Wallingford supo que a Sarah Williams le había afectado algo más que la llamada telefónica de Mary. A veces es más fácil confiar a un desconocido las cosas más íntimas, y el mismo Patrick lo había hecho. ¿Y no le había tratado Sarah con cariño maternal durante todo un día? Lo menos que podía hacer era acompañarla cuando le practicaran el aborto. ¿Qué importaba que alguien le reconociera? El aborto era legal, y él creía que debía serlo. Lamentó su vacilación anterior.
Así pues, cuando Wallingford llamó a recepción para pedir que le despertaran a una hora determinada, pidió también que le comunicaran con la habitación de Sarah, pues desconocía el número. Quería proponerle que tomaran juntos un bocado. Sin duda algún local de Harvard Square aún estaría abierto, sobre todo un sábado por la noche. Quería convencerla de que le permitiera acompañarla a la clínica, y le parecía que sería mejor intentar persuadirla durante la cena.
Pero en la recepción le informaron de que no había en el hotel ninguna clienta que se llamara Sarah Williams.
– Debe de haberse marchado hace un momento -dijo Patrick.
Se oyó el sonido de unos dedos sobre el teclado de un ordenador. Wallingford imaginó que, en el nuevo siglo, probablemente ése será el último sonido que todos oiremos antes de morir.
– Lo siento, señor-le dijo la recepcionista-. Aquí nunca se ha alojado una persona llamada Sarah Williams.
Wallingford no se sorprendió demasiado. Más tarde llamaría al departamento de lengua y literatura inglesas de la Universidad Smith, y tampoco se sorprendería al descubrir que allí no enseñaba nadie que respondiera al nombre de Sarah Williams. Era cierto que le había parecido una profesora adjunta de lengua inglesa cuando le habló de Stuart Little, y era posible que diera clases en Smith, pero no se llamaba Sarah Williams.
Quienquiera que fuese, era evidente que le había molestado la idea de que Patrick engañaba a otra mujer, o que había en su vida otra mujer y se sentía engañada. Era posible que ella engañara a alguien, o que la hubieran engañado. Lo del aborto parecía cierto, como su temor a la muerte de sus hijos y nietos. Patrick había percibido un solo titubeo en su voz, cuando le dijo su nombre.
Le irritaba haberse convertido en un hombre con quien cualquier mujer decente prefería mantener el anonimato. Hasta entonces jamás se había considerado un hombre así.
Cuando tenía ambas manos, Patrick había experimentado con el anonimato, en particular cuando estaba en compañía de la clase de mujer con la que cualquier hombre preferiría permanecer anónimo. Pero tras el episodio del león, no podía dejar de ser Patrick Wallingford, de la misma manera que no podía hacerse pasar por Paul O'Neill, por lo menos para cualquiera que tuviera sus facultades mentales intactas.
En vez de quedarse a solas con tales pensamientos, Patrick cometió el error de encender el televisor. Un comentarista político, cuya especialidad, a juicio de Wallingford, siempre había sido una comprensión a posteriori intelectualmente inflada, especulaba sobre lo que podría haber sido la vida de John F. Kennedy hijo, ahora trágicamente abreviada. El comentarista hacía con toda seriedad una afirmación absurda, la de que a John Kennedy hijo las cosas le habrían ido mejor en todos los sentidos si no hubiera hecho caso del consejo de su madre y se hubiese dedicado al cine. ¿No habría muerto el joven Kennedy en un accidente aéreo si hubiera sido actor?
Era cierto que la madre de John hijo no había querido que fuese actor, pero el atrevimiento del comentarista político era enorme. ¡La más notoria de sus especulaciones irresponsables era que el trayecto más suave e inalterable de John hijo hacia la presidencia pasaba por Los Ángeles! Para Patrick, la inanidad de semejante teoría, digna de Hollywood, era doble: primero, afirmar que el joven Kennedy debería haber seguido los pasos de Ronald Reagan y, segundo, asegurar que John Fitzgerald Kennedy hijo había querido ser presidente.
Patrick prefirió sus otros demonios, más personales, y apagó el televisor. Allí, en la oscuridad, la nueva idea de intentar que lo despidieran le saludaba con la familiaridad de una vieja amiga. Sin embargo, esa otra idea nueva, la de que era un hombre cuya compañía una mujer sólo aceptaría a condición del anonimato, le hacía estremecerse, y también provocaba una tercera idea nueva: ¿y si dejaba de oponer resistencia a Mary y se acostaba con ella? (Por lo menos Mary no insistiría en proteger su anonimato.)
Había, pues, tres nuevas ideas brillando en la oscuridad, que le apartaban de la soledad de una mujer de cincuenta y un años que no quería abortar pero a la que aterraba tener un hijo. Por supuesto, que aquella mujer abortase o dejara de abortar no era asunto de Patrick Wallingford, no era asunto de nadie salvo de ella misma.
Y a lo mejor ni siquiera estaba embarazada. Tal vez tan sólo tenía el abdomen un poco prominente. Quizá le gustaba pasar los fines de semana en un hotel con un desconocido, y todo aquello no era más que una actuación. Actuar era el punto fuerte de Patrick, lo hacía constantemente.
– Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto -susurró en la habitación a oscuras. Era lo que decía cuando quería estar seguro de que no estaba actuando.
10. El intento de conseguir el despido
La mezcla de éxtasis y duelo causada por la nueva tragedia de la familia Kennedy llevaba casi una semana en el primer plano de la actualidad cuando Wallingford intentó, sin conseguirlo, prepararse para un improvisado fin de semana con la señora Clausen y el pequeño Otto en la casita del lago. El telediario del viernes, una semana después de que la avioneta de Kennedy cayera al mar, sería el último antes de que Patrick viajara al norte, aunque no podría conseguir un vuelo desde Nueva York que conectara con Green Bay hasta el sábado por la mañana. No había ninguna manera óptima de viajar a Green Bay.
El noticiario del jueves por la noche fue bastante malo. Ya no sabían qué decir, y una indicación evidente de ello fue la entrevista que le hizo Wallingford a una crítico feminista a quien nadie hacía caso. (Incluso Evelyn Arbuthnot la había dejado ex profeso al margen.) La mujer había escrito un libro sobre la familia Kennedy en el que afirmaba que todos los hombres eran misóginos. No le sorprendía que un joven Kennedy hubiera matado a dos mujeres en su avioneta.
Patrick pidió que omitieran la entrevista, pero Fred creía que aquella autora hablaba en nombre de muchas mujeres. A juzgar por la brusca reacción de las periodistas en la redacción neoyorquina, la crítico feminista no hablaba en nombre de ellas. Wallingford, siempre indefectiblemente cortés como entrevistador, tuvo que hacer un esfuerzo por mantener las formas.
La mujer se refería una y otra vez a la «fatal decisión» del joven Kennedy, como si su vida y su muerte hubiesen sido una novela. «Partieron tarde, estaba oscuro, había niebla, sobrevolaban el mar y John-John tenía una experiencia limitada como piloto.
Con un atisbo de sonrisa en su apuesto rostro y una expresión reveladora de que la señora no le convencía, Patrick pensaba que todo eso no era nuevo. También le parecía reprensible que aquella arrogante mujer llamara una y otra vez «John-John» al difunto.
– Ha sido víctima de su propio pensamiento viril, el síndrome masculino de los Kennedy -comentó la escritora-. Está claro que John-John obedecía a los impulsos de la testosterona. Todos son así.
– Todos… -fue lo único que Wallingford acertó a decir.
– Ya sabe lo que quiero decir -replicó ella-. Los hombres del lado paterno de la familia.