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– No me hables de eso, por favor -emitió en tono quejumbroso.

– ¿Por qué? -se alarmó él.

– Porque siguen incontrolados -fue sincera-. Aparecen destellos cuando menos me lo espero.

– ¿Ya puedes volar?

La primera broma en el transcurso de aquellos minutos.

– No seas tonto.

– ¿Y lo de las Torres Petronas en Kuala Lumpur?

Provocó un cortocircuito que las dejó absolutamente paralizadas durante dos horas. Los periódicos, al día siguiente, no encontraban razón alguna para ello. Se decía que una comisión de expertos iba a revisarlas. Se trataba de las joyas de Malasia, el espejo de todo un país, tan famosas ya en el mundo entero como el Empire neoyorquino o el edificio Sears de Chicago.

– Soy peligrosa, vale -se encogió de hombros.

Peligrosa y mestiza.

Un resultado inquietante.

Los dos se quedaron momentáneamente en silencio. Un extraño silencio porque sólo los tenían cuando estaban juntos y se miraban a los ojos.

El amor todavía la sorprendía.

Ella, la rara, la que nunca parecía adaptarse a nada, la que en dieciocho años no había tenido novio, la chica genéticamente perfecta, capaz de memorizar lo que fuera o aprender cualquier cosa en unos segundos…

Capaz de haberse enamorado. No quiso abrirse al dolor.

– David -buscó fuerzas donde sólo había languidez-, ¿se ha vuelto a saber algo de los jueces?

– Nada. Como si se los hubiera tragado la tierra después de su fracaso.

– ¿No es raro?

– No. Se formaron para ese momento, esperaban destruir la amenaza extraterrestre y no pudieron. Además, vieron que no pasó nada de lo que profetizaban, ni llegaron con máquinas aniquiladoras tipo La guerra de los mundos ni bajaron monstruitos verdes con antenas para colonizarnos. Se volvieron obsoletos y lo han entendido.

– ¿Y los americanos? -Joa se estremeció, como hacía siempre que recordaba su experiencia con el coronel Travis en Guantánamo.

– Vete a saber.

– Quisieron meterse en mi mente, y yo sigo aquí. Aún soy una oportunidad para ellos. A veces miro por detrás de mi hombro, por si acaso. Nunca dejo de tener la sensación de que me siguen.

– Puede que aprendieran la lección y no vuelvan a arriesgarse. Pero te apuesto lo que quieras a que saben que eres diferente de ellos.

– Y vulnerable, de alguna forma.

– ¿Por qué has de serlo?

– Porque no hay criatura, humana o no, que no lo sea.

Se detuvo frente a una batería de televisores conectados. Todos ofrecían la misma imagen. Dos docenas de ojos, o de bocas, mostrando en diferentes tonalidades de color el rostro de una bella locutora en pleno informativo. Hablaba del cambio climático, porque de vez en cuando, en el recuadro superior derecho que acompañaba su presencia y sus palabras, aparecían escenas de distintas partes del mundo, desde desiertos cálidos hasta extensiones heladas del Ártico, desde huracanes en Estados Unidos hasta inundaciones en Bangla Desh, y desde tsunamis en el Indico hasta incendios forestales en Europa. La voz de los expertos ya no era tan sólo de alarma. Estaba convirtiéndose en un grito.

– ¿En qué piensas? -surgió de nuevo la voz de David para apartarla de su parcial hipnosis.

– En diciembre, cuando llegó la nave…, ¿no te parece asombroso que nadie la detectara?

– Los americanos argumentaron que hicieron unas maniobras, por si no lo recuerdas. ¿Crees que fue una casualidad?

– Si lo saben, ¿por qué no lo han dicho?

– ¿Precaución? ¿Evitar un pánico mundial? Se me ocurren mil teorías, cariño. En la NASA no son idiotas. Pero estoy seguro de que no pudieron hacer nada. La nave apareció y se fue sin más. Les dejaron con un palmo de narices.

En las dos docenas de televisores apareció otra imagen, ésta estelar.

