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Siguió aquel silencio transoceánico, el sonido resonante de la distancia entre ellos. Era como su matrimonio, tal como Wallingford lo recordaba.

– ¿Qué, todavía no comprendo «la naturaleza del negocio»? -le preguntó Patrick-. ¿O la comprendo bien?

– Yo te quería -le recordó Mary, antes de colgar.

A Wallingford le complacía haber superado por lo menos una fase de la política empresarial en la que ambos eran protagonistas. Ya encontraría por sí mismo la manera de obtener el despido, cuando le pareciera, y si decidía hacerlo a la manera de Mary, ella sería la última en saber cuándo. Si Mary estaba embarazada, él sería tan responsable del bebé como ella le permitiera ser, pero no iba a tolerar que le manejara a su antojo.

¿A quién estaba engañando? Si has tenido un hijo con una mujer, ¡claro que te va a manejar! Y él había subestimado antes a Mary Shanahan. Ella podría encontrar cien formas de manejarle.

Sin embargo, Wallingford reconoció lo que había cambiado en éclass="underline" ya no accedía a todo. A lo mejor sí que era el nuevo, o por lo menos seminuevo, Patrick Wallingford. Además, la frialdad del tono de voz de Mary Shanahan había sido alentadora. A él no se le ocultaba que sus perspectivas de conseguir el despido habían mejorado.

Camino del aeropuerto, Patrick había echado un vistazo al periódico del taxista, sólo la página del tiempo. La previsión para el norte de Wisconsin era de tiempo bueno y soleado. Incluso la meteorología era de buen agüero.

La señora Clausen había expresado cierta inquietud por el tiempo, porque sobrevolarían el lago rumbo al norte en un pequeño hidroavión. La misma Green Bay formaba parte del lago Michigan, pero el lugar adonde se dirigían estaba aproximadamente entre el lago Michigan y el Superior, en la zona de Wisconsin que está cerca de la Upper Península de Michigan.

Puesto que Wallingford no podía llegar a Green Bay antes del sábado y tenía que estar de regreso en Nueva York el lunes, Doris había decidido que tomarían el pequeño hidroavión. Era un trayecto demasiado largo desde Green Bay para un solo fin de semana. Así dispondrían de dos noches en el piso del cobertizo para los botes en el lago.

Para ir a Green Bay, Patrick había probado anteriormente dos conexiones distintas desde Chicago y un vuelo vía Detroit. Esta vez optó por un cambio de planes en Cincinnati. Sentado en la sala de espera, le acometió un momento de característica incomprensión neoyorquina. (Esto sucedió sólo unos segundos antes del aviso para subir a bordo.) ¿Por qué iba tanta gente a Cincinnati un sábado de julio?

Desde luego, Wallingford sabía por qué iba allí: Cincinnati era tan sólo la primera etapa de un viaje en tres partes. Pero ¿qué podía atraer a toda aquella gente a esa ciudad? Jamás se le habría ocurrido a Patrick Wallingford que cualquiera que conociera sus razones para el viaje consideraría el atractivo de la señora Clausen como la más improbable de todas las excusas.

11. Hacia el norte

Cuando el hidroavión se inclinó lateralmente, Doris Clausen cerró los ojos. Patrick Wallingford los tenía muy abiertos, pues no quería perderse el abrupto descenso al lago pequeño y oscuro. Ni aunque le hubieran prometido una nueva mano izquierda, y esta vez sin rechazo, Wallingford no habría parpadeado ni desviado la vista de los árboles de un verde oscuro que se deslizaban vertiginosamente por el costado y el horizonte súbitamente ladeado. La punta de un ala debía de estar dirigida hacia el lago; la ventanilla inclinada hacia abajo no revelaba más que el agua que se aproximaba con rapidez.

El ángulo era tan agudo que los pontones se estremecieron y el avión sufrió una sacudida tan violenta que la señora Clausen apretó a Otto contra su pecho. El movimiento sobresaltó al niño dormido, que empezó a llorar sólo unos segundos antes de que el piloto nivelara el aparato para amerizar, cosa que el pequeño hidroavión hizo con bastante brusquedad en la superficie del agua agitada por el viento. Los abetos se deslizaron a toda velocidad y los pinos blancos formaron una muralla verde, un borrón de jade donde había estado el cielo azul.

