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Lo malo del sueño era que el tipo del león tenía dos manos y sostenía con ellas al recién nacido. De repente, la mujer de Otto alzó un brazo y le acarició el dorso de la mano izquierda.

Entonces Otto se vio a sí mismo. Contemplaba su propio cuerpo, mirándose las manos. La izquierda había desaparecido… ¡su propia mano izquierda se había esfumado!

Fue entonces cuando se despertó, sollozando. Esta vez, en el bar deportivo de Green Bay, cuando sólo quedaban dos minutos para el final de la Super Bowl, otro hincha de los Packers malentendió su angustia y le dio unas palmadas en el hombro.

– Un partido malísimo -le dijo con aspereza, solidarizándose con él.

A pesar de lo bebido que estaba, Otto tuvo que hacer un esfuerzo coordinado para no volver a dormirse. No es que no quisiera perderse el final del partido, sino que no quería tener de nuevo aquel sueño, si podía evitarlo.

Naturalmente, sabía cuál era la procedencia del sueño, y ese origen le avergonzaba hasta tal punto que nunca le habló del asunto a su esposa.

Como camionero, Otto se consideraba un modelo para la juventud de Green Bay, pues jamás había sido un conductor borracho. Apenas bebía, y cuando lo hacía no tomaba nada más fuerte que cerveza. Por ello se sintió enseguida tan avergonzado de su embriaguez como del sueño y el resultado del partido.

– Estoy demasiado bebido para conducir -le confesó al barman, que era un hombre amable y un amigo de confianza.

El barman se decía que ojalá hubiera más borrachos como Otto Clausen, es decir, responsables.

Enseguida acordaron cuál sería la mejor manera de que Otto regresara a casa, que no consistía en aceptar que le llevara cualquiera de sus varios amigos cargados de alcohol y desalentados. Otto podría mover fácilmente el camión los cincuenta metros desde la entrada del almacén hasta el aparcamiento del bar, de modo que no fuese un obstáculo si se producían entregas de mercancías el domingo por la mañana. Puesto que el aparcamiento y la entrada del almacén eran adyacentes, Otto no tendría que cruzar ninguna acera ni calzada. Entonces el barman llamaría a un taxi para que lo llevara a casa.

– No, no, no… -musitó Otto.

No era necesario telefonear. Él tenía un móvil en la cabina, así que primero movería el camión y luego él mismo pediría un taxi y esperaría en el camión hasta que llegara. Además, quería llamar a su mujer, sólo para comprobar cómo se encontraba y lamentarse con ella por la trágica derrota del equipo de Green Bay. Y por si esto fuese poco, el aire fresco le reanimaría.

Es posible que estuviera menos seguro del efecto que tendría el aire fresco que del resto de su plan, pero Otto también deseaba librarse del programa televisivo acerca del partido. Ver a aquellos hinchas lunáticos de Denver en el frenesí de sus celebraciones sería repugnante, como lo serían las repeticiones de Terrell Davis atravesando la defensa de los Packers alineada detrás de los delanteros. Los Broncos habían hecho que la defensa de Green Bay pareciera tan blanda como… bueno, sí, como requesón.

Pensar en ver de nuevo aquellas jugadas de los de Denver le provocaba a Otto arcadas, o tal vez se le había contagiado la gripe de su mujer. No se había sentido tan mal desde que viera la mano de aquel periodista guaperas devorada por los leones. ¿Cómo se llamaba el pájaro?

La señora Clausen sí que conocía el nombre del infortunado reportero.

– Me pregunto cómo le irá a ese pobre Patrick Wallingford -le dijo cierta vez, sin que viniera a cuento, y Otto sacudió la cabeza y le entraron ganas de vomitar.

Tras una pausa respetuosa, su mujer añadió:

– Si supiera que iba a morirme, le daría mi mano a ese pobre hombre. ¿No lo harías tú también, Otto?

