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– Qué situación más violenta.

Hablaba en un tono distinto, más suave que el de la mañana, cuando le atacó en el comedor.

– No quiero provocar su hostilidad -le dijo Patrick-. Iré a la piscina. De todos modos, prefiero la piscina que esta bañera. Apoyó la mano derecha en el saliente bajo el agua y se impulsó para incorporarse. El muñón del antebrazo izquierdo emergió del agua como una herida en carne viva y goteante. Era como si alguna criatura subacuática le hubiese devorado la mano. El agua caliente había vuelto el tejido cicatricial de un color rojo como la sangre.

La mujer se levantó al mismo tiempo. El bañador mojado no realzaba su figura: tenía los pechos caídos y el vientre, que había parecido casi liso, sobresalía como una pequeña bolsa.

– Quédese un momento, por favor -le pidió ella-. Quiero darle una explicación.

– No tiene necesidad de disculparse -replicó Patrick-. En general, estoy de acuerdo con usted, pero no comprendía el contexto. No he venido a Boston debido a la desaparición de la avioneta de John Kennedy hijo. Ni siquiera estaba enterado de lo ocurrido cuando usted se dirigió a mí. He venido a ver a mi médico, para que me examinara la mano.

Alzó instintivamente el muñón, al que aún se refería como si fuese una mano. Se apresuró a bajarlo, de modo que quedó a su costado, en el agua caliente, porque vio que, sin darse cuenta, había señalado con la mano ausente los senos caídos de la mujer. Ella le rodeó el antebrazo izquierdo con ambas manos y tiró de él para que se sumergiera en el agua agitada con ella. Se sentaron en el escalón subacuático, y las manos de la mujer le sujetaron dos o tres centímetros por encima del borde de la amputación. Sólo el felino le había retenido con más firmeza. Volvió a tener la sensación de que las puntas de los dedos anular e índice izquierdos estaban tocando un bajo vientre femenino, aunque tales dedos no existían.

– Escúcheme, por favor -dijo la mujer, y puso el brazo mutilado en su regazo.

Patrick notó el cosquilleo en el extremo de su antebrazo cuando el muñón rozó el vientre un poco abultado de la mujer. El codo izquierdo descansaba sobre el muslo derecho de ella.

– De acuerdo -le dijo Wallingford, en lugar de agarrarla por la nuca con la mano derecha y hundirle la cabeza. Desde luego, aparte de medio ahogarla en la bañera de agua caliente, ¿qué más podría haber hecho?

– Me casé dos veces, la primera cuando era muy joven -le contó la mujer. Sus ojos brillantes retenían la atención de Wallingford con tanta firmeza como ella le retenía el brazo-. Los perdí a los dos… el primero se divorció de mí y el segundo murió. Los amé tanto al uno como al otro.

Wallingford se alarmó. ¿Acaso cada mujer de cierta edad tenía una versión de la historia de Evelyn Arbuthnot?

– Lo siento -le dijo, pero la manera en que ella le apretaba el brazo indicaba que no quería que la interrumpiera. -Tengo dos hijas de mi primer matrimonio -siguió diciendo la mujer-. Durante su infancia y adolescencia, me preocupaban tanto que no podía dormir. Estaba segura de que algo terrible iba a sucederles, que las perdería, a las dos o a una de ellas. Siempre tenía miedo.

Este relato parecía verdadero, claro que Wallingford no podía evitar que el comienzo de cualquier relato le pareciera verdadero.

– Pero sobrevivieron -dijo la mujer, como si no les sucediera así a la mayoría de los niños-. Ahora las dos están casadas y tienen hijos propios. Tengo cuatro nietos, tres chicas y un chico. Sufro porque no los veo más a menudo, pero cuando los veo temo por ellos. Empiezo a preocuparme de nuevo y no puedo dormir.

Patrick notaba las punzadas de falso dolor que irradiaban del lugar donde estuvo su mano izquierda, pero la mujer no le asía con tanta fuerza y él experimentaba un alivio que no quería analizar al tener el brazo apretado de aquella manera en el regazo de la mujer, mientras presionaba con el muñón la hinchazón del abdomen.

– Estoy embarazada -le dijo la mujer; el antebrazo de Patrick no reaccionó-. ¡Tengo cincuenta y un años! ¡No debería estar encinta! He venido a Boston para abortar, por recomendación de mi médico, pero esta mañana he llamado a la clínica desde el hotel y les he mentido, les he dicho que se me ha averiado el coche y que debía cambiar la fecha de la cita. Me verán el próximo sábado, dentro de una semana. Así tengo más tiempo para pensar en ello.

– ¿Ha hablado con sus hijas? -le preguntó Wallingford. Ella volvía a asirle el brazo con la fuerza de una leona.

