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La lucecita de los mensajes estaba apagada. Aun así quiso asegurarse y llamó a la centralita.

– Disculpe, ¿he recibido alguna llamada en estas horas?

– No, no, señora, ninguna llamada para usted -le informó una correcta voz de mujer en un no menos correcto inglés.

Joa colgó.

¿Cuándo se ponían en marcha los arqueólogos del Valle de los Reyes?

¿Aparecería por el hotel Gonzalo Nieto prescindiendo de llamarla, para dejarla descansar más?

¿Por qué…?

Hizo un gesto de preocupación.

Recuperó su teléfono móvil, ya cargado, y tras abrirlo marcó el número del hombre que la había traído hasta allí en cuarenta y ocho horas, atravesando medio mundo en diferentes vuelos. Cuando lo aplicó en su oído se repitió la misma cadencia que la noche pasada: escuchó seis tonos antes de que apareciera el buzón de voz en la línea.

– Déjame tu mensaje. Haré lo posible por llamarte aunque no te prometo nada.

En esta ocasión fue mucho más parca.

– Gonzalo, soy yo. Dígame algo, por favor.

Cortó y se quedó con el móvil en la mano, pensativa.

Luego lo dejó en la cama y se incorporó de nuevo, para regresar al cuarto de baño.

Fue entonces cuando vio el sobre, a unos veinte centímetros de la base de la puerta. Un sobre echado a mano por la ranura inferior.

El mensaje del profesor.

No se molestó en razonar su precipitada observación. Acudió al encuentro del sobre, lo recogió del suelo y lo rasgó por la solapa con ansiedad. En el exterior sólo venía escrito el número de su habitación. Dentro había una hoja de papel que extrajo con la misma premura.

Podía esperar cualquier cosa menos aquello.

5 PM

Adivinó que el texto hacía referencia a una hora, post meridian: las cinco de la tarde o 17:00 horas.

El cartucho era otra historia. Aunque sabía que lo había visto en alguna parte. Un cartucho egipcio, con un nombre.

Parpadeó.

El golpeteo en la puerta la arrancó de su abstracción y la asustó. El sobresalto hizo que mirara hacia ella con irritación. Luego recordó que no había puesto el cartelito de «No molestar» en el exterior, así que era culpa suya.

– ¡Vuelva más tarde! -gritó.

Los golpes se repitieron.

Se resignó, metió el sobre y la hoja de papel en el bolsillo del albornoz y caminó hasta la puerta. La abrió sólo unos centímetros para decirle a quien fuera, probablemente la mujer que vendría a arreglarle la habitación, lo mismo, que volviera más tarde.

Sin embargo, no vio a una mujer, sino a dos hombres.

Uno de ellos, el de detrás, uniformado.

Un policía.

– ¿Señorita Mir? -el que iba de paisano, el primero, curvó los labios de oreja a oreja y le mostró dos filas de blancos dientes-. ¿Señorita Georgina Mir?

Convertía la erre de Mir en el petardeo de una moto a baja intensidad.

– ¿Sí?

– ¿Podemos entrar?

No tuvo tiempo de negarse. El hombre colocó la mano en la puerta con la suficiente firmeza como para que no quedara lugar a dudas acerca de sus intenciones. La abrió y pasó por su lado observando aquella suntuosidad.

– ¡Oiga…!

En la mano de su visitante apareció una credencial. -Inspector Sharif -detuvo su conato de protesta-. Kafir Sharif.

Joa alzó las cejas.

Si era un sistema de bienvenida cairota para los turistas, resultaba bastante rápido y efectivo.

El hombre de uniforme también se coló en la habitación. Fue él quien cerró la puerta y se quedó en ella, de guardia, manos unidas, piernas abiertas. Una posición de lo más marcial.

– No entiendo… -se aseguró de que el albornoz la cubriera por completo, de arriba abajo-. ¿Qué está sucediendo aquí?

