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Entonces se dio cuenta de que no respiraba. ¿Además de sus tendencias a gritar y arañar tenía también la de perder el sentido? El necesitó toda su fuerza para enderezar los brazos, y, con la mano en un seno y el muñón en el otro, la empujó hasta apartarla de sí. En ese momento percibió que se estaba asfixiando con la goma de mascar: tenía el rostro azulado y sólo se le veía el blanco de sus ojos de color castaño oscuro. Wallingford le asió la mandíbula colgante y la golpeó con el muñón debajo de la caja torácica, un puñetazo sin puño. El dolor inmediato le recordó los días que siguieron a la operación de trasplante, un dolor que le había causado náuseas y se transmitía desde el antebrazo al hombro antes de dirigirse al cuello. Con una brusca exhalación, Angie expelió la goma de mascar.

Sonó el teléfono mientras la asustada muchacha yacía estremecida sobre su pecho, sacudida por los sollozos y aspirando grandes bocanadas de aire.

– Me estaba muriendo -dijo en voz entrecortada. Patrick, que había creído que ella se estaba corriendo, no dijo nada, mientras el contestador automático recibía otra llamada-. Me moría y, al mismo tiempo, me estaba corriendo -añadió la muchacha-. Era muy raro.

El contestador automático emitió una voz procedente del sombrío subsuelo de la ciudad. Se oían chirridos metálicos y el estrépito de un tren subterráneo, por encina del cual el padre de Angie, vigilante del metro, dejó claramente su mensaje.

– ¿Tratas de matar a tu madre o qué, Angie? Ni come ni duerme ni va a misa… -Los chirridos de otro tren ahogaron los lamentos del vigilante.

– Es papá -le dijo Angie a Wallingford.

Estaba moviendo de nuevo las caderas. Como pareja, parecían unidos eternamente: un dios y una diosa menores que representaban la muerte por medio del placer.

Angie gritaba de nuevo cuando el teléfono sonó por cuarta vez. Patrick se preguntó qué hora sería, pero cuando consultó el despertador digital, algo rosado cubría la esfera. Tenía un repugnante aspecto anatómico, como parte de un pulmón, pero no era más que el chicle de Angie… sí, desde luego, su aroma era el de alguna baya. La luz del despertador, al brillar a través de la sustancia, hacía que pareciera tejido vivo.

Los dos alcanzaron el orgasmo al mismo tiempo, y ella, sin duda por la necesidad que tenía del chicle, le clavó los dientes en el hombro izquierdo. Patrick resistió bien el dolor, pues los había sufrido peores, pero Angie se mostró incluso más entusiasta de lo que él había esperado. Gritaba, se asfixiaba y mordía. Aún le tenía aferrado el hombro con los dientes cuando perdió el sentido.

– Eh, lisiado -dijo la voz de un desconocido en el contestador automático-. Eh, señor manco, ¿sabe una cosa? Va a perder algo más que la mano, mire lo que le digo. Va a terminar sin otra cosa entre las piernas que un pingajo de mierda.

Wallingford besó a Angie, tratando de despertarla, pero la chica seguía desvanecida, con una sonrisa en los labios.

– Hay una llamada para ti -le susurró Patrick al oído-. Puede que quieras responder.

– Eh, cara de culo -dijo el hombre del contestador automático-, ¿sabías que incluso las personalidades de la televisión pueden desaparecer?

Debía de llamar desde un coche en movimiento. La radio emitía una melodía de Johnny Mathis, con el volumen bajo, pero no lo suficiente. Wallingford pensó en el anillo de sello que Angie llevaba colgado del cuello, adecuado para un dedo del tamaño de su dedo gordo del pie. Pero ella ya se había quitado el anillo, había descartado a su propietario, diciendo de él que era «un don nadie», un tipo «del extranjero». Bueno, ¿quién era el hombre que llamaba?

– Creo que deberías escuchar esto, Angie -susurró Patrick.

Enderezó suavemente a la muchacha dormida hasta que estuvo sentada. El cabello le cayó hacia delante, le ocultó el rostro y cubrió los hermosos senos. Su olor era el de una mezcla deliciosa de frutas y flores. Tenía el cuerpo cubierto por una delgada y reluciente película de sudor.

– Escúcheme, señor manco -siguió diciendo el hombre del contestador-. Voy a meter su polla en una licuadora, ¡y luego me la beberé!

Así finalizó la desagradable llamada.

Wallingford estaba haciendo el equipaje para partir hacia Wisconsin, cuando Angie se despertó.

– ¡Jolin, me estoy meando! -dijo la muchacha.

– Ha habido otra llamada… esta vez no era tu madre. Un tipo ha dicho que iba a meter mi pene en una licuadora.

– Ah, debía de ser mi hermano Vittorio… Vito, para abreviar -replicó Angie. Dejó abierta la puerta del baño mientras orinaba-. ¿De veras ha dicho «pene»? le preguntó desde el lavabo.

– No, en realidad ha dicho «polla».

– Sí, seguro que es Vito -dijo ella-. Es inofensivo, ni siquiera tiene un empleo. -¿Por qué razón el hecho de estar desempleado le convertía en inofensivo?-. Bueno, dime, ¿qué hay en Minnesota? -inquirió Angie.

– Wisconsin -la corrigió él-. Una mujer a la que voy a pedir que se case conmigo. Probablemente me rechazará.

– Vaya, tienes un buen problema, ¿lo sabías? -repuso Angie, y tiró de él para que volviera a la cama-. Ven aquí, has de tener más confianza y pensar que ella te aceptará. De lo contrario, ¿por qué te molestas en ir allá?

– Creo que ella me quiere.

– ¡Pues claro que sí! -exclamó la muchacha-. Sólo tienes que practicar. Vamos, puedes practicar conmigo. Vamos… ¡pregúntamelo!

Él lo intentó; al fin y al cabo, había estado ensayando. Le dijo lo que quería decir a la señora Clausen.

– Ostras… eso es terrible -replicó Angie-. Para empezar, no puedes andar pidiendo disculpas. Tienes que ir directo al grano y decirle: «No puedo vivir sin ti». Esa clase de cosas. Vamos… ¡dilo!

– No puedo vivir sin ti -dijo Wallingford, de una manera nada convincente.

– Madre mía…

– ¿Qué pasa? -le preguntó Patrick.

– ¡Tienes que decirlo mejor!

Sonó el teléfono, la quinta llamada. Era Mary Shanahan de nuevo, y presumiblemente llamaba desde su piso solitario en una de las calles Cincuenta Este… Wallingford casi percibía el ruido de los coches que pasaban raudos por la avenida Franklin Delano Roosevelt.

– Creía que éramos amigos -empezó a decirle Mary-. ¿Es así como tratas a una amiga? