El dolor inexplicado en la nueva mano izquierda de Wallingford seguía sin preocupar demasiado al doctor Zajac. Pero una noche, cuando Patrick estaba acostado castamente con Doris Clausen, ésta le preguntó:
– ¿Qué clase de dolor sientes, exactamente?
– Es una especie de tirantez, pero los dedos apenas se mueven y me duelen las puntas, donde aún no tengo sensación. Es extraño.
– ¿Te duele donde no tienes sensación? -inquirió Doris.
– Eso parece.
– Ya sé lo que pasa -dijo la señora Clausen.
Por el simple hecho de que quería tenderse al lado de su mano izquierda, no debería haber impuesto a Otto el lado contrario al suyo en la cama.
– ¿A Otto? -le preguntó Wallingford.
Doris le explicó que Otto siempre había dormido a su lado izquierdo. Patrick no tardaría en ver de qué manera le había afectado ese problema del lado erróneo.
Con la señora Clausen dormida junto a él, a su lado derecho, sucedió algo que parecía del todo natural. Él se volvió hacia ella y, como si fuese algo innato, incluso mientras dormía, ella se volvió hacia él y apoyó la cabeza en su codo doblado, respirando contra la garganta de Patrick. Él ni siquiera se atrevía a tragar saliva, para no despertarla.
La mano izquierda de Wallingford era presa de espasmos, pero ahora no le dolía. Permaneció inmóvil, esperando a ver qué haría a continuación la nueva mano. Más adelante recordaría que la mano, por impulso propio, se deslizó bajo la camisa de dormir de Doris Clausen y la alzó, y que aquellos dedos carentes de sensibilidad subieron por sus muslos. Al notar el contacto, la señora Clausen separó las piernas, sus caderas se movieron y su vello púbico rozó la palma de la nueva mano izquierda de Patrick como si la alzara una brisa imperceptible.
Wallingford sabía adónde iban sus dedos, aunque éstos carecieran de sensibilidad. El cambio en la respiración de Doris era evidente. Sin poder contenerse, él la besó en la frente y hundió el rostro en su cabello. Entonces ella asió la mano exploradora y se llevó los dedos a los labios. Patrick retuvo el aliento, previendo el dolor, pero no lo sintió. Ella le aferró el pene con la otra mano, pero lo soltó bruscamente.
¡Aquél era otro pene! El hechizo se rompió. La señora Clausen estaba totalmente desvelada. Ambos percibían el olor en los dedos de la notable mano izquierda de Otto, que descansaba sobre la almohada, tocándoles las caras.
– ¿Ya no te duele? -le preguntó Doris.
– No -respondió Patrick. Sólo se refería a que el dolor había desaparecido de la mano-. Pero siento otro dolor, uno nuevo… -añadió.
– No puedo ayudarte contra ése -replicó la señora Clausen de un modo tajante. Pero cuando le dio la espalda, tomó la mano izquierda de Patrick y se la aplicó suavemente sobre el voluminoso vientre-. Si quieres tocarte… ya sabes, mientras me abrazas… tal vez pueda ayudarte un poco.
Lágrimas de amor y gratitud afloraron a los ojos de Patrick. ¿Hacía falta algún decoro en aquella situación? A Wallingford le pareció que lo más apropiado sería terminar de masturbarse antes de que notara las patadas del bebé, pero la señora Clausen le apretaba con firmeza la mano izquierda contra su abdomen, en vez de los senos, y antes de que Patrick pudiera correrse, cosa que consiguió con una rapidez desacostumbrada, el nonato pateó un par de veces. La segunda vez le produjo a Patrick la misma punzada dolorosa de antes, un dolor lo bastante agudo para que se contrajera. Esta vez Doris no se dio cuenta, o tal vez lo confundió con el estremecimiento repentino de la eyaculación.
Lo mejor de todo, se diría Wallingford más adelante, era que la señora Clausen le había recompensado con aquel tono de voz especial que tenía, y que él no había oído en mucho tiempo.
– ¿Ha desaparecido todo el dolor? -le preguntó ella. La mano, de nuevo por su propio impulso, se deslizó desde el abultado vientre al seno hinchado, donde ella permitió que se quedara.