El cometa Apophis pasaría cerca de la Tierra en el año 2029 por primera vez y, ya con un cierto riesgo para la humanidad, de nuevo en 2036. Habían hablado de ello en Yucatán, cuando resolvieron el enigma maya que les condujo hasta el encuentro de la nave.

Joa tuvo uno de sus estremecimientos premonitorios.

Pero no le dijo nada a David.

No quería seguir hablando de todo aquello.

– ¿Dónde estás tú? -quiso saber.

– En mi casa.

Nunca había estado en su casa. Se conocieron y se amaron en México. Después de lo sucedido en Chichén Itzá no había regresado a Barcelona. David le había mandado fotos por Internet y cuando conseguían hablar cara a cara con una webcam, se asomaba a su mundo. Pero nada superaba la realidad, por más que lo viese o lo imaginase con ella allí.

– ¿Fuiste al cine este fin de semana?

– Sí.

– Cuéntame qué viste.

– Joa…

– Cuéntamelo, por favor.

Cerró los ojos y esperó el regreso de la voz de David.

– Una película española, la historia de…

Joa se apoyó en una pared y dejó que la voz la penetrara, la cubriera de arriba abajo, la envolviera y la serenara.

Sólo las manos y los ojos de David conseguían más que su voz.

Salvo que la escuchara en vivo, no a miles de kilómetros de distancia el uno del otro.

3

Nunca había estado en El Cairo, así que la primera impresión que recibió nada más salir del avión fue la del golpe de calor, una bofetada de aire que le abrasó la piel y los pulmones. Igual que si se encontrara en Bogotá, Quito o México, a más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, lo primero que hizo fue respirar profundamente varias veces, con el objeto de nivelar sus constantes vitales con las que le imponía el exterior. No se trataba del mal de altura, pero para los efectos se le parecía. El fuego que le quemaba fue remitiendo con cada inhalación, aunque a los pocos pasos el primer sudor se pegó a su piel ya de manera indeleble. Un sudor que se convirtió en una pátina de hielo cuando desembocó en la Terminal, fría como un témpano a causa del excesivo aire acondicionado.

Volvió al calor al abandonarla, con una bolsa en una mano y la de viaje en la otra. Seguía moviéndose ligera. Prefería comprar lo que fuera allá donde fuese. También cambió moneda antes de convertirse en egipcia por el tiempo que durase su estancia allí. Se subió a un taxi y le dio la dirección del hotel deletreando cada palabra despacio.

– Hotel Le Meridien Pyramids.

El taxista, un hombre enteco, tocado con una barba de tres centímetros de espesor, la miró por el espejo retrovisor y probablemente calculó las posibilidades de cumplir con la tradición de todos los taxistas de todos los aeropuertos del mundo: engañarla llevándola por el camino más largo. Había decidido ya que sí, que su pasajera era una turista, y además muy joven, cuando Joa frenó sus ansias de hacerse rico a su costa demostrándole que o bien conocía la ciudad o bien venía informada y con mapas a cuestas.

– Por favor, vaya por Shari Ramsés en Abbasiya, después por Shari El Gala hasta Gezira, pasando por el Puente del 6 de Octubre, y desde ahí hacia el sur, ¿entiende?

Se lo dijo despacio, en inglés, y además con signos, para que la comprendiera. El hombre asintió con la cabeza, sin ocultar su contrariedad. Puso el taxi en marcha y se sumergió de inmediato en el caótico tráfico de la capital de Egipto, famosa por sus embotellamientos tanto como por la facilidad con la que, a la postre, los coches conseguían avanzar sin llegar a estar detenidos más allá de unos segundos en cada oportunidad. Una vez comprobado que seguía sus instrucciones, Joa se desentendió del tema. Llevaba demasiadas horas de avión a su espalda, y demasiadas e interminables esperas en los enlaces aeroportuarios como para preocuparse de unos minutos de más o de menos en el último de los trayectos, el que la conducía hasta el hotel para tumbarse sobre una cama de verdad y dormir diez horas, o veinte si se lo pedía el cuerpo.

Y si el tipo le daba una vuelta de más, al diablo con él.