– Pero temía que en Harvard Square alguien me reconociera y me abordara más o menos como usted lo ha hecho esta mañana… me lo habría merecido -añadió.
– ¡Dios mío! -exclamó la mujer-. Dígame qué libros son y yo se los traeré. A mí nadie me reconoce.
– Es usted muy amable, pero…
– ¡Déjeme que le traiga los libros, por favor! ¡Así me sentiré mejor!
Se echó a reír nerviosamente, al tiempo que se echaba atrás el cabello mojado. No sin cierta timidez, Wallingford le dijo los títulos.
– ¿El médico se los ha recomendado? ¿Tiene usted hijos?
– Hay un niño que es como un hijo para mí, o quiero que lo sea más -le explicó Patrick-. Pero aún es demasiado pequeño para que pueda leerle Stuart Little o La telaraña de Charlotte. Sólo los quiero para imaginarme leyéndoselos dentro de unos pocos años.
– Le he leído La telaraña de Charlotte a mi nieto hace unas pocas semanas -le dijo la mujer-. Y lloré de nuevo… lloro cada vez que leo ese cuento.
– No recuerdo muy bien la historia, pero mi madre también lloraba -admitió Wallingford.
– Me llamo Sarah Williams.
El percibió una curiosa vacilación en la voz de la mujer cuando le dijo su nombre y le tendió la mano.
Patrick se la estrechó, y las manos de ambos tocaron la espuma burbujeante de la bañera. En aquel momento los chorros que creaban el remolino cesaron y el agua quedó al instante clara e inmóvil. Fue un poco sorprendente y un augurio evidente, lo cual le provocó a Sarah Williams otro acceso de risa nerviosa. La mujer se irguió y salió de la bañera.
Wallingford admiró esa manera que tienen las mujeres de salir del agua con el bañador mojado, cuando un dedo tira automáticamente hacia abajo del borde posterior de la prenda.
En pie, su pequeño vientre volvía a parecer casi liso, tan escasa era la hinchazón. Por el recuerdo que tenía del embarazo de la señora Clausen, Wallingford supuso que Sarah Williams estaba embarazada de dos meses, tres a lo sumo. Si ella no le hubiera dicho que estaba encinta, él no lo habría adivinado jamás. Y tal vez siempre tenía aquel abolsamiento, incluso cuando no estaba embarazada.
– Le llevaré los libros a su habitación -le dijo Sarah mientras se envolvía en una toalla-. ¿Qué número tiene?
El se lo dio, agradecido por la ocasión de prolongar su estancia allí, pero mientras aguardaba que ella le trajera los libros, debería decidir si regresaba a Nueva York aquella noche o esperaba al domingo por la mañana.
Tal vez Mary aún no habría dado con él, y eso proporcionaría a Patrick algo más de tiempo. Incluso podría descubrir que tenía la fuerza de voluntad suficiente para retrasar el momento de encender el televisor, al menos hasta que Sarah Williams llegara a su habitación. Tal vez aquella mujer miraría las noticias con él; ambos parecían convenir en que la cobertura sería insoportable. Siempre es mejor no mirar a solas un mal noticiario… y no digamos una Super Bowl.
Sin embargo, tan pronto como estuvo de regreso en la habitación, fue incapaz de seguir resistiendo. Se quitó el bañador mojado pero no el albornoz, y, mientras reparaba en el destello de la luz de los mensajes en el teléfono, sacó el mando a distancia del cajón donde lo había escondido y encendió el televisor.
Examinó un canal tras otro hasta dar con la cadena especializada en noticias, donde vio cumplido lo que podría haber predicho (John E Kennedy hijo, conexión con Tribeca). Allí estaban las puertas metálicas de la buhardilla que John hijo compró en el número 20 de North More. La residencia de los Kennedy, que estaba al otro lado de la calle, delante de un viejo almacén, ya se había convertido en un santuario. Los vecinos de Kennedy hijo (y probablemente personas totalmente ajenas al lugar que pasaban por vecinos) habían depositado velas y flores, y, perversamente, también habían dejado unas postales que parecían las que se usan para desearle a un enfermo que se restablezca. Si bien Patrick consideraba terrible que la joven pareja y la hermana de la señora Kennedy hubieran muerto, como era lo más probable, detestaba a aquella gente que se revolcaba en un dolor imaginario allá en Tribeca. Ellos eran los que hacían posible lo peor de la televisión.
Pero por mucho que Wallingford detestara el noticiario, también lo comprendía. Los medios de comunicación sólo podían adoptar dos posturas ante las celebridades: adorarlas o despellejarlas. Y puesto que el duelo era la forma suprema de adoración, era comprensible que la muerte de las celebridades fuese muy apreciada. Además, su fallecimiento permitía a los medios de comunicación adorarlas y despellejarlas al mismo tiempo. La situación era inmejorable.
Wallingford apagó el televisor y guardó el mando a distancia en el cajón. Pronto él mismo estaría en la pantalla como parte del espectáculo. Se sintió aliviado cuando llamó para preguntar por el mensaje telefónico: le habían llamado desde recepción para saber cuándo iba a marcharse.
