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– Hoy es su día de suerte, señor Wallingford -le dijo el cirujano.

Mientras aguardaba para subir al avión de Boston, Wallingford se vio a sí mismo en el noticiario, vio lo que había quedado de su reportaje sobre el suceso que había cubierto informativamente en México. El domingo de la Super Bowl no todos los mexicanos se habían dedicado a ver el partido.

La familia y los amigos del renombrado tragasables José Guerrero estaban reunidos en el hospital de María Magdalena para rezar por su restablecimiento, pues durante una actuación en un hotel turístico de Acapulco, Guerrero había tropezado en el escenario y, al caer, se había perforado el hígado con un sable. Puesto que las hemorragias por herida de arma blanca en el hígado son muy lentas habían corrido el riesgo de llevarle en avión desde Acapulco a Ciudad de México, donde se encontraba ahora en manos de un especialista. Más de cien amigos y familiares se habían reunido en la pequeña clínica, que estaba rodeada por varios centenares más de personas que hacían votos por el restablecimiento del personaje.

Wallingford tenía la sensación de que los había entrevistado a todos, pero ahora, cuando estaba a punto de volar rumbo a Boston, donde iba a recibir una mano izquierda nueva, se alegraba de que su reportaje de tres minutos hubiera sido reducido a uno y medio. Estaba impaciente por ver el nuevo pase del informe de Stubby Farell; esta vez prestaría más atención.

El doctor Zajac le había dicho que Otto Clausen era zurdo, pero ¿qué quería decir exactamente con eso? Wallingford era diestro. Hasta su infausto encuentro con el león, siempre había sostenido el micrófono en la mano izquierda, de modo que pudiera estrechar con la derecha las manos que le tendían. Ahora que sólo tenía una mano con la que sostener el micrófono, había prescindido casi por completo de estrechar manos.

¿Qué sentiría al ser diestro y tener la mano izquierda de un zurdo? ¿No había sido ese aspecto una función cerebral de Clausen? Sin duda la predeterminación a ser zurdo no estaba en la mano. En la cabeza de Patrick se acumulaban muchos interrogantes que deseaba formularle al doctor Zajac.

Lo único que el médico le había dicho por teléfono era que las autoridades médicas de Wisconsin habían actuado con suficiente rapidez para preservar la mano, gracias a «la decisión inmediata de la señora Clausen». El doctor Zajac había mascullado estas palabras; normalmente hablaba claro, pero se había pasado en vela la mayor parte de la noche, cuidando de la perra que vomitaba, y luego, con la entusiasta ayuda de Rudy, había tratado de analizar la sustancia de aspecto peculiar que contenían los vómitos y que había enfermado a Medea. Rudy opinaba que la cinta adhesiva parcialmente digerida parecía los restos de una gaviota. «En ese caso -se dijo Zajac-, el ave llevaba muerta largo tiempo y su carne era viscosa cuando el animal la comió.» Pero el padre de mente analítica y su hijo no sabrían con precisión qué era lo que Medea había comido hasta que el lunes telefoneó el operario de DogWatch para preguntar cómo funcionaba la barrera invisible y pedir disculpas por haberse dejado olvidado un rollo de cinta adhesiva.

– El último trabajo que hice el viernes fue el suyo -dijo el operario, como si fuese un detective-. Debí de olvidarme la cinta en su casa. ¿No la habrán visto por ahí?

– En cierto modo sí, la hemos visto -fue todo lo que el doctor Zajac pudo decirle.

El médico todavía se estaba recuperando tras haber visto a Irma por la mañana, recién salida de la ducha. La joven estaba desnuda y se secaba la cabeza en la cocina. El lunes, a primera hora de la mañana, había vuelto tras pasar fuera el fin de semana y, después de correr un rato, se había duchado. Estaba desnuda en la cocina porque había supuesto que no había nadie más en la casa, pero no debe olvidarse que, de todos modos, quería que Zajac la viese desnuda.

