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Dick envió a Patrick de regreso al Gran Circo Ganesh, en busca de «color local complementario». El jefe de informativos argumentó además que el director del circo era más franco que la trapecista.

Patrick no se abstuvo de protestar.

– Hablar sobre los artistas infantiles tendría más interés -adujo sin rodeos.

Pero, al parecer, en Nueva York también estaban «hartos de niños».

– Limítate a obtener más información del director -advirtió Dick a Wallingford.

Los leones de la jaula, que figuraban como fondo de la última entrevista, compartían el nerviosismo del director: se mostraban cada vez más inquietos y sus rugidos eran más poderosos. El reportaje que Wallingford enviaba desde la India era el deseado final sorpresivo del noticiario. Los leones harían que ese final fuese todavía mejor si rugían con fuerza.

Era el día de reparto de la carne, y los musulmanes que la traían se habían retrasado. El furgón de la televisión, la cámara y el equipo de sonido, así como el cámara y la técnico de sonido, les habían intimidado. Toda aquella tecnología, extraña para ellos, los había detenido en sus pasos, pero el motivo principal de su detención era la técnico de sonido.

Era una mujer rubia y alta, con tejanos ajustados, auriculares y un cinturón de herramientas del que pendían una serie de accesorios que a los musulmanes debían de parecerles propios de hombres: tenazas para el alambre, un manojo de abrazaderas y cables, y algo que podría ser un densímetro. También llevaba una camiseta de media manga y no usaba sujetador.

Wallingford sabía que era alemana porque la noche anterior se había acostado con ella. La joven le habló del primer viaje que hizo a Goa, de vacaciones, con otra chica alemana, tras el cual ambas decidieron que jamás querrían vivir en ningún lugar excepto la India.

La otra chica enfermó y regresó a su país, pero Monika encontró la manera de permanecer en la India. Así se llamaba: «Monika con ka», le había dicho. «Los técnicos de sonido podemos vivir en cualquier parte -le explicó-. Cualquier parte donde haya sonido.»

– Quizá te gustaría vivir en Nueva York -le sugirió Patrick-. Allí hay mucho sonido, y el agua es potable. -Sin pensarlo dos veces, añadió-: En estos momentos las chicas alemanas son muy populares en Nueva York.

– ¿Por qué «en estos momentos»? -le preguntó ella.

Esto era un síntoma de la dificultad que Patrick Wallingford tenía en el trato con las mujeres. Decir cosas sin ninguna razón era similar a la manera en que accedía a las insinuaciones que le hacían las mujeres. No había ninguna razón para decir «en estos momentos las chicas alemanas son muy populares en Nueva York», excepto la de seguir hablando. Era la debilidad con que se plegaba a lo que las mujeres querían de él, la aceptación tácita de sus insinuaciones, lo que había enfurecido a la esposa de Wallingford, quien le telefoneó a su habitación del hotel precisamente cuando se estaba tirando a Monika con ka.

Había diez horas y media de diferencia horaria entre Junagadh y Nueva York, pero Patrick fingió desconocer si la India estaba diez horas adelantada o retrasada. Lo único que dijo cuando le llamó su esposa fue:

– ¿Qué hora es ahí, cariño?

– Estás jodiendo con alguna, ¿no es cierto? -le preguntó ella.

– No, Marilyn, qué va -le mintió. Debajo de su cuerpo, la chica alemana permanecía inmóvil. Wallingford trató de imitarla, pero permanecer inmóvil durante el acto amoroso es probablemente más difícil para un hombre que para una mujer.

– Sólo he pensado que te gustaría conocer los resultados de tu prueba de paternidad -le dijo Marilyn, unas palabras que ayudaron a Patrick a mantenerse quieto-. Bueno, son negativos… no eres el padre. Supongo que esquivaste esa bala, ¿no es cierto?

– No hay derecho a que te hayan dado los resultados de mi análisis de sangre -fue todo lo que se le ocurrió decir a Wallingford-. Algo tan personal como un análisis de sangre.

