También en la cabina principal estaban los fantasmas que habían pasado por allí o que todavía visitaban el lugar, en la forma de toscas instantáneas con los bordes curvados. Algunas de las fotos estaban muy desvaídas debido a la larga exposición al sol; otras tenían manchas de herrumbre a causa de las viejas chinchetas que las fijaban a las paredes de pino sin desbastar.
Y había otros recuerdos que evocaban fantasmas. Las cabezas disecadas de ciervo, o sólo las astas; un cráneo de grajo que revelaba el orificio perfecto causado por un proyectil del calibre 22; varios peces sin nada que los distinguiera, montados por un aficionado en placas de pino laqueado. (Los peces también parecían haber sido toscamente barnizados.)
Lo más sobresaliente era una sola garra de una gran ave de presa. La señora Clausen le dijo a Wallingford que era una garra de águila. No se trataba de un trofeo sino de un recordatorio de algo vergonzoso, exhibido en un joyero como una advertencia a otros miembros de la familia Clausen. Disparar contra un águila era una atrocidad, pero uno de los Clausen menos disciplinados lo hizo cierta vez, una hazaña que le valió un severo castigo. Entonces era un muchacho, y lo dejaron «varado», como dijo Doris, lo cual significaba que no le permitieron participar en dos temporadas de caza seguidas. Por si la lección no bastara, la garra del águila abatida seguía siendo una prueba contra el infractor.
– Donny -dijo Doris, sacudiendo la cabeza mientras pronunciaba el nombre del asesino de águilas.
Fijada con un imperdible al forro de felpa del joyero, había una foto de Donny; un joven con aspecto de enajenado. Ahora era un hombre adulto y con hijos propios. Cuando sus hijos veían la garra, probablemente se avergonzaban nuevamente de su padre.
Tal como la señora Clausen relataba lo sucedido, hacía reflexionar, y lo contaba como se lo habían contado a ella, como un ejemplo para prevenir conductas indeseables, como una advertencia moral. ¡No disparéis a las águilas!
– Donny siempre ha sido bastante salvaje -le informó la señora Clausen.
Wallingford los imaginaba relacionándose entre ellos, los fantasmas de las fotografías, los pescadores que habían capturado a los peces barnizados, los cazadores que habían abatido al ciervo, al grajo y al águila. Imaginaba a los hombres alrededor de la barbacoa, cubierta con una tela impermeable en la terraza, bajo el alero del tejado.
Había un frigorífico en el interior de la vivienda y otro al aire libre. Patrick supuso que estaban llenos de cerveza. Más tarde la señora Clausen corrigió esa impresión: el frigorífico exterior contenía únicamente cerveza, y no se permitía poner nada más en él.
Mientras los hombres vigilaban la barbacoa y tomaban cerveza, las mujeres alimentaban a los niños, en la mesa campestre de la terraza, cuando hacía buen tiempo, o en la larga mesa del comedor si las condiciones atmosféricas eran adversas. Las limitaciones de espacio de la vivienda le hacían pensar a Wallingford que niños y adultos comían por separado. La pregunta de Patrick hizo reír primero a la señora Clausen, y entonces le confirmó que era tal como él había supuesto.
Había una hilera de fotografías de mujeres en bata, tendidas en camas de hospital, con sus hijos recién nacidos al lado. La foto de Doris no figuraba entre ellas, y a Wallingford le extrañó no verla allí con el pequeño Otto. (Otto padre no había estado presente para hacerles la foto.) Había hombres y muchachos de uniforme, toda clase de uniformes, militares y atléticos, así como mujeres y muchachas con vestidos formales y trajes de baño, la mayoría de ellas en el acto de protestar al ver que les hacían la foto.
Toda una pared estaba dedicada a las fotos de perros: nadaban, corrían en pos de palos y hasta había algunos vestidos con prendas infantiles, lo cual les daba un aspecto triste. Y en uno de los dormitorios, sobre el estante que formaba la base de un hueco rectangular practicado en la pared, insertas por los bordes en el marco de un espejo picado, había fotos de los mayores, probablemente ya fallecidos, una anciana en silla de ruedas con un gato en el regazo y un anciano sin remo en la proa de una canoa. El viejo tenía el cabello largo y blanco, y se envolvía en una manta como un indio. Parecía esperar a que alguien provisto de remo se sentara en la proa y se lo llevara de allí.
En el pasillo, frente a la puerta del baño, había una serie de fotografías que formaban una cruz: el santuario de un joven Clausen al que declararon desaparecido en combate en Vietnam. En el mismo baño había otro santuario, éste dedicado a los días de gloria de los Packers de Green Bay, una santificada colección de viejas fotos de revista que representaban a «los invencibles».
A Wallingford le resultó muy difícil identificar a aquellos héroes, pues las páginas arrancadas de revistas estaban arrugadas, tenían manchas de humedad y sus pies apenas eran legibles. Con no poco esfuerzo, Wallingford leyó: VESTUARIO DE MILWAUKEE, TRAS REMACHAR EL SEGUNDO CAMPEONATO DE LA DIVISIÓN OESTE, DICIEMBRE DE 1961. Allí estaban Bart Starr, Paul Hornung y el entrenador Lombardi, éste con una botella de Pepsi en la mano. A Jim Taylor le sangraba una herida que tenía en el puente de la nariz. Wallingford no los reconoció, pero podía identificarse con Taylor, a quien le faltaban varios dientes delanteros.
¿Quiénes eran Jerry Kramer y Fuzzy Thurston, y qué era el «barrido de los Packers»? ¿Quién era aquel tipo cubierto de barro? (Era Forrest Gregg.) O Ray Nitschke, calvo, cubierto de barro, aturdido y sangrando, sentado en el banquillo durante un partido en San Francisco, con el casco en las manos como si fuese una piedra. ¿Quiénes eran aquellas personas, o más bien, quiénes habían sido? Tal era el interrogante que se formulaba Wallingford.
Allí estaba aquella famosa foto de los hinchas en la Ice Bowl… estadio Lambeau, el 31 de diciembre de 1967. Vestían como si estuvieran en el polo, y el vaho de sus respiraciones les difuminaba las caras. Entre ellos debía de haber algunos miembros de la familia Clausen.
Wallingford nunca sabría lo que significaba aquel montón de cuerpos, ni cómo los Cowboys de Dallas debían de haberse sentido al ver a Bart Starr tendido en la End Zone del campo; ni siquiera sus compañeros de equipo de Green Bay habían sabido que Starr iba a improvisar una salida furtiva de defensa desde la línea de una yarda. Cuando los jugadores estaban agrupados, como sabían todos los Clausen, el defensa gritó: «¡A la derecha, Brown! ¡Cuña treinta y uno!». El resultado figuraba en los anales del deporte… sólo que Wallingford no sabía nada de esa clase de anales.
Patrick era consciente de lo poco que sabía del mundo de la señora Clausen, y eso le daba que pensar.
Estaban también las fotos personales, pero en absoluto nítidas, que requerían una interpretación si quien las miraba era ajeno a la familia. Doris intentó explicárselas. Aquella voluminosa roca en la estela que dejaba la popa de la motora… era un oso negro, al que un verano sorprendieron nadando en el lago. Aquella forma borrosa, como una vieja foto de una vaca que pastaba fuera de lugar entre los árboles de hoja perenne, era un alce que se dirigía al pantano, y que, según la señora Clausen, estaba a menos de cuatrocientos metros de allí. Y así sucesivamente… los enfrentamientos con la naturaleza y los delitos contra ella, las victorias locales y las ocasiones especiales, los Packers de Green Bay y los nacimientos en la familia, los perros y las bodas.