– Precisamente -le dijo el doctor Zajac. ¿Qué esperaba Wallingford? Le recordó que, sólo cinco meses después del trasplante, había recuperado veintidós centímetros de regeneración nerviosa.
– Lo recuerdo -replicó Patrick.
– Pues bien, considere que esos nervios todavía tienen algo que decir -concluyó Zajac.
– Pero ¿por qué ahora? -le preguntó Wallingford-. Ha pasado un año y medio desde que perdí la mano. Había sentido algo anteriormente, pero no tan concreto. Tengo la sensación de que realmente estoy tocando algo con el dedo anular o el índice de la mano izquierda, ¡y ni siquiera tengo la mano izquierda!
– ¿Cómo van los demás aspectos de su vida? -replicó el doctor Zajac-. Supongo que su clase de trabajo comporta cierto grado de estrés. No sé cómo avanza su vida sentimental, pero recuerdo que eso le preocupaba un tanto, o así me lo dijo. Mire, no olvide que hay otros factores que afectan a los nervios, incluso a los nervios que han sido seccionados.
– No se sienten «seccionados», eso es lo que quiero decir -puntualizó Wallingford.
– Claro que sí, y lo que yo le digo. Lo que usted siente se conoce médicamente como «parestesia», una sensación errónea que está más allá de la percepción. El nervio que le hacía sentir dolor o le proporcionaba la sensación del tacto en el dedo anular o índice de la mano izquierda ha sido cortado dos veces, ¡primero por un león y luego por mí! Esa fibra cortada se encuentra todavía en el haz nervioso del muñón, acompañada por millones de otras fibras que van y vienen por todas partes. Si el tacto, la memoria o un sueño estimulan la neurona conectada con el extremo de ese nervio del muñón, envía el mismo mensaje de siempre. Las sensaciones que parecen provenir del lugar donde estuvo su mano izquierda son registradas por las mismas fibras y tramos nerviosos que procedían de la mano izquierda. ¿Lo comprende?
– Más o menos -replicó Wallingford, aunque debería haberle dicho que no.
Siguió mirándose el muñón, por el que volvían a moverse las hormigas invisibles. Se había olvidado de mencionarle al médico aquella sensación como de insectos en movimiento, pero Zajac no le dio tiempo a hacerlo.
El cirujano se había dado cuenta de que su paciente estaba insatisfecho.
– Mire, si eso le preocupa, tome el avión y venga aquí. Alójese en un buen hotel. Le veré por la mañana.
– ¿El sábado por la mañana? -replicó Wallingford-. No quiero estropearle el fin de semana.
– No iré a ninguna parte -le dijo Zajac-. Sólo tendré que buscar a alguien que abra el edificio. No será la primera vez que lo haga. Tengo las llaves en el consultorio.
En realidad, Wallingford ya no estaba preocupado por la falta de la mano, pero ¿qué otra cosa iba a hacer aquel fin de semana?
– Vamos, hombre, tome el puente aéreo -le decía Zajac-. Le veré por la mañana, sólo para tranquilizarle.
– ¿A qué hora? -le preguntó Wallingford.
– A las diez en punto -respondió Zajac-. Alójese en el hotel Charles. Está en Cambridge, en la calle Bennett, cerca de Harvard Square. Tienen un gimnasio estupendo y piscina.
Aunque un gimnasio y una piscina nunca habían sido los rasgos que más le gustaban de un hotel, Wallingford accedió.
– De acuerdo, veré si consigo una reserva.
– No se preocupe, de eso me encargo yo -le dijo Zajac-. Me conocen, e Irma es socia de su gimnasio.
Wallingford dedujo que Irma, aquella mujer no demasiado amable, debía de ser la esposa del cirujano.
– Se lo agradezco -fue todo lo que Wallingford pudo decirle.
Oía en el fondo los alegres gritos del hijo de Zajac, los gruñidos y brincos de aquel perro que parecía salvaje, los rebotes de la pelota dura y pesada.
– ¡En mi vientre no! -gritó Irma.
Patrick oyó también esas palabras. ¿A qué se refería la mujer? Él no podía saber que Irma estaba embarazada, y mucho menos que esperaba gemelos. El parto sería a mediados de septiembre, pero su abdomen era ya tan voluminoso como la mayor de las jaulas de aves canoras. Era evidente que no quería que un niño o un perro saltaran sobre su vientre.
Patrick dio las buenas noches a la pandilla de la sala de redacción. Nunca había sido el último en marcharse, y tampoco iba a serlo aquella noche, pues Mary le estaba esperando junto a los ascensores. Lo que la joven había acertado a oír de la conversación telefónica le había desorientado. Tenía el rostro bañado en lágrimas.
– ¿Quién es ella? -le preguntó Mary.
– ¿A quién te refieres?
– Debe de estar casada, si vas a verla un sábado por la mañana.
– Por favor, Mary…
– ¿Quién es esa persona cuyo fin de semana temes estropear? -inquirió ella-. ¿No es así como lo has dicho?
– Voy a Boston para ver a mi cirujano, Mary.
– ¿Solo?
– Sí, solo.