– Sí, gracias -susurró Patrick, instantes antes de cerrar los ojos y quedarse dormido.
En su sueño notaba un olor que al principio no reconoció porque no estaba familiarizado con él. No era un olor que uno percibiera en Nueva York o Boston… y de súbito lo reconoció: ¡era el olor de la pinaza!
Oyó un sonido de agua, pero no era el mar ni tampoco un grifo abierto, sino el agua que chocaba contra la proa de un bote (o tal vez un embarcadero), pero al margen del contexto acuático era música para la mano, que se movía tan suavemente como el agua sobre el contorno del seno ampliado de la señora Clausen.
La punzada, e incluso el recuerdo de la punzada, había desaparecido, y Wallingford dormía mejor que nunca, salvo por un inquietante detalle, en el que reparó al despertar, el de que el sueño no le había parecido del todo suyo. Tampoco estaba tan próximo a la experiencia con la cápsula azul cobalto como le habría gustado.
Para empezar, en el sueño no había imágenes sexuales. Tampoco Wallingford había notado el calor del sol en las tablas del embarcadero, o el de las mismas tablas a través de lo que parecía ser una toalla. Sólo había tenido la sensación lejana de que en alguna parte había un embarcadero.
Aquella noche no oyó en sueños el sonido del obturador. Aquella noche habría sido posible hacerle a Patrick Wallingford un millar de fotos, pues no se habría enterado.
8. Rechazo y éxito
Wallingford se mostró de acuerdo cuando Doris le expresó el deseo de que el niño o la niña que iba a tener conociera la mano de su padre. Esto significaba para Patrick que podía seguir viéndola. Quería a aquella mujer con una esperanza cada vez menor de que ella le correspondiera, mientras se daba la inquietante circunstancia de que ella amaba a la mano. Se la ponía sobre el vientre, donde percibía las persistentes patadas del nonato, y aunque a veces notaba que Wallingford se encogía de dolor, había dejado de considerar alarmantes las punzadas.
– En realidad no es tu mano -le recordó a Patrick la señora Clausen, aunque él no necesitaba que se lo recordaran-. Imagina cómo debe de ser para Otto… notar el movimiento de un hijo al que nunca verá. ¡Claro que le duele!
Pero el dolor era de Wallingford, ¿no? En su vida anterior, con Marilyn, Patrick podría haber respondido sarcásticamente («Ahora que lo planteas así, no me preocupa el dolor.») Pero con Doris… en fin, lo único que podía hacer era adorarla.
Por otro lado, ciertas cosas apoyaban con firmeza la argumentación de la señora Clausen. La mano no parecía pertenecer a Patrick, y jamás parecería suya. La mano izquierda de Otto no era demasiado grande, pero nos miramos mucho las manos, y es difícil acostumbrarse a ver la de otra persona en lugar de la nuestra. Había ocasiones en las que Wallingford contemplaba la mano con tanta atención como si fuese a hablar. No podía resistir la tentación de olerla, y aquél no era su olor. Por la manera en que la señora Clausen cerraba los ojos cuando ella olía la mano, sabía que el olor era el de Otto. Por suerte, Patrick tenía algunas distracciones. Durante el largo periodo de convalecencia y rehabilitación, confinado en la sala de redacción bostoniana a fin de estar cerca del doctor Zajac y el equipo médico de Boston, Patrick empezó a florecer desde el punto de vista profesional. (Tal vez «florecer» no sea el término más apropiado; digamos que la dirección de la cadena televisiva le permitió ampliar sus actividades hasta cierto punto.)
En el canal de noticias crearon un espacio finisemanal para él, que se emitía el sábado por la noche, después del noticiario. Esos complementos informativos de los noticiarios principales se emitían desde Boston. Si bien los productores seguían encargando a Wallingford todas las noticias de sucesos extravagantes, le permitieron presentarlas y resumirlas con una nueva y sorprendente dignidad, tanto por parte del presentador como de la cadena. Nadie en Boston y Nueva York, ni Patrick ni siquiera Dick, podía explicárselo.