– Intentarían convencerme de que tuviera el niño -respondió la mujer, con renovada vehemencia-. Se ofrecerían para criar al niño con los suyos, pero seguiría siendo mío. No podría dejar de quererlo, no podría mantenerme al margen. Sin embargo, no soporto el temor. La mortalidad infantil… es más de lo que puedo aguantar.

– Usted debe elegir -le recordó Patrick-. Estoy seguro de que cualquier decisión que adopte será la correcta.

La mujer no parecía tan segura.

Wallingford se preguntó quién sería el padre. Tal vez el temblor del brazo izquierdo transmitió este pensamiento; lo cierto es que la mujer percibió o interpretó lo que él pensaba.

– El padre no lo sabe -dijo ella-. Ya no nos vemos. Sólo era un colega.

Patrick nunca había oído la palabra «colega» pronunciada de una manera tan despectiva.

– No quiero que mis hijas sepan que estoy embarazada porque deseo ocultarles que tengo relaciones sexuales -le confesó la mujer-. Ése es también el motivo por el que no puedo decidirme. No creo que una haya de abortar simplemente porque intenta mantener en secreto su vida sexual. No es suficiente razón.

– ¿Quién ha de decir lo que es «suficiente razón» cuando se trata de su razón personal? Usted debe elegir -repitió Wallingford-. Nadie puede ni debe tomar esa decisión por usted.

– La verdad es que eso no es demasiado consolador -le dijo la mujer-. Estaba decidida a abortar hasta que le vi a usted en el comedor. No entiendo qué es lo que su presencia me ha provocado.

Wallingford había sabido desde el principio que todo aquello acabaría por ser culpa suya. Hizo el esfuerzo más discreto posible por retirar el brazo que le asía la mujer, pero ella no iba a soltarle con tanta facilidad.

– No sé qué me pasó cuando hablé con usted -siguió diciendo la mujer-. ¡No me había dirigido de esa manera a nadie en toda mi vida! No debería culparle personalmente de lo que hacen los medios de comunicación, o lo que yo creo que hacen. Me había afectado mucho la noticia de lo ocurrido a John Kennedy hijo, y estaba aún más trastornada por mi primera reacción. ¿Sabe qué pensé al enterarme de que la avioneta se había perdido?

– No. -Patrick sacudió la cabeza; el agua caliente le perlaba la frente de sudor, y veía las gotículas sobre el labio superior de la mujer.

– Me alegré de que su madre hubiera muerto, pues así no tendría que vivir esa tragedia. Lo sentí por él, pero me alegré de que ella estuviera muerta. ¿No es eso horrible?

– Es perfectamente comprensible -replicó Wallingford-. Usted es madre…

Su impulso de darle unas palmaditas en la rodilla bajo el agua fue sincero, es decir, impulsivo sin el menor contenido sexual. Pero como el impulso se transmitió a lo largo del brazo izquierdo, al final no hubo mano con la que tocarle la rodilla. Sin querer, apartó bruscamente el muñón, en el que volvía a notar el movimiento de los insectos invisibles.

El gesto incontrolable de Wallingford no arredró a la madre y abuela preñada, que volvió a tomarle calmosamente el brazo. Una vez más Patrick depositó de buena gana el muñón sobre el regazo de la mujer, un gesto que a él mismo le sorprendió, y ella le tomó el antebrazo sin ningún reproche, como si sólo hubiera perdido momentáneamente algo que atesoraba.

– Le pido disculpas por atacarle en público -le dijo sinceramente-. Ha sido una impertinencia, algo que sólo he podido hacer porque estoy fuera de mí. -Le aferró el antebrazo con tanta fuerza que Wallingford notó un dolor imposible en el inexistente pulgar izquierdo, y se contorsionó-. ¡Dios mío! ¡Le he hecho daño! -exclamó la mujer, soltándole el brazo-. ¡Y ni siquiera le he preguntado qué le ha dicho el médico!

– Estoy bien -replicó Patrick-. Son los nervios regenerados cuando me hicieron el trasplante y que se están portando mal. El médico cree que el problema radica en mi vida amorosa, o quizás en el estrés.

– Su vida amorosa -dijo la mujer en un tono neutro, como si no le interesara hablar del asunto. Tampoco Wallingford quería abordarlo-. Pero ¿por qué sigue usted aquí? -le preguntó de repente.

Patrick pensó que se refería a la bañera de agua caliente, y estuvo a punto de decirle que estaba allí porque ella le retenía. Entonces comprendió que le preguntaba por qué no había regresado a Nueva York. Y si no era Nueva York, ¿no debería estar en Hyannisport o en Martha's Vineyard?

Wallingford temía decirle que retrasaba la vuelta inevitable a su discutible profesión («discutible» dado el espectáculo en torno a los Kennedy, al que él no tardaría en contribuir). Sin embargo, y aunque a regañadientes, lo admitió así y, además, le dijo que se proponía ir caminando a Harvard Square para recoger un par de libros que su médico le había recomendado. Había pensado pasar el resto del fin de semana leyéndolos.