Normalmente, a aquella hora de la mañana del lunes el doctor Zajac ya había llevado a Rudy a casa de su madre, a tiempo para que Hildred le acompañara al colegio. Pero en aquella ocasión Zajac y Rudy se habían quedado dormidos, debido a la noche en vela por culpa de Medea. Cuando la ex mujer del doctor Zajac le telefoneó para acusarle de que había raptado a Rudy, el hombre entró tambaleándose en la cocina para hacer café. Hildred siguió gritando después de que Rudy se pusiera al aparato.

Irma no vio al doctor Zajac, pero él sí que la vio… todo excepto la cabeza, oculta en su mayor parte porque se la estaba secando con la toalla. «¡Magníficos músculos gemelos!», pensó el cirujano mientras se retiraba.

Luego observó que no podía hablar con Irma, excepto tartamudeando de una manera desacostumbrada. Hablando a trompicones, trató de darle las gracias por la idea de la crema de cacahuete, pero ella no pudo entenderle. (Tampoco la joven vio a Rudy) Y mientras el doctor Zajac llevaba al chico a casa de su airada madre, observó la existencia de un espíritu de camaradería entre él y su hijito: la madre de Rudy les había gritado a los dos.

Zajac estaba eufórico cuando se puso en contacto telefónico con Wallingford en México, y le emocionaba algo más que el hecho de que la mano izquierda de Otto Clausen estuviera disponible de repente: había pasado un magnífico fin de semana con su hijo. No es que la visión de Irma desnuda no hubiera sido excitante, aunque era propio de Zajac que se fijara en sus músculos abductores. ¿Eran sólo los gemelos de Irma los causantes de su tartamudeo? Así pues, la «decisión inmediata» de la señora Clausen y otras formalidades similares fueron todo lo que el cirujano especializado en las extremidades superiores que pronto sería famoso logró decirle a Patrick Wallingford por teléfono.

Lo que el doctor Zajac no le dijo fue que la viuda de Otto Clausen había mostrado un interés desacostumbrado por la mano del donante. La señora Clausen no sólo había acompañado el cadáver de su marido desde Green Bay a Milwaukee, donde (además de extraerle la mayor parte de sus órganos) le cortaron a Otto la mano izquierda, sino que también insistió en acompañar la mano, que estaba en un recipiente con hielo, en el vuelo desde Milwaukee a Boston.

Naturalmente, Wallingford no tenía la menor idea de que en Boston se encontraría con algo más que su nueva mano: también iba a conocer a la viuda de su nueva mano.

Esta novedad no causó tanto malestar al doctor Zajac y los demás miembros del equipo bostoniano como otra petición de la señora Clausen, más insólita pero no menos impulsiva. Sí, la cesión de la mano se haría con ciertas condiciones, y el doctor Zajac acababa de saberlas. Probablemente habría sido más juicioso no haber informado a Patrick de las nuevas exigencias.

En Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados todos confiaban en que, a su debido tiempo, Wallingford podría simpatizar con las ideas que la viuda había tenido, al parecer, en el último momento. No daba la impresión de ser una mujer que se anduviera con rodeos, y había pedido el derecho a visitar la mano después del trasplante.

¿Cómo podría negarse el reportero manco?

– Supongo que sólo quiere verla -sugirió el doctor Zajac, en el consultorio de éste en Boston.

– ¿Sólo verla? -inquirió Patrick. Hubo una pausa desconcertante-. Espero que no pretenda tocarla… tomarla entre las suyas y esas cosas.

– ¡Nadie puede tocarla! -respondió el doctor Zajac en un tono protector-. No podrán hacerlo durante mucho tiempo después de la operación.

– ¿Pero se refiere ella a una sola visita? ¿A dos? ¿Durante un año?

Zajac se encogió de hombros.

– Indefinidamente… tales son sus condiciones.

– ¿Está chiflada? -preguntó Patrick-. ¿Es una morbosa, está trastornada por el dolor, enloquecida?

– Eso ya lo comprobará usted -respondió el doctor Zajac-. Quiere verle.

– ¿Antes de la intervención?