– ¿Que me rebaje yo mismo de categoría? -replicó él-. ¿Ésa es la manera de conseguir que me despidan?
– ¡Espera! ¡Déjame terminar! -Todos los clientes que acertaban a oírles estaban atentos a lo que decían-. Lo que haces es empezar a rechazar encargos. ¡Te vuelves demasiado exigente!
– … Demasiado exigente -repitió Patrick-. Ya veo.
– De repente ocurre algo importante… me refiero a una gran angustia, desolación, terror y la consiguiente aflicción. ¿Me sigues, Pat?
El la seguía. Empezaba a ver de dónde procedían algunas de las hipérboles del apuntador electrónico… no todo era obra de Fred. Wallingford nunca había estado a solas con Mary bajo la dura luz de media mañana, e incluso el azul de sus ojos era ahora nuevamente esclarecedor.
– Sigue, Mary.
– ¡La calamidad golpea! -Los clientes de la cafetería detenían sus tazas en el aire, o no las alzaban del platillo-. Es una primera noticia imponente, ya sabes de qué clase. Tenemos que enviarte, no puede hacerlo otro. Y tú te niegas a ir. -
– ¿Entonces me despiden? -le preguntó Wallingford.
– Entonces nos vemos obligados a despedirte, Pat.
Aunque no lo traslució, él ya había captado el momento en que «ellos» se habían convertido en «nosotros». Sí, desde luego, la había subestimado.
– Vas a tener un pequeñín muy listo, Mary -se limitó a decirle.
– Pero ¿no te das cuenta?-insistió ella-. Digamos que todavía quedan cuatro años o cuatro y medio de tu nuevo contrato. Te despiden y procuran pagarte la liquidación mínima. ¿Pero hasta dónde pueden rebajar? Pongamos que tres años. ¡Acaban pagándote el salario de tres años y estás libre! Bueno… estás libre en Wisconsin, si es ahí donde realmente quieres estar.
– Eso no depende de mi decisión -le recordó él.
Mary le tomó la mano. Mientras hablaban en voz demasiado alta, habían dado cuenta de un copioso desayuno. Los clientes de la cafetería, fascinados, los habían estado observando al tiempo que comían.
– Te deseo toda la suerte del mundo con la señora Clausen -le dijo seriamente Mary-. Sería una necia si no te aceptara.
Wallingford percibió la falsedad de estas palabras, pero no hizo ningún comentario. Pensó que una sesión de cine podría serle de ayuda, aunque decidirse por una película resultó frustrante. Patrick sugirió Arlington Road, pues sabía que a Mary le gustaba Jeff Bridges, pero las películas de suspense político la ponían demasiado tensa.
– ¿Eyes Wíde Shut? -propuso Wallingford, y observó una vacuidad extraña en la expresión de Mary-. La última película de Kubrick…
– Acaba de morir, ¿no es cierto?
– Así es.
– Todos esos elogios que han volcado sobre él me dan mala espina -dijo Mary.
Era una chica lista, desde luego. Pero, de todos modos, Patrick esperaba poder convencerla para ver esa película.
– Protagonizada por Tom Cruise y Nicole Kidman.
– A mi modo de ver, que estén casados lo echa todo a perder.
Su conversación se interrumpió con tal brusquedad que los clientes situados de tal manera que podían mirarlos discretamente así lo hicieron. Esto se debía en parte a que sabían que él era Patrick Wallingford, el hombre del león, en compañía de una guapa rubia, pero todavía más debido al frenesí verbal que había cesado de repente. Era como contemplar a una pareja en pleno coito que, de repente, y al parecer sin orgasmo, se hubiera detenido.
– No quiero ir al cine, Pat. Vayamos a tu casa. No he estado nunca en ella. Vayamos allí y jodamos un poco más.
Sin duda aquél era mejor material en bruto del que cualquier escritor en ciernes presente en la cafetería podría haber esperado escuchar.
– De acuerdo, Mary -le dijo Wallingford.
Él creía que la joven no se había dado cuenta de que el público del local estaba pendiente de ellos. Quienes no solían hallarse en público con Patrick Wallingford no estaban acostumbrados al hecho de que, sobre todo en Nueva York, todo el mundo reconocía al hombre de los desastres. Pero cuando pagaba la cuenta, observó que Mary encajaba con aplomo las miradas de los clientes y, cuando estuvieron en la acera, tomó a Patrick del brazo y le dijo que un pequeño episodio como aquél hacía maravillas en los índices de audiencia.
A él no le sorprendió que su piso le gustara a Mary más que el suyo propio.
– ¿Todo esto para ti solo? -le preguntó.
– No tiene más que un dormitorio, como el tuyo -protestó Wallingford.
Pero si bien esto era estrictamente cierto, el piso de Patrick en una de las calles Ochenta Este tenía una cocina lo bastante grande para contener una mesa, y la sala de estar se podía utilizar como comedor, si alguna vez lo necesitaba. Lo mejor de todo, desde el punto de vista de Mary, era el amplio espacio del dormitorio en forma de ele. La cuna y los objetos propios de una criatura cabrían en el tramo corto de la ele.
– El bebé podría estar ahí -dijo Mary, indicando el rincón desde la posición ventajosa de la cama-, y yo aún tendría un poco de intimidad.
