De repente el portero apoyó la cabeza en la barra, como si quisiera dormir allí mismo.
– Eh, vamos, hombre, no hagas eso -le dijo su hermano cariñosamente-. No debes hacerlo, sobre todo en presencia del señor O'Neill.
El portero alzó la cabeza.
– A veces me canso de trabajar hasta tan tarde -comentó-. Basta de turnos de noche, por favor. Basta de turnos de noche.
– Mira, tienes un empleo, ¿no es cierto? -replicó el hermano, tratando de animarle.
Con una celeridad que parecía milagrosa, Vlad, VIade o Lewis sonrió.
– ¿Pero qué coño hago? Siento lástima de mí mismo cuando estoy aquí sentado con el mejor exterior derecho que ha existido jamás, ¡y le falta la mano izquierda! Precisamente la izquierda, la mano con que batea y lanza. No sabe cuánto lo siento, señor O'Neill. No hay derecho a que sienta lástima de mí mismo delante de usted.
Naturalmente, también Wallingford sentía lástima de sí mismo, pero quería ser Paul O'Neill un poco más. Así empezaba a alejarse del Patrick Wallingford que había sido hasta entonces.
Allí estaba él, el hombre de los desastres, cultivando un aspecto que mostrar a la hora del cóctel. Sabía que era sólo una actuación, pero una parte, la de sentir lástima de sí mismo, era auténtica.
5. Un accidente el domingo de la Super Bowl
Aunque la señora Clausen había escrito a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados diciéndoles que era de la localidad wisconsiniana de Appleton, eso significaba tan sólo que había nacido allí. Cuando contrajo matrimonio con Otto Clausen, vivía en Green Bay, sede de los Packers, el célebre club de fútbol americano. Otto Clausen, hincha de aquel equipo, se ganaba la vida repartiendo cerveza en un camión que lucía en el parachoques una sola pegatina decorativa, la única que el conductor jamás permitiría, un letrero verde, el color de Green Bay, sobre un fondo dorado: ¡ORGULLOSO DE SER QUESERO! Y es que a los hinchas de los Packers se los conocía popularmente como «los queseros».
Otto y su mujer solían acudir a uno de esos bares deportivos, donde los parroquianos beben mientras contemplan el partido de la jornada en una gran pantalla de televisión, y eso era lo que se habían propuesto hacer la noche del domingo, 25 de enero de 1998, cuando tenía que disputarse la XXXII Super Bowl, con los Packers contra los Broncos de Denver, en San Diego. Pero la señora Clausen se había sentido indispuesta durante todo el día, con náuseas, y le dijo a su marido, como hacía a menudo, que confiaba en estar embarazada. No tuvo esa suerte, sin embargo, y la causa de sus molestias resultó ser una gripe. Enseguida le subió la temperatura y vomitó dos veces antes de que comenzara el partido. Tanto a ella como a su marido les decepcionó que no se tratara de las náuseas del embarazo. (Aun cuando hubiera estado encinta, había tenido la regla sólo dos semanas antes; demasiado pronto para ser náuseas del embarazo.)
Los estados de ánimo de la señora Clausen eran muy fáciles de interpretar, o por lo menos Otto creía que normalmente sabía en qué pensaba su mujer. Quería tener un hijo más que nada en el mundo. Su marido también lo deseaba, y ella no podía culparle en ese particular. Sufría por no tener hijos, y sabía que Otto compartía ese sufrimiento.
Con respecto a aquel caso concreto de gripe, Otto nunca la había visto tan enferma, y se ofreció voluntario para quedarse en casa y cuidar de ella. Los dos verían el partido en el televisor del dormitorio. Pero la señora Clausen se sentía tan mal que no estaba en condiciones de ver el partido, ella, que también era una quesera a todos los efectos. El hecho de haber sido hincha de los Packers durante toda su vida era uno de los vínculos principales entre ella y Otto. Incluso trabajaba para el equipo de Green Bay. Podrían haber conseguido entradas para el partido en San Diego, pero Otto detestaba viajar en avión.
