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– ¿Tan poco atractiva soy para ti? -solía preguntarle.

– Nada de eso, Mary. Eres una chica muy guapa.

– Sí, claro.

– Por favor, Mary…

– No te pido que te cases conmigo -le decía Mary-. Sólo que pasemos un fin de semana juntos en alguna parte… ¡Una noche no es mucho pedir, creo yo! ¡Vamos, inténtalo! Hasta podría ser que te interesara pasar más de una noche.

– Por favor, Mary…

– No me vengas con ésas, Pat. ¡Te tirabas a todo el mundo! ¿Cómo crees que me siento al ver que no quieres acostarte conmigo?

– Quiero que seamos amigos, Mary, buenos amigos.

– Muy bien, ya que me obligas, te lo diré sin pelos en la lengua. Quiero que me dejes embarazada. Quiero tener un hijo, y contigo saldría un bebé guapísimo. Quiero tu esperma, Pat, así de claro. Quiero tu simiente.

Podemos imaginar que Wallingford era un poco reacio a dejarse convencer por esta proposición. No es que no supiera lo que Mary pretendía, sino que no estaba seguro de que quisiera pasar por eso de nuevo. Sin embargo, en cierto sentido, Mary tenía razón: el hijo de Wallingford sería guapísimo. Ya tenía una prueba de ello.

Tuvo la tentación de decirle a Mary la verdad: que había sido padre, que quería mucho al pequeño y también amaba a Doris Clausen, la viuda del camionero. Pero por muy buena chica que pareciese Mary, lo cierto era que trabajaba en la sala de redacción de Nueva York, y que era periodista. Wallingford habría estado loco si le hubiera dicho la verdad.

– ¿Por qué no recurres a un banco de esperma? -le preguntó Patrick una noche-. Si de veras estás empeñada en tener un hijo mío, consideraría seriamente la posibilidad de hacer una donación a uno de esos bancos.

– ¡Eres un desgraciado! -gritó Mary-. No soportas la idea de acostarte conmigo, ¿verdad? joder, Pat, ¿es que necesitas las dos manos para que se te levante? ¿Qué te pasa? ¿O se trata de mí?

Arranques como aquél ponían fin a sus encuentros semanales para cenar juntos, por lo menos durante una temporada. Aquella noche inquietante, cuando regresaban de cenar y el taxi se detuvo primero ante el edificio donde vivía Mary, ella bajó sin darle siquiera las buenas noches.

Wallingford, que estaba comprensiblemente aturdido, le dio al taxista una dirección errónea. Cuando se dio cuenta, el taxi ya se había ido y Patrick estaba ante su antigua vivienda, en la calle Sesenta y dos, donde había vivido con Marilyn. No podía hacer más que caminar media manzana hasta Park Avenue y parar otro taxi, pues estaba demasiado cansado para recorrer a pie las veintitantas manzanas hasta su casa. Pero el por tero que se confundía le reconoció y salió corriendo a su encuentro antes de que Patrick pudiera alejarse.

– ¡Señor Wallingford! -exclamó sorprendido Vlad, Vlade o Lewis.

– Soy Paul O'Neill -replicó Patrick, alarmado, y le tendió su única mano-. Bateo y lanzo con la izquierda… ¿recuerda?

– ¡Ah, señor Wallingford, Paul O'Neill no le llega a la suela de los zapatos! -dijo el portero-. ¡Me encanta su nuevo programa! Su entrevista al niño sin piernas… ya sabe, el que se cayó o le empujaron al foso donde estaba el oso polar.

– Lo sé, Vlade -dijo Patrick.

– Me llamo Lewis -repuso Vlad-. Como le decía, lo pasé en grande con esa entrevista. Y aquella pobre mujer… la jodieron bien al darle los resultados del… el frotis… su hermana… ¡Es increíble!

– También a mí me costó creerlo -admitió Wallingford-. La prueba de Papanicolau es muy precisa, pero si le dan a una mujer el resultado de otra…

– Su esposa está con alguien -le dijo solapadamente el portero-. Quiero decir que esta noche tiene compañía.

– Es mi ex esposa -le recordó Patrick.

– Casi todas las noches está sola.

– Puede hacer lo que quiera con su vida.

– Sí, ya lo sé -replicó el portero-. ¡Usted sólo la ayuda a mantenerse!