– Te gustaría cambiar tu apartamento por el mío… ¿no es cierto, Mary?
– Bueno… si vas a estar casi siempre en Wisconsin. Vamos, Pat, parece que todos necesitáis una vivienda de paso en Nueva York. ¡Mi piso sería perfecto para ti!
Estaban desnudos, pero Wallingford apoyó la cabeza en el estómago liso y un tanto andrógino de Mary con más resignación que entusiasmo sexual. Había perdido las ganas de «joder un poco más», como ella le había dicho tan cautivadoramente en la cafetería. Patrick procuraba no imaginarse en su ruidoso apartamento de la calle Cincuenta y tantos Este. Detestaba la parte media de la ciudad, donde siempre había tanto estrépito. En comparación, las calles Ochenta parecían un barrio residencial.
– Te acostumbrarás al ruido -le dijo Mary mientras le restregaba lentamente el cuello y los hombros.
Era una chica lista, y por lo tanto capaz de leerle a Patrick el pensamiento. Él le rodeó las caderas con los brazos y la besó en el vientre pequeño y suave, tratando de imaginar los cambios que sufriría aquel cuerpo al cabo de seis, siete y ocho meses.
– He de admitir que tu piso sería mejor para el pequeño -comentó ella, y le dio un lametón en el interior de la oreja.
Patrick era incapaz de efectuar maquinaciones a largo plazo, y sólo podía admirar a Mary por todo cuanto había subestimado en ella. Era posible que pudiera aprender de aquella mujer, y tal vez entonces conseguiría lo que deseaba, la vida imaginada con la señora Clausen y el pequeño Otto. ¿O no era realmente eso lo que deseaba? De repente sintió que le abandonaba la confianza en sí mismo. ¿Y si lo que deseaba de veras era alejarse tanto del mundo televisivo como de Nueva York?
– Pobre pene -decía Mary, en tono consolador. Aunque lo estaba acariciando, el miembro no reaccionaba-. Debe de estar cansado -siguió diciendo-. Quizá deba descansar, probablemente debe reservarse para su actuación en Wisconsin.
– Esperemos que en Wisconsin actúe como es debido, Mary. Eso sería lo mejor para nuestros planes.
Ella le besó el miembro ligeramente, casi con indiferencia, a la manera en que tantas neoyorquinas podrían besar la mejilla de un simple conocido o un amigo no demasiado íntimo.
– Eres un chico listo, Pat. Y también eres esencialmente una buena persona, digan lo que digan los demás.
– Parece ser que lo único bueno que ven en mí son mis genes -se limitó a decir Wallingford.
Trató de imaginar lo que diría el apuntador electrónico durante la emisión del viernes, previendo que Fred ya podría haber aportado su colaboración. Entonces procuró imaginar lo que Mary aportaría también al guión, porque lo que Patrick Wallingford decía ante la cámara había sido escrito por muchas manos invisibles, y ahora se daba cuenta de que Mary siempre había sido una parte de aquel todo.
Cuando resultó evidente que Wallingford no estaba en condiciones de hacer nuevamente el amor, Mary le sugirió que llegasen un poco antes al edificio de la televisión.
– Sé que te gustaría tener un conocimiento previo de lo que va a aparecer en el apuntador electrónico.
Así fue como lo expresó, y luego, cuando ya estaban en el taxi y se dirigían al centro de la ciudad, añadió que ella tenía algunas ideas que aportar. La oportunidad con que sacaba a relucir el tema era casi mágica. Le habló de «cierre», de «rematar el asunto Kennedy». El se dio cuenta de que Mary ya había escrito el guión.
Casi como una ocurrencia de última hora, cuando ya habían pasado por el control de seguridad y subían en el ascensor a la sala de redacción, Mary le tocó el antebrazo izquierdo, un poco por encima del borde del muñón, de aquella manera solidaria a la que tantas mujeres parecían proclives.
– Si yo estuviera en tu lugar, Pat, no me preocuparía por Fred, no pensaría para nada en él.
Al principio, Wallingford creyó que las mujeres de la sala de redacción estaban en ascuas porque Mary y él habían entrado juntos. Sin duda, por lo menos una de ellas los había visto salir juntos la noche anterior, y ahora todas estaban enteradas. Pero el motivo de la animada cháchara de las mujeres era otro: habían despedido a Fred. A Wallingford no le sorprendió ver que la noticia no impresionaba a Mary. (Con una leve sonrisa, desapareció en el lavabo de señoras.)
Lo que sí le sorprendió fue que le saludara un solo productor y un director ejecutivo. Este era un joven carirredondo llamado Wharton que siempre daba la sensación de estar reprimiendo el vómito. ¿Acaso era Wharton más importante de lo que Wallingford había creído? ¿También había subestimado a aquel hombre? De repente, la inocuidad de Wharton le parecía a Patrick potencialmente peligrosa. El aspecto inexpresivo, insípido del joven podría haber ocultado una autoridad latente para despedir a la gente… incluso a Fred, incluso a Patrick Wallingford. Pero la única referencia de Wharton a la pequeña rebelión de Wallingford en el noticiario nocturno del viernes y al posterior despido de Fred fue pronunciar (dos veces) la palabra «desafortunado». Entonces dejó a Patrick en compañía de la productora.