Cuando Otto le dijo que se quedaría en casa, ella se sintió profundamente conmovida: su marido la quería tanto que estaba dispuesto a perderse el encuentro, que tan bien se veía en el bar deportivo. La mujer se negó en redondo a que él se quedara. Aunque sentía demasiadas náuseas para hablar, hizo acopio de fuerzas y expresó, en una frase completa, una de esas verdades a menudo repetidas en el mundo de los deportes y que dejan sin habla y del todo convencidos a los hinchas del fútbol americano (mientras que a quienes son indiferentes a ese deporte les parece una colosal estupidez).
– No hay ninguna garantía de que volvamos a participar en la Super Bowl -dijo la señora Clausen.
Otto se sintió conmovido como una criatura. Incluso en el lecho de enferma, su mujer quería que se divirtiera. Pero uno de sus dos coches estaba en el taller de reparación, como resultado de un encontronazo en el aparcamiento de un supermercado, y Otto no quería que su mujer se quedara en casa sola, enferma y sin un coche a mano por si surgía una emergencia.
– Iré en el camión -le dijo él.
El vehículo estaba descargado, y Otto conocía a todo el mundo en el bar deportivo. Le permitirían aparcar delante del almacén. El domingo de una Super Bowl no llegarían mercancías para almacenar.
– ¡Adelante, Packers -exclamó su mujer débilmente, sumiéndose ya en el sueño.
Con un gesto de callada ternura física que ella recordaría durante mucho tiempo, Otto dejó el mando a distancia del televisor a su lado y se aseguró de que el aparato tenía sintonizado el canal correcto.
Entonces partió hacia el local. La camioneta de reparto era más liviana que de ordinario, y él controlaba la velocidad mientras conducía el voluminoso vehículo por las calles casi desiertas en domingo. Desde los seis o siete años de edad Otto Clausen no se había perdido el saque inicial de un partido de los Packers, y no se perdería aquél. Sólo tenía treinta y nueve años, pero había visto las treinta y una Super Bowls anteriores, y vería la XXXII Super Bowl desde el saque inicial hasta el final.
La mayoría de los reporteros deportivos convienen en que la trigésimo segunda Super Bowl figura entre las mejores jamás jugadas, un partido reñido y excitante que ganaron los más humildes. Es de conocimiento general que a los norteamericanos les gustan los humildes, pero no así en Green Bay, localidad de Wisconsin, en el caso de la XXXII Super Bowl, cuando los advenedizos Broncos de Denver derrotaron a los Packers, dejando abatidos a los queseros.
Al final del cuarto periodo del encuentro, los hinchas de Green Bay estaban al borde del suicidio, aunque no necesariamente Otto, que se sentía abatido pero también más bebido de la cuenta. Al final del cuarto periodo se había dormido en el bar, durante un anuncio de cerveza, y cuando salió del sopor ya se había reanudado el juego. Durante el amodorramiento había tenido una edición no abreviada de su peor sueño recurrente, que parecía varias horas más largo que el anuncio.
En ese sueño se encontraba en una sala de partos, y un hombre que no era más que un par de ojos por encima de una mascarilla quirúrgica permanecía de pie en un rincón. Una tocóloga asistía al parto de su esposa, ayudada por una enfermera a la que él estaba seguro de no haber visto nunca. La doctora era la toco ginecóloga habitual de la señora Clausen. Ella y su marido habían ido a verla muchas veces.
Aunque Otto no había reconocido al hombre que estaba en el rincón la primera vez que tuvo el sueño, ahora sabía por anticipado quién era, y eso le hacía tener un presagio.
Cuando nacía el bebé, la alegría que revelaba el semblante de su esposa era tan abrumadora que Otto siempre lloraba en sueños. Era entonces cuando el otro hombre se quitaba la mascarilla. Se trataba de aquel reportero botarate de la televisión, el tipo del león, el hombre de los desastres. ¿Cómo coño se llamaba? En cualquier caso, la alegría que evidenciaba el semblante de su esposa iba dirigida a él, no a Otto. Era como si éste no se encontrara realmente en la sala de partos, o que sólo él supiera que estaba allí.