– No lo sé, ni siquiera le conozco -replicó él-. No es lo mismo que donar uno de tus órganos. No son más que órganos, nadie los ve. Pero la mano… en fin, es una parte tuya reconocible, ¿comprendes?

– Cuando estás muerto, estás muerto -dijo la señora Clausen.

Otto recordaba la demanda de paternidad contra Patrick Wallingford, pues había salido en la televisión y en todos los periódicos y revistas. El caso había fascinado a la señora Clausen, y cuando la prueba del ADN demostró que Patrick Wallingford no era el padre su decepción fue evidente.

– ¿A ti qué te importa quién sea el padre? -le preguntó Otto.

– Tenía todo el aspecto de serlo -respondió la señora Clausen-. Quiero decir que da la impresión de que debería serlo.

– Es muy bien parecido… ¿te refieres a eso? -le preguntó Otto.

– Parece como si estuviera esperando que le caiga encima una demanda de paternidad.

– ¿Es ése el motivo por el que quieres darle mi mano?

– No he dicho tal cosa, Otto. Lo único que he dicho es: «Cuando estás muerto, estás muerto».

– Eso ya lo he entendido -le dijo Otto-. Pero ¿por qué mi mano? ¿Por qué precisamente él?

Ahora bien, hay algo que el lector debería saber acerca de la señora Clausen, incluso antes de conocer su aspecto: cuando se lo proponía, había algo en el tono de su voz que podía provocar una erección a su marido. Y no necesitaba mucho tiempo para que eso ocurriera.

– ¿Por qué tu mano? -le preguntó ella, en ese tono de voz-. Pues… porque te quiero, y nunca querré a nadie más. No de la misma manera.

Estas palabras debilitaron a Otto hasta el extremo de que se sintió demasiado al borde de la extinción para poder hablar; toda la sangre del cerebro, el corazón y los pulmones se concentraba en la erección. Era algo que sucedía cada vez que ella le hablaba de aquella manera.

– ¿Por qué he pensado en ese hombre? -siguió diciéndole la señora Clausen, sabedora de que, a partir de aquel momento, tenía a Otto por completo en sus manos-. Porque… bueno, es evidente que necesita una mano. Eso está claro como el agua.

Otto necesitó todas sus fuerzas para responderle débilmente.

– Supongo que hay otras personas que han perdido las manos.

– Pero no las conocemos.

– Tampoco le conocemos a él.

– Está en la televisión, Otto. Todo el mundo le conoce. Además, parece un hombre simpático y agradable.

– ¡Has dicho que parece como si estuviera esperando que le cayera encima una demanda de paternidad!

– Eso no quiere decir que no sea simpático y agradable -replicó la señora Clausen.

– Ah.

Ese «ah» consumió el resto de su escasa energía. Otto sabía lo que venía a continuación. Una vez más, el tono de voz de su mujer le dejó inerme.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó ella-. ¿Quieres hacerme un hijo?

Otto apenas pudo mover la cabeza para asentir.

Pero el hijo seguía sin llegar. Cuando la señora Clausen escribió a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados, incluyó una declaración mecanografiada y firmada por Otto.

Éste no protestó cuando ella le pidió que lo hiciera. Notó que la sangre no circulaba por sus dedos y tuvo la sensación de que contemplaba la mano de otro hombre trazando su firma. «¿Qué estás haciendo?», le preguntó también en esa ocasión.

Entonces comenzaron los sueños. Aquel desgraciado domingo de la Super Bowl, Otto no sólo estaba asombrosamente bebido, sino que también cargaba con el peso de unos celos inmotivados. Y mover el camión cincuenta metros no era tan sencillo como le había parecido. Sus torpes intentos de poner el vehículo en marcha le convencieron de ello; no sólo estaba demasiado bebido para conducir… incluso podría estar demasiado bebido para introducir la llave de contacto. Tardó un rato en lograrlo, como tardó el descongelador en fundir el hielo bajo la nieve del parabrisas. Sólo habían caído otros cinco centímetros de nieve desde el saque inicial del encuentro.