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De una manera más concreta, al cabo de seis meses pudo notar la mejilla de Doris Clausen cuando le presionaba con ella la palma izquierda. La señora Clausen nunca le tocaba la otra mano, y tampoco él trató de tocarla con ella ni una sola vez. Le había expuesto con claridad sus sentimientos hacia él. Cuando Patrick pronunciaba su nombre de cierta manera, ella se sonrojaba y sacudía la cabeza. No quería hablar de la única vez que habían hecho el amor, y se limitaba a decir que había tenido que hacerlo, que no existía otro modo.

Sin embargo, Patrick seguía alimentando la esperanza, por pequeña que fuese, de que algún día ella quisiera hacerlo de nuevo… a pesar de que estaba encinta y ella se tomaba su preñez con las innumerables precauciones de las mujeres que han tenido que esperar mucho tiempo antes de quedar embarazadas. Tampoco albergaba la señora Clausen la menor duda de que aquél sería su único hijo.

Su tono de voz más invitador, que Doris Clausen podía emplear siempre que le viniera en gana y que tenía el efecto de la luz del sol después de la lluvia, el poder de abrir las flores, por el momento era tan sólo un recuerdo. No obstante, Wallingford estaba convencido de que podría esperar. Abrazaba aquel recuerdo como a una almohada durante el sueño. Era una condena similar a la de recordar el sueño inducido por la cápsula azul.

Patrick Wallingford nunca había querido a una mujer de una manera tan abnegada. Le bastaba con que la señora Clausen amara a su mano izquierda. A ella le encantaba ponérsela sobre el abdomen hinchado y dejar que la mano notara el movimiento del feto.

En un momento determinado, y sin que él se diera cuenta, la señora Clausen había dejado de llevar el adorno en el ombligo. Él no lo había visto desde el momento de su abandono mutuo en el consultorio del doctor Zajac. Tal vez el piercing había sido idea de Otto, o bien éste le regaló el adminículo y por eso ahora era reacia a llevarlo. También era posible que el objeto metálico inidentificado resultara incómodo durante el embarazo. Entonces, a los siete meses, cuando Patrick sintió una extraña punzada en la nueva muñeca (una patada especialmente fuerte del feto) intentó ocultar el dolor. Naturalmente, Doris vio la contracción del rostro. Él no podía ocultarle nada.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó.

Instintivamente se llevó la mano al corazón, aunque lo que observó Wallingford fue que se la llevaba a los senos. Recordó, como si fuese ayer, la manera en que le había asido el muñón mientras le montaba.

– Sólo ha sido una punzada -replicó Patrick.

– Llama a Zajac -le exigió ella-. No hagas el tonto.

Pero no ocurría nada preocupante. El doctor Zajac parecía irritado por el éxito aparentemente fácil del trasplante. Al principio hubo un problema con el pulgar y el índice, cuyos músculos Wallingford no podía mover a voluntad, pero eso se debía a que se había pasado cinco años sin la mano y la muñeca, y los músculos tenían que aprender de nuevo algunas cosas.

Zajac no había tenido que prevenir ninguna crisis; el progreso de la mano había sido tan implacable como los planes de la señora Clausen para ella. Tal vez la verdadera causa de la decepción del doctor Zajac había estribado en que el trasplante de la mano más parecía un triunfo de la mujer que suyo. La noticia principal era que la viuda del donante estaba embarazada, y que seguía manteniendo una relación con la mano de su difunto marido. Y las etiquetas de Wallingford no habían cambiado a «el hombre del trasplante» o «el hombre de la mano trasplantada», sino que seguía siendo, y siempre sería, «el hombre del león» y «el hombre de los desastres».

Y entonces, en septiembre de 1998, tuvo lugar un trasplante de mano y antebrazo en la ciudad francesa de Lyon. El receptor fue Clint Hallam, un neozelandés que vivía en Australia. Este acontecimiento también pareció irritar a Zajac, y tenía motivos para ello. Hallam había mentido, había dicho a los médicos que perdió la mano en un accidente industrial, en un solar en construcción, pero resultó que se la había cortado una sierra circular en una prisión de Nueva Zelanda, donde cumplía una sentencia de dos años y medio por fraude. (Por supuesto, el doctor Zajac pensaba que proporcionar una mano nueva a un ex presidiario era una decisión que sólo podría haber tomado un experto en ética médica.)

