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Estaban, además, las llamadas telefónicas, que iban a escuchar a través del contestador automático durante toda la noche. Él se mostraba partidario de bajar el volumen, pero Angie insistió en controlar las llamadas. En primer lugar, había dado a varios miembros de su familia el número de Patrick por si se presentaba una emergencia. Pero la primera llamada fue de la nueva jefa de redacción de Patrick, Mary Shanahan.

Wallingford oyó el fondo cacofónico que creaban las mujeres de la sala de redacción, la ruidosa hilaridad de su celebración, que contrastaba con la voz de barítono del camarero al recitar «los cócteles especiales de esta noche», antes de que Mary pronunciara una sola palabra. La imaginó encorvada sobre el móvil, como si fuera a comérselo. Con una de sus manos de esbeltos dedos se cubriría un oído, mientras ahuecaría la otra sobre la boca. Un mechón de cabello rubio le caería sobre el rostro, tal vez ocultando los ojos de color zafiro. Por supuesto, las mujeres de la sala de redacción sabrían que le estaba llamando a él, tanto si ella se lo había dicho como si no.

– Lo que has hecho ha sido una jugada sucia, Pat -empezó a decir Mary a través del contestador.

– ¡Es la señorita Shanahan! -susurró Angie, presa de pánico, como si Mary pudiera oírla.

– Sí, lo es -le respondió Patrick, también en un susurro.

La maquilladora se contorsionaba encima de él, el rostro cubierto por la espléndida cabellera, de color negro azabache. Lo único que Wallingford podía verle era una de sus orejas, pero, a juzgar por el aroma, dedujo que su nuevo chicle era de frambuesa o de fresa.

– No me has dicho nada, ni siquiera «felicidades» -siguió diciendo Mary-. Mira, eso puedo soportarlo, pero no que te ligues a esa chica horrible. Supongo que quieres humillarme. ¿Se trata de eso, Pat?

– ¿Soy yo la chica horrible? -le preguntó Angie. Estaba empezando a jadear, y al mismo tiempo emitía una especie de gruñido bajo desde el fondo de la garganta, tal vez causado por la goma de mascar-. ¿Qué tiene contra mí la señorita Shanahan?

Hablaba como si se estuviera quedando sin aliento. ¿Algo parecido a lo que le ocurría a Crystal Pitney? Wallingford confió en que no fuese así.

– Anoche me acosté con Mary -le dijo Patrick-. Quizá la he dejado embarazada. Eso es lo que ella quería.

– Ah, eso lo explica más o menos -replicó la maquilladora.

– ¡Sé que estás ahí! -aulló Mary-. ¡Contéstame, idiota!

– Ostras… -empezó a decir Angie. Movía a Wallingford, al parecer empeñada en que se pusiera sobre ella, como si ya se hubiera cansado de estar encima.

– ¡Deberías estar haciendo las maletas para irte a Wisconsin! -gritó Mary-. ¡Deberías estar descansando para el viaje!

Una de las redactoras intentaba tranquilizarla. Se oía al camarero diciendo algo acerca de la temporada de trufas. Patrick reconoció la voz del camarero. Era un restaurante italiano en la calle Diecisiete Oeste.

– ¿Y qué pasa con Wisconsin? -gimió Mary-. Quería pasar el fin de semana en tu piso mientras estabas en Wisconsin, sólo para probar… -Los sollozos la interrumpieron.

– ¿Qué pasa con Wisconsin?-jadeó Angie.

– Me iré allá mañana a primera hora -se limitó a decir Wallingford.

Una voz diferente surgió del contestador automático; una de las redactoras había tomado el móvil de Mary después de que ésta se hubiera echado a llorar.

– Eres un desgraciado, Pat -le dijo la mujer.

Wallingford se formó una imagen mental de su rostro quirúrgicamente reducido. Era la mujer con la que estuvo en Bangkok, mucho tiempo atrás. En aquel entonces tenía la cara más llena. Ese insulto fue lo único que dijo.

– ¡Ja! -exclamó Angie.

Le había obligado a ponerse de costado, una posición a la que Wallingford no estaba acostumbrado. Le resultaba un poco dolorosa, pero la maquilladora estaba adquiriendo impulso, y su gruñido se había convertido en un gemido.

