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En su habitación del Charles, Wallingford se sentía demasiado asqueado para encender el televisor. Si regresaba a Nueva York, no sólo tendría que responder a los mensajes del con testador automático, sino que el teléfono no dejaría de sonar. Si se quedaba en su habitación del Charles, acabaría por ver la televisión, aun cuando ya supiera lo que vería: a sus colegas periodistas, nuestros árbitros morales nombrados por sí mismos, con un aspecto de lo más serio y hablando de tal manera que su sinceridad parecería inequívoca.

Ya debían de haber aterrizado en Hyannisport. Habría un seto, esa siempre predecible barrera de ligustro en el fondo del marco. Detrás del seto, sólo las ventanas del piso superior de la casa brillantemente iluminada serían visibles. (Las ventanas de las buhardillas tendrían las cortinas corridas.) No obstante, de alguna manera el periodista, de pie en primer plano de la toma, se las ingeniaría para dar la impresión de que le habían invitado.

Naturalmente, habría un análisis de la desaparición de la avioneta en la pantalla del radar, y algún comentario serio sobre el presunto error del piloto. Muchos de los colegas de Patrick no perderían la oportunidad de condenar el discernimiento de John Kennedy hijo; incluso se pondría en tela de juicio el discernimiento de todos los Kennedy. Con toda seguridad se plantearía la cuestión del «desasosiego genético» entre los varones de la familia. Y mucho más tarde, por ejemplo, a fines de la semana siguiente, algunos de esos mismos periodistas declararían que la cobertura del suceso había sido excesiva, y entonces pedirían que se pusiera fin a la información. Siempre actuaban del mismo modo.

Wallingford deseó saber cuánto tiempo pasaría antes de que algún miembro de la sala de redacción neoyorquina le preguntara a Mary dónde estaba. ¿O acaso la misma Mary intentaría comunicarse con él? Sabía que había ido a visitar al cirujano que le operó. En la época de la intervención, el nombre de Zajac salió en las noticias. Mientras yacía inmóvil en aquella fría habitación, a Patrick le pareció extraño que alguien de la cadena no le hubiera llamado ya al hotel. Tal vez Mary también estaba ausente.

Obedeciendo a un impulso, Wallingford descolgó el auricular y marcó el número de su casa de verano en Bridgehampton. Una mujer que, a juzgar por su tono, parecía histérica, se puso al aparato. Era Crystal Pitney. Éste era su apellido de casada, pero Patrick no recordaba cuál era su apellido cuando se acostaba con ella. Recordaba, eso sí, que había algo raro en su manera de hacer el amor, pero no sabía con precisión qué era.

– ¡Patrick Wallingford no está aquí! -gritó Crystal, en vez de responder con el saludo habitual-. ¡Aquí nadie sabe dónde está!

Patrick oyó el ruido de fondo de la televisión. El sonido monótono, familiar, a medias serio, estaba puntuado por ocasionales arranques de las mujeres.

– ¿Diga? -respondió Crystal Pitney. Wallingford guardó silencio-. ¿Quién es usted, un tío raro? ¡Es uno de esos que sólo respiran! -anunció la enfurecida señora Pitney a las demás mujeres.

Entonces Wallingford recordó su peculiaridad. Antes de acostarse juntos por primera vez, Crystal le advirtió de antemano que tenía una extraña anomalía respiratoria. Cuando se quedaba sin aliento y no le llegaba suficiente oxígeno al cerebro, empezaba a tener visiones y, en general, se volvía un poco loca. Esto último era un eufemismo. Crystal se quedó enseguida sin aliento, y antes de que Wallingford supiera lo que ocurría, la mujer le mordió la nariz y le quemó la espalda con la lámpara que estaba sobre la mesilla de noche.

Patrick no había visto nunca al señor Pitney, el marido de Crystal, pero admiraba la fortaleza de aquel hombre. (Según el criterio de las mujeres de la sala de redacción, el matrimonio de los Pitney había durado largo tiempo.)

– ¡Pervertido! -gritó Crystal-. ¡Si le viera le arrancaría la cara a mordiscos!

Patrick no dudaba de la seriedad de esta amenaza, y colgó el aparato antes de que Crystal se quedara sin aliento. Entonces se puso el bañador y un albornoz y fue a la piscina, donde nadie podría llamarle por teléfono.

En la piscina sólo había otra persona, una mujer que nadaba de un extremo a otro. Llevaba un gorro de baño negro, que daba a su cabeza el aspecto de la de una foca, y agitaba el agua con recias brazadas y un movimiento aleteante de los pies. Patrick pensó que tenía la fuerza inconsciente de un juguete de cuerda. No iba a relajarse si compartía la piscina con ella, por lo que se retiró a la bañera de agua caliente, donde estaría a solas. No puso en marcha los chorros que producían remolinos, pues prefería que el agua estuviera quieta. Poco a poco se acostumbró al calor, pero apenas había encontrado una posición cómoda, a medio camino entre sentarse y flotar, cuando la mujer salió de la piscina, conectó el cronómetro de los chorros y se sumergió en la burbujeante bañera donde estaba Patrick.

La mujer había rebasado la vertiente joven de la edad madura y empezado a descender por el otro lado. Wallingford examinó con rapidez aquel cuerpo nada atractivo y desvió cortésmente la mirada.

La falta de vanidad de la mujer era cautivadora. Estaba erguida en el agua agitada, de modo que los hombros y el torso sobresalían de la superficie. Se quitó el gorro de baño y sacudió la cabellera aplastada. Fue entonces cuando Patrick la reconoció. Era la mujer que aquella mañana, en el comedor, le había dicho que se alimentaba de carroña, la que le había seguido, con los ojos encendidos de rabia y la respiración perceptible, hasta el ascensor. No pudo ocultar su sobresalto al reconocerle, que fue simultáneo al de Wallingford. Ella fue la primera en hablar.

– Qué situación más violenta.

Hablaba en un tono distinto, más suave que el de la mañana, cuando le atacó en el comedor.

– No quiero provocar su hostilidad -le dijo Patrick-. Iré a la piscina. De todos modos, prefiero la piscina que esta bañera. Apoyó la mano derecha en el saliente bajo el agua y se impulsó para incorporarse. El muñón del antebrazo izquierdo emergió del agua como una herida en carne viva y goteante. Era como si alguna criatura subacuática le hubiese devorado la mano. El agua caliente había vuelto el tejido cicatricial de un color rojo como la sangre.

La mujer se levantó al mismo tiempo. El bañador mojado no realzaba su figura: tenía los pechos caídos y el vientre, que había parecido casi liso, sobresalía como una pequeña bolsa.

– Quédese un momento, por favor -le pidió ella-. Quiero darle una explicación.

– No tiene necesidad de disculparse -replicó Patrick-. En general, estoy de acuerdo con usted, pero no comprendía el contexto. No he venido a Boston debido a la desaparición de la avioneta de John Kennedy hijo. Ni siquiera estaba enterado de lo ocurrido cuando usted se dirigió a mí. He venido a ver a mi médico, para que me examinara la mano.

Alzó instintivamente el muñón, al que aún se refería como si fuese una mano. Se apresuró a bajarlo, de modo que quedó a su costado, en el agua caliente, porque vio que, sin darse cuenta, había señalado con la mano ausente los senos caídos de la mujer. Ella le rodeó el antebrazo izquierdo con ambas manos y tiró de él para que se sumergiera en el agua agitada con ella. Se sentaron en el escalón subacuático, y las manos de la mujer le sujetaron dos o tres centímetros por encima del borde de la amputación. Sólo el felino le había retenido con más firmeza. Volvió a tener la sensación de que las puntas de los dedos anular e índice izquierdos estaban tocando un bajo vientre femenino, aunque tales dedos no existían.