El inspector dejó de examinar la suite. Se concentró en ella. Seguía sonriendo. Era un hombre alto y delgado, de cabello muy negro, ojos brillantes, casi húmedos, como muchos árabes, y con un bigotito que cruzaba su cara de lado a lado otorgándole un cierto aire mefistofélico. Vestía con exquisita corrección.

– ¿Mi inglés es bastante bueno para usted? ¿Sí? -se inclinó cortésmente.

– ¿Podría por favor explicarme por qué irrumpe la policía en la habitación de una mujer recién levantada y recién llegada a la ciudad? -obvió la respuesta a su pregunta.

– Asunto urgente reclama atención.

– ¿Qué clase de asunto? El inspector Sharif se tomó su tiempo. Continuó observándola.

Se detuvo un par de segundos en sus pies descalzos. Para Joa fue igual que si violara todavía más su intimidad. Se sintió desnuda.

– ¿Qué clase de asunto, inspector? -se puso a la defensiva ella.

– Profesor Gonzalo Nieto…, ¿amigo suyo?

Una descarga de energía le aceleró la circulación de la sangre.

– Sí -dijo.

– Usted llama a profesor recién llegada a El Cairo, anoche.

– ¿Cómo sabe…?

– Profesor Gonzalo Nieto llama a usted hace dos días -la detuvo.

– Sí…

– Usted aquí, rápido.

– Oiga -su paciencia llegó casi al límite-, ¿quiere decirme de una vez qué está sucediendo?

– Creía diría usted -Kafir Sharif dejó de sonreír y abrió sus dos manos mostrándole las palmas desnudas.

– ¿Yo?

– Profesor Gonzalo Nieto sólo llamó tres personas en últimos tres días, antes suceso.

La percepción de que algo iba mal se disparó en su mente.

Muy, muy mal.

– ¿De qué… suceso me habla?

La respuesta acabó de conmocionarla, sacudiendo su cuerpo pero aún más su cabeza.

– Profesor español murió, señorita Georgina Mir. Mismo día llama a usted.

No había ningún lugar en el que apoyarse. Estaba sola, en mitad de la suite, con el policía de uniforme a su espalda, en la puerta, y el inspector Sharif delante, a un par de pasos, con sus ojos escrutándola a la espera de cualquier indicio delator.

– ¿Cómo…? -vaciló Joa ante aquella inesperada realidad.

– Asesinado -fue todavía más directo su visitante, para acabar de machacar los restos de su estado de ánimo.

5

Sorbió la taza de té haciendo un gesto de repugnancia.

– ¿No es bueno? -mostró tristeza Kafir Sharif.

– No es eso, es que no suelo tomar té, lo siento.

– Ayuda.

Joa dejó la tacita en la mesa. No era un calabozo, pero salvo por los muebles, los archivos, los equipos informáticos, los mapas de las paredes y la ventana, podía haberlo sido. La comisaría rezumaba años, historia.

– Quisiera llamar a mi embajada.

– ¿Por qué? -se extrañó su anfitrión.

– ¿A usted qué le parece?

– No detenida.

– Entonces podría haberme interrogado en mi hotel.

– Es… protocolo -abarcó el entorno con las dos manos-. Procedimiento, ¿entiende?

– ¿Va a dejarme llamar?

– Claro. Si quiere…

– Ahora.

– Ahora no -movió la cabeza de lado a lado-. Más tarde, si insiste. Pero aseguro yo que sale enseguida.

Se había vestido, a toda prisa, para acabar con aquello cuanto antes, y de pronto recordaba haber dejado la nota en el bolsillo del albornoz. Confiaba en que la camarera no lavara la prenda por el simple hecho de haberlo usado, como las toallas, sin examinar los bolsillos.

De cualquier manera tenía memorizado el cartucho. Ahora buscaba por entre los recovecos de su memoria dónde lo había visto antes, en algún libro, en algún trabajo de su padre, en casa…