Cuando el contestador recogió la segunda llamada, Angie apretó con un talón la rabadilla de Patrick. Todavía estaban unidos de costado, y la muchacha gruñía sonoramente, cuando una voz femenina dijo en tono lastimero:

– ¿Está ahí mi niña? ¡Oh, Angie, Angie… cariño! Tienes que interrumpir lo que estás haciendo, Angie. ¡Me estás rompiendo el corazón!

– Por el amor de Dios, mamá… -empezó a decir Angie, pero estaba jadeando. El gemido había vuelto a convertirse en un gruñido, y éste en un rugido.

Wallingford se dijo que probablemente tendía a gritar, y temió que los vecinos pensaran que estaba asesinando a la chica. Mientras ésta se volvía con brusquedad, poniéndose boca arriba, él pensaba que debería estar haciendo el equipaje para irse a Wisconsin. De alguna manera, aunque la había penetrado a fondo, ella tenía una pierna encima de su hombro. Intentaba besarla, pero la rodilla se interponía.

La madre de Angie lloraba de una manera tan rítmica que el contestador automático emitía por sí mismo un sonido preorgásmico. Wallingford no oyó el final del mensaje, porque los gritos de Angie ahogaron los últimos sollozos de su madre. Patrick supuso erróneamente que ni siquiera los gritos durante el parto podían ser tan ruidosos, ni siquiera los de Juana de Arco en la hoguera. Pero los gritos de Angie cesaron bruscamente, y por un instante yació como si estuviera paralizada; entonces empezó a agitarse. Su cabello azotaba el rostro de Wallingford, su cuerpo se movía a sacudidas contra él y sus uñas le rastrillaban la espalda.

Vaya por Dios, se dijo Wallingford, no sólo era gritona sino que también arañaba. No se había olvidado de aquella Crystal Pitney, cuando era más joven y estaba soltera. Aplicó la frente a la garganta de Angie, para que ella no pudiera sacarle los ojos. Temía sinceramente la siguiente fase de su orgasmo, pues la muchacha parecía poseer una fuerza sobrehumana. Sin producir ningún sonido, ni siquiera un gemido, tuvo la fuerza suficiente para arquear la espalda y desplazar a Patrick, quien quedó primero de lado y luego boca arriba. Milagrosamente, su cópula se mantuvo; era como si nunca fuesen a separarse. Se sentían unidos a perpetuidad, una nueva especie zoológica. Él notaba los latidos del corazón de la joven; a ésta le vibraba el pecho, pero no emitía sonido alguno, ni siquiera el de la respiración.

Entonces se dio cuenta de que no respiraba. ¿Además de sus tendencias a gritar y arañar tenía también la de perder el sentido? El necesitó toda su fuerza para enderezar los brazos, y, con la mano en un seno y el muñón en el otro, la empujó hasta apartarla de sí. En ese momento percibió que se estaba asfixiando con la goma de mascar: tenía el rostro azulado y sólo se le veía el blanco de sus ojos de color castaño oscuro. Wallingford le asió la mandíbula colgante y la golpeó con el muñón debajo de la caja torácica, un puñetazo sin puño. El dolor inmediato le recordó los días que siguieron a la operación de trasplante, un dolor que le había causado náuseas y se transmitía desde el antebrazo al hombro antes de dirigirse al cuello. Con una brusca exhalación, Angie expelió la goma de mascar.

Sonó el teléfono mientras la asustada muchacha yacía estremecida sobre su pecho, sacudida por los sollozos y aspirando grandes bocanadas de aire.

– Me estaba muriendo -dijo en voz entrecortada. Patrick, que había creído que ella se estaba corriendo, no dijo nada, mientras el contestador automático recibía otra llamada-. Me moría y, al mismo tiempo, me estaba corriendo -añadió la muchacha-. Era muy raro.

El contestador automático emitió una voz procedente del sombrío subsuelo de la ciudad. Se oían chirridos metálicos y el estrépito de un tren subterráneo, por encina del cual el padre de Angie, vigilante del metro, dejó claramente su mensaje.