Выбрать главу

Fiel a sí mismo, no encendería la televisión durante el fin de semana. Puesto que la única alternativa era la biografía de Byron, la resistencia de Patrick a encender el receptor era todavía más notable. Pero se durmió con tanta rapidez (Byron apenas había nacido y el irresponsable padre del futuro poeta aún vivía) que la biografía no le causó dolor alguno.

Por la mañana desayunó en el restaurante informal situado en la planta baja del hotel. La sala le molestaba, sin que supiera por qué. No se debía a los niños. Tal vez había demasiados adultos a quienes parecía molestarles la presencia de los niños. La noche anterior y aquella mañana, precisamente cuando Wallingford no miraba la televisión ni siquiera echaba un vistazo al periódico, el país entero estaba pendiente de una de aquellas noticias en las que se especializaba el canal de los desastres. La avioneta de John Kennedy hijo había desaparecido, y parecía ser que había caído al océano. Pero no había nada que ver, y lo que salía una y otra vez en la pantalla era la imagen del pequeño Kennedy en el cortejo fúnebre de su padre. Allí estaba John hijo, un niño de tres años con pantalones cortos, saludando marcialmente al féretro de su padre, tal como su madre, susurrándole al oído, le había dicho que lo hiciera sólo unos segundos antes. Más adelante Wallingford se diría que esa imagen podría considerarse el momento representativo del siglo más próspero de Estados Unidos, un siglo que también había muerto, aunque sigamos comercializándolo.

Tras desayunar, Patrick siguió sentado, tratando de terminar el café sin devolver la mirada a una mujer de edad mediana que le había estado mirando sin cesar desde el otro extremo de la sala. Pero al final la mujer avanzó hacia él. Fingía que sólo pasaba por allí, pero Wallingford sabía que iba a decirle algo. Siempre se daba cuenta de esas cosas, y a menudo era capaz de adivinar lo que las mujeres iban a decirle, pero no fue así en esta ocasión.

En el pasado había sido guapa. No usaba maquillaje, y su cabello castaño sin teñir se estaba volviendo gris. Las patas de gallo en las comisuras de los ojos castaño oscuro le daban un aire de tristeza y fatiga que hacía pensar a Wallingford en la señora Clausen cuando fuese mayor.

– Escoria… cerdo asqueroso… ¿cómo puede dormir por la noche? -le preguntó la mujer en un áspero susurro. Apretaba los dientes y sólo los separaba lo suficiente para escupirlas palabras.

– Disculpe? -le dijo Patrick Wallingford.

– No ha tardado mucho en venir aquí, ¿no es cierto? -siguió diciéndole ella-. Esas pobres familias… ni siquiera han rescatado los cuerpos. Pero eso no le detiene a usted, ¿verdad? Medra en la desgracia ajena. Su cadena debería llamarse el canal de la muerte… no, ¡el canal del duelo! ¡Porque hacen algo más que invadir la intimidad de la gente, les roban su aflicción! ¡Hacen público su duelo privado, incluso antes de que hayan tenido ocasión de afligirse!

Wallingford supuso, erróneamente que la mujer hablaba en general de su pasado como presentador de noticias. Desvió la vista de la mirada fija de la mujer, pero vio que ninguno de los demás clientes del hotel que estaban desayunando acudiría en su ayuda. A juzgar por sus expresiones unánimemente hostiles parecían compartir el punto de vista de aquella demente.

– Procuro informar de lo que sucede de una manera solidaria… -empezó a decir Patrick, pero la mujer, casi violenta, le interrumpió.

– ¡No me hable de solidaridad! ¡Si usted se solidarizara con esa pobre gente, los dejaría en paz!

Puesto que la mujer estaba claramente perturbada, ¿qué podía hacer Wallingford? Sujetó la cuenta sobre la mesa con el muñón, anotó el número de su habitación, la firmó y dejó una propina. La mujer le observaba fríamente. Patrick se puso en pie, se despidió de ella con una inclinación de cabeza y se dispuso a abandonar el restaurante. Los niños que estaban en la sala le miraban fijamente el brazo sin mano.

Un subjefe de cocina, que parecía enojado y vestía de blanco de los pies a la cabeza, le miraba desde detrás de un mostrador.

– Hiena -le dijo.

– ¡Chacal! -gritó una anciana desde una mesa adyacente. La mujer, la primera atacante de Patrick, le dijo a sus espaldas:

– Buitre… se alimenta de carroña…

Wallingford siguió andando, pero notaba que la mujer le seguía; le acompañó a los ascensores, donde él oprimió el botón y esperó. La oía respirar, pero no la miraba. Cuando la puerta del ascensor se abrió, entró en el camarín y dejó que la puerta se cerrase a sus espaldas. Hasta que pulsó el botón de su planta y se volvió no supo que la mujer no estaba allí, y le sorprendió encontrarse a solas.

Patrick pensó que aquellas actitudes se debían a la atmósfera de Cambridge, a todos aquellos intelectuales de Harvard y del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que odiaban la vulgaridad de los medios de comunicación. Se cepilló los dientes, con la mano derecha, naturalmente. Nunca olvidaba que acababa de aprender a cepillárselos con la izquierda cuando ésta dejó de responderle. Todavía sin saber lo que había ocurrido, bajó al vestíbulo y tomó un taxi para ir al consultorio del doctor Zajac.

Le desconcertó que el doctor Zajac, y en concreto su cara, oliera a actividad sexual. Esta prueba de vida privada no era lo que Wallingford deseaba saber de su cirujano, mientras éste leaseguraba de nuevo que no había nada alarmante en las sensaciones que experimentaba en el muñón.

Resultó que existía una palabra para la sensación producida por los pequeños e invisibles insectos que pululaban encima o debajo de su piel.

– Formicación -le dijo el doctor Zajac.

Naturalmente, Wallingford no le oyó bien.

– ¿Perdone?

– Esa palabra significa «alucinación táctil» -le explicó el médico-. Formicación, con eme.

– Ah.

– Es como si los nervios tuvieran una memoria larga -siguió diciendo Zajac-. Lo que los provoca no es la mano desaparecida. He mencionado su vida sentimental porque usted se refirió a ella en cierta ocasión. En cuanto al estrés, me basta con imaginar la semana que le espera. No le envidio los próximos días. Ya sabe a qué me refiero.

No, Wallingford no sabía a qué se refería el doctor Zajac. ¿Qué creía que le esperaba en los próximos días? Pero aquel hombre siempre le había parecido algo loco. Patrick se dijo que tal vez todo el mundo en Cambridge estaba un poco loco.

– La verdad es que no soy muy feliz en el aspecto sentimental -le confesó Wallingford, pero no dijo más, pues no recordaba haber hablado nunca de su vida amorosa con Zajac. (¿Acaso los analgésicos habían sido más potentes de lo que creía cuando los tomó?)

En el consultorio del cirujano, intentó discernir las evidentes diferencias con el pasado, y se sintió más confuso. Aquella estancia era un suelo sagrado, pero parecía haber cambiado mucho desde la ocasión en que la señora Clausen le violó en la misma silla en la que él ahora se sentaba y desde la que examinaba las paredes.

¡Pues claro! ¡Las fotos de los pacientes famosos de Zajac habían desaparecido! En su lugar había dibujos infantiles, en realidad dibujos de un solo niño, de Rudy. Castillos en el cielo, le pareció a Patrick, y varios de un gran barco que se hundía. Sin duda el joven artista había visto la película Titanic. (Tanto Rudy como el doctor Zajac la habían visto dos veces, aunque el cirujano había hecho que Rudy cerrara los ojos durante la escena de sexo en el coche.)