– No tengo ninguna queja de su manera de vivir -puntualizó Patrick-. Ahora yo vivo en el norte, en la calle Ochenta y tres Este.

– No se preocupe, señor Wallingford -le dijo el portero-. ¡No se lo diré a nadie!

En cuanto a la mano que le faltaba, Patrick se complacía en agitar el muñón ante la cámara, y también demostraba alegremente sus repetidos fracasos con una variedad de prótesis.

– Vean esto, sólo con un poco más de habilidad sería capaz de dominar este artilugio -solía decir Wallingford-. El otro día vi a un hombre que le cortaba las uñas a su perro con uno de estos cacharros, y era un perro juguetón, que no paraba quieto.

Pero los resultados eran predecibles: Patrick se derramaba el café en el regazo, o se enredaba la prótesis con el cable y hacía saltar el pequeño micrófono de la solapa.

Al final volvía a mostrar el muñón, sin ningún elemento artificial.

– Les ha hablado Patrick Wallingford, del canal de noticias internacionales. Buenas noches, Doris -añadía siempre, agitando el muñón-. Buenas noches, mi pequeño Otto.

Patrick tardó largo tiempo en salir con mujeres al ritmo en que lo hacía antes. Después de intentarlo, se sintió decepcionado, pues el ritmo era o bien demasiado rápido o bien demasiado lento. Se sentía desfasado, y dejó de salir con mujeres. En ocasiones, cuando viajaba, conocía a alguna y dejaba que le persuadiera para hacer el amor con ella, pero ahora que era presentador y no reportero, viajaba bastante menos. Además, uno no podía llamar «salir» a dejarse persuadir para hacer el amor. Como era propio de él, Wallingford no lo habría llamado de ninguna manera.

Por lo menos no había nada comparable a la expectación que había sentido cuando la señora Clausen se ponía de lado, dándole la espalda, y le tomaba la mano (¿o era la de Otto?), colocándosela primero en el costado y luego en el abdomen, donde el nonato esperaba para darle patadas. Nada podía igualar aquellas sensaciones, o el sabor de su nuca, o el olor de su cabello.

Patrick Wallingford había perdido la mano izquierda en dos ocasiones, pero había ganado un alma, y lo que se la había proporcionado era el hecho de amar a la señora Clausen y de haberla perdido. Era el anhelo que tenía de ella y el deseo de que fuese feliz; era también haber recuperado la mano izquierda y haberla perdido de nuevo; era el deseo de que su hijo fuese el hijo de Otto Clausen, casi tanto como Doris lo había deseado; era amar, incluso sin ser correspondido, al pequeño Otto Clausen y a su madre. Y era tanto el dolor que Patrick sentía en el alma, que resultaba visible incluso en la televisión… Ya no era posible que nadie le tomara por Paul O'Neill, ni siquiera el portero de las confusiones.

Seguía siendo el hombre del león, pero algo en él se había alzado por encima de esa imagen de su mutilación; seguía siendo el hombre de los desastres, pero presentaba las noticias de la noche con una nueva autoridad. Había llegado a dominar el aspecto que antes practicaba en los bares a la hora del cóctel, cuando sentía lástima de sí mismo. Aquel aspecto seguía diciendo: «apiadaos de mí», pero ahora su tristeza parecía accesible.

Sin embargo, a Wallingford no le impresionaban los progresos de su alma. Puede que los demás lo observaran, pero ¿qué importaba? Al fin y al cabo, no estaba al lado de Doris Clausen.

9. Wallingford conoce a una compañera de viaje

Mientras tanto, una mujer atractiva, fotogénica, que renqueaba al andar acababa de cumplir los sesenta años. En su adolescencia y toda su vida adulta había llevado faldas o vestidos largos para ocultar la pierna deforme. Fue la última niña de su ciudad natal que enfermó de poliomielitis, pues la vacuna de Salk llegó demasiado tarde para ella. Durante casi tanto tiempo como había sufrido la deformidad se había dedicado a escribir un libro con un título provocador: Cómo estuve apunto de librarme de la polio. Decía que el final del siglo le parecía «una época tan buena como cualquier otra» para ofrecer su libro a más de una docena de editores, pero todos ellos se lo habían rechazado.