Les dijo que lo haría por la mañana, y entonces se tendió en la cama de la habitación medio a oscuras. (No había corrido las cortinas al levantarse y el servicio no había tocado la habitación porque Patrick había dejado en la puerta el letrero de NO MOLESTAR.) Esperó echado a Sarah Williams, una compañera de viaje, y los maravillosos libros para niños y adultos cansados del mundo escritos por E.B. White.
Wallingford era un presentador de noticias oculto. Se ponía ex profeso fuera de alcance en el mismo momento en que emitían la noticia de la desaparición de Kennedy. ¿Qué haría la dirección con un periodista que no ansiaba informar de lo ocurrido? En realidad, Wallingford se desentendía de ello… ¡era un periodista que postergaba su trabajo! (Ninguna cadena de televisión sensata habría vacilado en despedirle.)
Pero ¿qué más postergaba Patrick Wallingford? ¿No se ocultaba también de lo que Evelyn Arbuthnot había llamado despectivamente su vida?
¿Cuándo acabaría por entenderlo? El destino no es imaginable, excepto en los sueños o en el caso de los enamorados. Cuando conoció a la señora Clausen, Patrick nunca podría haber imaginado el futuro con ella, y cuando se enamoró, no podía imaginarlo sin ella.
Wallingford no quería tener relaciones sexuales con Sarah Williams, aunque le tocaba tiernamente los pechos caídos con su única mano, y ella tampoco quería hacer el amor con él. Es cierto que deseó prodigarle cuidados maternales, posiblemente porque sus hijas vivían muy lejos y tenían hijos propios. Pero es más que probable que Sarah Williams comprendiera la necesidad que Patrick Wallingford tenía de una madre y, además de sentirse culpable por haberle insultado en público, el escaso tiempo que pasaba con sus nietos aumentaba su sentimiento de culpa.
Otro problema era el embarazo de Sarah y su convencimiento de que no podría soportar de nuevo el temor a la muerte de uno de sus hijos, y tampoco quería que sus hijas adultas supieran que aún tenía relaciones sexuales.
Le dijo a Wallingford que era profesora adjunta de lengua y literatura inglesas en la Universidad Smith Desde luego, tenía todo el aire de una profesora de lengua cuando leyó a Patrick, con voz clara y animada, algunos fragmentos de Stuart Little y luego de La telaraña de Charlotte, «porque ése es el orden en que se escribieron». Sarah yacía sobre el lado izquierdo con la cabeza en la almohada de Patrick. La luz sobre la mesilla de noche era la única encendida en la penumbrosa habitación. Aunque era mediodía, las cortinas estaban corridas.
La profesora Williams leyó Stuart Little hasta pasada la hora de comer. No tenían apetito. Wallingford yacía desnudo a su lado, el pecho pegado a la espalda de la mujer, tocándole las nalgas con los muslos mientras con la mano derecha le tomaba un seno y luego el otro. Entre los dos estaba, apretado, el muñón del antebrazo izquierdo de Patrick. Él lo notaba sobre el vientre desnudo y ella en la rabadilla.
Wallingford pensó que el final de Stuart Little podía ser más gratificante para los adultos que para los niños, quienes esperan mucho más del final de un relato. Sarah le dijo que, con todo, era «un final juvenil, que manifiesta el optimismo de los adultos jóvenes».
Sí, se expresaba como una profesora de lengua y literatura. Patrick habría dicho que el final de Stuart Little es una especie de segundo comienzo. Uno tiene la sensación de que a Stuart le aguarda otra aventura con cada nuevo viaje.
– Es un libro para chicos -le dijo Sarah.
Patrick supuso que también a los ratones podría gustarles. Ninguno de los dos deseaba hacer el amor, pero lo habrían hecho si uno de ellos lo hubiera deseado. Como si fuese un niño pequeño, Wallingford prefería que ella le leyera, y por el momento Sarah Williams se sentía más maternal que interesada por el sexo. Además, ¿cuántos adultos desnudos, desconocidos y en una habitación de hotel con las cortinas corridas en pleno día leían en voz alta a E. B. White? Incluso Wallingford habría admitido que le gustaba la peculiaridad de la situación. Sin duda era más peculiar que hacer el amor.
– No te detengas, por favor -le dijo Wallingford a la señora Williams, como podría habérselo dicho a una mujer que estuviera montada sobre él-. Sigue leyendo. Si empiezas La telaraña de Charlotte yo lo terminaré, te leeré el final.
Sarah se había movido un poco en la cama, y ahora el pene de Patrick le rozaba la parte posterior de los muslos, mientras que el muñón le tocaba las nalgas. Es posible que Sarah se preguntase cuál era uno y cuál el otro, a pesar del distinto tamaño, pero ese pensamiento los habría conducido a una experiencia mucho más ordinaria.
Cuando Mary le llamó por teléfono, interrumpió la escena de La telaraña de Charlotte en la que la araña, Charlotte, prepara al cerdo Wilbur para que encaje su muerte inminente.