Doris recuperó por fin el aliento, pero Wallingford no había tenido miedo. Aunque hasta entonces nunca había estado en aquel lago del norte, ni tampoco había volado jamás en un hidroavión, el agua y la orilla circundante, así como todos los detalles del descenso y el amerizaje, le resultaban familiares, tanto como el sueño inducido por la cápsula azul. Los años transcurridos desde que perdiera la mano por primera vez le parecían ahora más breves que el sueño de una sola noche. No obstante, durante todos aquellos años había deseado sin cesar que el sueño proporcionado por el extraño analgésico se convirtiera en realidad. Por fin, al cabo de tanto tiempo, Patrick Wallingford no tenía ninguna duda de que había amerizado en el sueño de la cápsula azul.

Tomó por buena señal el que los innumerables miembros de la familia Clausen no hubieran ocupado en masa las diversas cabañas y construcciones anexas. ¿Se debería al respeto que sentían por la delicada situación de Doris (madre soltera y viuda con un posible pretendiente) el hecho de que la familia de Otto hubiera dejado libre durante el fin de semana la propiedad a orillas del lago? ¿Les habría solicitado la señora Clausen que tuvieran esa consideración? Y de ser así, ¿preveía ella que durante el fin de semana su relación podría adoptar un cariz romántico?

Si esto último era cierto, Doris no daba ninguna indicación de que así fuese. Tenía una lista de cosas que hacer, y las abordó con sentido práctico. Wallingford la observó mientras ella encendía las luces piloto de las calderas de propano, los refrigeradores accionados con gas y la estufa. Él llevaba al niño en brazos.

Patrick sostenía al pequeño Otto en el brazo sin mano, porque de vez en cuando debía alumbrar a la señora Clausen con la linterna. La llave de la cabaña principal pendía de un clavo en una viga, bajo la terraza, mientras que la llave de las habitaciones terminadas por encima del cobertizo para los botes pendía de otro clavo en una tabla, bajo el gran embarcadero.

No fue necesario abrir todas las cabañas y edificios anexos, puesto que no iban a usarlos. El cobertizo más pequeño, utilizado ahora para guardar herramientas, había sido un retrete antes de que existiera una instalación sanitaria, antes de que pudieran extraer agua del lago por medio de una bomba. La señora Clausen cebó con pericia la bomba y tiró del cordón que ponía en marcha el motor de gasolina que la accionaba. Doris pidió a Patrick que retirase un ratón muerto. Sostuvo a Otto en brazos mientras Wallingford extraía el roedor de la trampa y lo enterraba someramente cubriéndolo de hojas y pinaza. La trampa estaba en un armario de la cocina, y la señora Clausen descubrió al ratón muerto cuando colocaba los alimentos.

A Doris no le gustaban los ratones, porque eran sucios. Le repugnaban los excrementos que dejaban en lugares sorpresa», como ella los llamaba, de la cocina. También le pidió a Patrick que se ocupara de los excrementos ratoniles. Y todavía más que sus heces, le desagradaba la precipitación con que los ratones se movían. (Wallingford se sintió preocupado, pensando que quizá debería haberse traído La telaraña de Charlotte en vez de Stuart Little.)

Por culpa de los ratones, era preciso transferir a recipientes metálicos toda la comida empaquetada en bolsas de papel o plástico, o en cajas de cartón, y durante el invierno ni siquiera las conservas enlatadas podían dejarse sin protección. Un invierno, algún animal royó las latas, probablemente una rata, aunque también podría haber sido un visón o una comadreja. En otra ocasión, también un invierno, un animal que casi con toda seguridad era un glotón, entró en la cabaña principal e hizo su madriguera en la cocina. El estropicio que dejó allí fue terrible.

Patrick entendía que todo eso formaba parte de la leyenda del lugar, relatos apropiados para contarlos en el campamento de verano. Imaginaba con facilidad la vida que se llevaba allí, incluso sin la presencia de los demás miembros de la familia Clausen. En la cabaña principal, donde estaban la cocina y el comedor, así como el baño más grande, vio los estantes con pilas de tableros de juego y rompecabezas. No había libros dignos de mención, salvo un diccionario (sin duda para zanjar las discusiones durante las partidas del Scrabble) y las habituales guías de flora y fauna que identificaban serpientes y anfibios, insectos y arañas, flores silvestres, mamíferos y aves.