigilar con cuidado porque robarían todo aquello a lo que pudieran echar mano. Sin embargo, había poca plata entre gente trabajadora.