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– La verdad es que, con suerte o sin ella, con la polio o con lo que sea, el libro no está muy bien escrito -le confesó a Patrick Wallingford ante las cámaras la mujer de la pierna deforme y renqueante. Cuando estaba sentada, tenía un magnífico aspecto-. Lo que pasa es que cuanto me ha ocurrido en la vida se ha debido a que no me dieron esa vacuna. En cambio, enfermé de polio.

Por supuesto, enseguida consiguió un editor tras la entrevista con Wallingford, y casi de la noche a la mañana su libro tuvo un nuevo título: En cambio, enfermé de polio. Alguien reescribió el libro y alguien más iba a basarse en él para hacer una película, cuya protagonista sería una mujer que no se parecía en nada a la mujer de la pierna deforme y renqueante, excepto en que la actriz también era atractiva y fotogénica. Eso era lo que salir por televisión al lado de Wallingford podía hacer por una persona.

A Patrick no se le ocultaba la ironía de que el mundo le contempló por primera vez cuando él perdió la mano izquierda. En esos retazos de «lo mejor del siglo» que se compilaban especialmente para la televisión, siempre se incluía el episodio del león que devoraba la mano. Sin embargo, cuando perdió la mano por segunda vez o, con más precisión, cuando perdió a la señora Clausen, ninguna cámara pudo registrarlo. De lo que más le importaba a Wallingford no había quedado constancia televisiva.

En el nuevo siglo, por lo menos durante algún tiempo, se recordaría a Patrick corno el hombre del león. Pero si Wallingford hubiera apuntado los tantos de su vida, no habría empezado a contarlos hasta que conoció a Doris Clausen, lo cual no era ni noticia ni un hecho histórico. De esa manera el mundo apunta los tantos.

A Patrick Wallingford no se le recordaría en el capítulo de los trasplantes. Al finalizar el siglo lo que contaba eran los éxitos, no los fracasos. Así, en el campo del trasplante de manos el doctor Nicholas M. Zajac seguiría sin ser famoso, pues su momento de posible grandeza fue superado por la que llegó a ser la primera intervención de esas características que tuvo éxito en Estados Unidos, y la segunda en el mundo. «El tipo de los petardos», como Zajac llamaba vulgarmente a Matthew David Scott, parecía tener una nueva mano decidida a quedarse con él.

El 12 de abril de 1999, menos de tres meses después de haber recibido una nueva mano izquierda, el señor Scott realizó el saque de honor en el partido inaugural de los Phillies en Filadelfia. Wallingford no estaba exactamente celoso. (Envidioso… bueno, tal vez, pero no como se podría pensar.) De hecho, Patrick preguntó a Dick, su jefe de redacción, si podría entrevistar a aquel hombre cuyo trasplante había sido un éxito evidente. ¿No sería apropiado, sugirió el periodista, felicitar al señor Scott por tener lo que él (Wallingford) había perdido? Pero precisamente a Dick, un hombre que destacaba por su vulgaridad, la idea le pareció vulgar. La consecuencia fue que despidieron a Dick, aunque muchos dirían que era un jefe de redacción a la espera de que lo despidieran.

La euforia de las mujeres en la sala de redacción neoyorquina duró poco. El nuevo jefe de redacción era tan gilipollas como lo había sido Dick, y respondía al decepcionante nombre de Fred. Como Mary X diría (la joven se había vuelto más deslenguada con el transcurso de los años): «Si alguien ha de pasarme por la piedra, prefiero que sea la de Dick que la de Fred».

En el nuevo siglo, el mismo equipo internacional de cirujanos que llevaron el primer trasplante de mano con éxito en la ciudad francesa de Lyon volvería a la carga. Esta vez intentaron el primer trasplante mundial de ambas manos y antebrazos. El receptor, cuyo nombre no se hizo público, era un francés de treinta años que perdió las manos en un accidente con petardos (uno más) en 1996. El donante era un muchacho de diecinueve años que se había caído al vacío desde un puente.

Pero a Wallingford sólo le interesaría la evolución de los dos primeros receptores.