Debajo de él, Monika con ka se puso rígida. Sentía frío en la zona que había estado caliente.

– ¿Qué análisis de sangre? -susurró al oído de Patrick.

Pero Wallingford llevaba puesto un preservativo; la técnico de sonido alemana estaba protegida de la mayor parte de los peligros, si no de todos. (Patrick siempre usaba preservativo, incluso con su mujer.)

– ¿Quién es esta vez? -gritó Marilyn en el otro extremo de la línea-. ¿A quién te estás tirando en este mismo momento?

Wallingford tenía dos cosas claras: que su matrimonio no podía salvarse y que él no quería salvarlo. Como siempre le sucedía con las mujeres, Patrick se mostró conforme.

– ¿Quién es ésa? -gritó su mujer de nuevo, pero, en vez de responderle, Wallingford sostuvo el micrófono del aparato ante los labios de la alemana.

Tuvo que apartarle de la oreja un mechón de cabello rubio antes de susurrarle al oído:

– Anda, dile tu nombre.

– Monika… con ka -dijo la chica alemana al aparato.

Wallingford colgó, dudando de que Marilyn llamase de nuevo. No lo hizo, pero entonces tuvo que explicarle muchas cosas a Monika con ka. No fue aquélla una plácida noche con un sueño profundo.

Por la mañana, en el Gran Ganesh, la manera en que las cosas empezaron a desarrollarse fue un tanto decepcionante. Las repetidas quejas del director del circo contra el gobierno indio no despertaban ni mucho menos el interés que suscitaba la descripción de la diosa de diez brazos en la que creían todos los volatineros, como aquella trapecista accidentada.

¿Acaso estaban sordos y ciegos en la sala de redacción de Nueva York? ¡La viuda en su cama de hospital había sido una gran noticia! Y Wallingford aún quería contarla en el contexto de la trapecista que caía sin red de seguridad. Los acróbatas infantiles eran el contexto, aquellos niños que habían sido vendidos al circo.

¿Y si hubieran vendido a la misma trapecista cuando era pequeña? ¿Y si su futuro marido hubiera sido rescatado de una infancia sin futuro, tan sólo para encontrarse con semejante destino: su mujer cayendo en sus brazos desde veinticinco metros de altura, bajo el techo de la gran carpa? Eso sí que habría o interesante.

En cambio, Patrick estaba entrevistando al repetitivo director del circo ante la jaula de los leones, una trillada imagen circense que era lo que en Nueva York entendían por «color local complementario».

No era de extrañar que la entrevista pareciera decepcionante comparada con la noche que Wallingford había pasado con la técnico de sonido alemana. Monika con ka, su camiseta y la ausencia de sujetador estaban causando una visible impresión en los portadores de la carne, a quienes ofendían las prendas de la joven, o la falta de suficientes prendas. Con su temor, su curiosidad, su indignación por la inmoralidad, habrían sido mejores y más fieles como color local complementario que el fatigoso director del circo.

Los musulmanes permanecían cerca de la jaula de los leones, como bajo los efectos de una fuerte impresión, pero parecían demasiado atemorizados o demasiado atónitos para acercarse más. En sus carretillas de madera había montones de carne olor dulzón, que causaba una repugnancia infinita a la comunidad circense, en su mayoría hindú y vegetariana. Naturalmente, los leones también olían la carne.y estaban claramente irritados por el retraso.

Cuando los leones se pusieron a rugir, el cámara los enfocó con el zoom, y Patrick Wallingford, al percibir un momento de verdadera espontaneidad, acercó el micrófono a los barrotes la jaula. Consiguió un final más sorpresivo de lo que esperaba.

Una pata salió velozmente de entre dos barrotes, y una garra se clavó en la muñeca izquierda de Wallingford. Este dejó caer el micrófono. En menos de dos segundos, el brazo izquierdo, hasta el codo, había sido introducido en la jaula. El hombro izquierdo se golpeó contra los barrotes, y la mano izquierda, hasta unos tres centímetros por encima de la muñeca, estaba en la boca de un león.