De momento, Clint Hallam tomaba más de treinta píldoras al día y no mostraba señales de rechazo. En el caso de Wallingford, ocho meses después del trasplante, seguía tomando más de treinta píldoras al día y, si se le caía calderilla del bolsillo, no podría recogerla con la mano de Otto. Más alentador para el equipo de Boston era el hecho de que la mano izquierda, pese a la ausencia de sensación en los extremos de los dedos, era casi tan fuerte como la derecha. Por lo menos Patrick podría girar un pomo, lo suficiente para abrir la puerta. Doris le había dicho que Otto había sido muy fuerte. (Por alzar tantas cajas de cerveza, sin duda.)

De vez en cuando la señora Clausen y Wallingford dormían juntos, sin relación sexual, incluso sin desnudarse. Doris se limitaba a dormir junto a él, en el lado izquierdo, naturalmente. Patrick no dormía bien, debido en gran parte a la incomodidad de permanecer boca arriba, pero la mano le dolía cuando se colocaba de lado o boca abajo, y ni siquiera el doctor Zajac podía decirle por qué. Tal vez tenía que ver con la reducción del suministro de sangre a la mano, pero era evidente que músculos, tendones y nervios recibían la sangre necesaria.

– Yo jamás afirmaría que hasta ahora ha tenido usted la portería desprotegida -le dijo Zajac-, pero esa mano me parece cada vez más un portero.

Era difícil entender la nueva informalidad de Zajac, y no digamos su amor por la lengua vernácula de Irma. La señora Clausen y su feto habían desbancado al doctor Zajac, quien durante tres minutos fue objeto de la atención general, pero éI no parecía haberse deprimido demasiado. (Que un delincuente fuese el único competidor de Wallingford en la cirugía del trasplante de manos hacía sentirse a Zajac más enojado que deprimido.) Por otro lado, y a consecuencia de las artes culinarias de Irma, había engordado un poco. La alimentación sana, en cantidades adecuadas, también engorda. El cirujano había cedido a sus apetitos. Estaba hambriento debido a la actividad sexual cotidiana.

Que Irma y su ex patrono estuvieran ahora felizmente casados no era asunto de Wallingford, pero sí la comidilla en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados. Y si el mejor cirujano del equipo perdía gradualmente el aspecto de perro salvaje, su hijo Rudy, en el pasado desnutrido, también había engordado unos kilos. Incluso para la mayoría de los envidiosos que se hallaban en la periferia de la vida del doctor Zajac y se burlaban cobardemente de él, el pequeño al que su padre amaba era un niño feliz y normal.

No menos sorprendente fue que el doctor Mengerink le confesara a Zajac su relación sentimental con la vengativa Hildred, la primera esposa de Zajac, actualmente obesa. Hildred estaba indignada con Irma, a pesar de que el doctor Zajac le había aumentado la pensión alimenticia… el coste que eso representaría para Hildred estaba claro: tendría que aceptar la custodia de Rudy a partes iguales.

En vez de ponerse nervioso por la pasmosa confesión del doctor Mengerink, el doctor Zajac se mostró como un dechado de sensibilidad y compasión.

– ¿Con Hildred? Pobre amigo mío… -se limitó a decirle Zajac, rodeando con un brazo los hombros encorvados de Mengerink.

– Es maravilloso lo que puede hacer por ti un poco de sexo -observó con envidia el hermano Gingeleskie superviviente.

¿También había salido del apuro la perra comedora de mierda? En cierto modo, sí. Medea era casi una buena perra; aún sufría «deslices», como los llamaba Irma, pero la caca de perro y sus efectos habían perdido su papel preponderante en la vida del doctor Zajac. Recoger excrementos caninos con la raqueta de lacrosse se había reducido a un simple juego. Y si el doctor había decidido tomar un vaso de vino tinto al día para protegerse el corazón, éste se hallaba en buenas manos con Irma y Rudy. La creciente afición de Zajac al vino de Burdeos rebasaba con mucho la parca dosis que se consideraba beneficiosa para la víscera cordial.