Al primero, el ex presidiario Clint Hallam, le amputaría la mano uno de los cirujanos que llevó a cabo la operación de trasplante. Dos meses antes de la amputación, Hallam había dejado de tomar los medicamentos prescritos como parte del tratamiento antirrechazo. Le vieron ocultando la mano, a la que calificaba de «horrenda», en un guante de cuero. (Más adelante Hallam negaría que hubiera dejado de tomar la medicación.) Y proseguiría su tensa relación con la ley. La policía francesa lo detuvo presuntamente por robar dinero y una tarjeta de American Express a un paciente con el hígado trasplantado del que se había hecho amigo en el hospital de Lyon. Aunque finalmente le permitieron abandonar Francia, después de que devolviera parte del dinero, la policía ordenó su detención en Australia debido a su presunto papel en una operación de contrabando de combustible. (Parece ser que Zajac estaba en lo cierto con respecto a él.)

El segundo, Matthew David Scott, de Absecon, localidad de Nueva Jersey, es el único receptor de una nueva mano a quien Wallingford consideraría envidiable por los aspectos interesantes de su trasplante. Nunca envidió la mano del señor Scott, pero en la cobertura que dieron los medios de comunicación al partido de los Phillies, en el que el hombre de los petardos hizo el primer lanzamiento, Wallingford reparó en que Matthew David Scott estaba con su hijo. Lo que Patrick envidiaba del señor Scott era aquel niño.

Había tenido premoniciones de lo que llamaría el «sentimiento de paternidad» cuando aún estaba en plena recuperación, tras haber perdido la mano de Otto. Los analgésicos no tenían nada de especial, pero podrían haberle impulsado a mirar sin compañía, por primera vez, la Super Bowl. ¡Uno no mira a solas un partido de esa importancia!

Seguía queriendo llamar a la señora Clausen y pedirle que le explicara lo que sucedía en el partido, pero la XXXIII Super Bowl era el aniversario del accidente o suicidio de Otto Clausen en su camión de transporte de cerveza, y, además, los Packers no jugaban. En consecuencia, Doris le había dicho a Patrick que tenía la intención de marcharse lejos, donde no hubiera posibilidad de ver ni oír el partido. Patrick estaría solo.

Se tomó una o dos cervezas mientras miraba el encuentro, pero no lograba entender por qué aquello gustaba tanto a la gente. Para ser justo, era un mal partido. Los Broncos ganaron la Super Bowl como lo hicieran el año anterior, y sin duda sus hinchas estaban satisfechos, pero el encuentro no había sido reñido, ni siquiera competitivo. Para empezar, los Falcons de Atlanta estaban fuera de lugar en la Super Bowl. (Por lo menos ésa era la opinión de todas las personas con las que más adelante Wallingford hablaría en Green Bay)

No obstante, incluso mientras miraba distraídamente la Super Bowl, por primera vez Patrick podía imaginarse yendo a un partido de los Packers en el estadio Lambeau con Doris y el pequeño Otto. O tal vez sólo con el niño cuando fuese un poco mayor. La idea le había sorprendido, pero corría enero de 1999. En abril de ese año, cuando Wallingford viera a Matthew David Scott y su hijo en el encuentro de los Phillies, la misma idea ya no le sorprendería; había dispuesto de un par de meses mas para echar de menos a Otto hijo y a la madre del muchacho. Aunque fuese cierto que había perdido a la señora Clausen, Wallingford temía con razón que si ahora (a mediados del verano de 1999, cuando Otto hijo sólo contaba ocho meses de edad y ni siquiera gateaba) no hacía un esfuerzo por ver más al pequeño Otto, no habría ninguna base sobre la que edificar una relación cuando el chico fuese mayor.

La única persona en Nueva York a la que Wallingford confesó sus temores de que había perdido la oportunidad de ser padre fue Mary. ¡Difícilmente podría haber elegido una confidente peor! Cuando Patrick le dijo que anhelaba «ser más que un padre» para Otto Clausen hijo, Mary le recordó que podía embarazarla a ella cuando le viniera en gana y ser así padre de un niño que viviría en Nueva York.