– Llévame contigo -le pidió ella-. Si vas solo, ¿por qué no me llevas? De todos modos, ¿cuánto tiempo vas a estar con tu cirujano? ¡Puedes pasar el resto del fin de semana conmigo!
El corrió un riesgo considerable y le dijo la verdad.
– No puedo llevarte, Mary. No quiero que tengas un hijo mío porque ya soy padre, y no veo lo suficiente al pequeño. No quiero otro hijo al que no pueda ver lo suficiente.
– Ah -dijo ella, como si la hubiera pegado-. Comprendo. Eso aclara las cosas. No siempre eres claro, Pat. Te agradezco que lo seas tanto.
– Lo siento, Mary.
– Es el pequeño Clausen, ¿verdad? Quiero decir que en realidad es tuyo. ¿Se trata de eso, Pat?
– Sí -replicó Patrick-. Pero eso no es ninguna noticia, Mary. No lo conviertas en una noticia, por favor.
Era evidente que ella estaba enojada. El aire acondicionado era fresco, incluso frío, pero de repente Mary era más fría.
– ¿Quién crees que soy? -gruñó-. ¿Por quién me tomas?
– Por uno de nosotros -fue lo único que Wallingford pudo decir.
Mientras se cerraba la puerta del ascensor, la vio pasearse de un lado a otro, los brazos cruzados sobre los senos pequeños y bien formados. Llevaba una falda veraniega de color canela y una rebeca de color melocotón, abrochada en el cuello, pero por lo demás abierta, «un suéter contra el aire acondicionado», como él había oído decir a una de las mujeres de la sala de redacción. Mary llevaba la rebeca sobre una camiseta de seda blanca. Tenía el cuello largo, la figura bonita, la piel suave, y a Patrick le gustaba especialmente su boca, que le hacía poner en tela de juicio su determinación de no acostarse con ella.
En el aeropuerto de La Guardia le pusieron en lista de espera para volar en el puente aéreo. Hubo una plaza disponible en el segundo vuelo. Oscurecía cuando el avión aterrizó en Logan, y una bruma ligera cubría el puerto de Boston.
Patrick pensaría en ello más adelante, al recordar que su avión aterrizó en Boston más o menos al mismo tiempo que John F. Kennedy hijo trataba de aterrizar en el aeropuerto de Martha's Vineyard, no muy lejos de allí. O tal vez el joven Kennedy intentaba ver Martha's Vineyard a través de aquella misma luz indeterminada, en algo similar a la bruma que cubría Boston.
Wallingford se registró en el hotel Charles antes de las diez y fue de inmediato a la piscina cubierta, donde pasó media hora a solas, relajándose. Habría estado más tiempo, pero cerraban la piscina a las diez y media. Como con una sola mano no podía nadar, se limitaba a flotar y pedalear en el agua. De acuerdo con su personalidad, se las arreglaba para flotar bien.
Después del baño, pensaba vestirse e ir a pasear por los alrededores de Harvard Square. Funcionaban ya las escuelas de verano y habría estudiantes a los que mirar, que le recordarían su juventud mal empleada. Probablemente encontraría algún sitio donde cenar como es debido, con una botella de buen vino. En una de las librerías de la plaza tal vez encontraría algo mejor que el libro que había llevado consigo, una biografía de Byron del tamaño de un ladrillo. Pero incluso en el taxi, durante el trayecto desde el aeropuerto, había notado los efectos del calor opresivo, y cuando, tras abandonar la piscina, regresó a su habitación, se quitó el bañador mojado, se tendió desnudo en la cama y cerró los ojos para descansar uno o dos minutos. Debía de estar cansado. Cuando se despertó, casi al cabo de una hora, estaba aterido a causa del aire acondicionado. Se puso un albornoz y leyó el menú del servicio de habitaciones. Lo único que quería era una cerveza y una hamburguesa. Ya no le apetecía salir.
Fiel a sí mismo, no encendería la televisión durante el fin de semana. Puesto que la única alternativa era la biografía de Byron, la resistencia de Patrick a encender el receptor era todavía más notable. Pero se durmió con tanta rapidez (Byron apenas había nacido y el irresponsable padre del futuro poeta aún vivía) que la biografía no le causó dolor alguno.
Por la mañana desayunó en el restaurante informal situado en la planta baja del hotel. La sala le molestaba, sin que supiera por qué. No se debía a los niños. Tal vez había demasiados adultos a quienes parecía molestarles la presencia de los niños. La noche anterior y aquella mañana, precisamente cuando Wallingford no miraba la televisión ni siquiera echaba un vistazo al periódico, el país entero estaba pendiente de una de aquellas noticias en las que se especializaba el canal de los desastres. La avioneta de John Kennedy hijo había desaparecido, y parecía ser que había caído al océano. Pero no había nada que ver, y lo que salía una y otra vez en la pantalla era la imagen del pequeño Kennedy en el cortejo fúnebre de su padre. Allí estaba John hijo, un niño de tres años con pantalones cortos, saludando marcialmente al féretro de su padre, tal como su madre, susurrándole al oído, le había dicho que lo hiciera sólo unos segundos antes. Más adelante Wallingford se diría que esa imagen podría considerarse el momento representativo del siglo más próspero de Estados Unidos, un siglo que también había muerto, aunque sigamos comercializándolo.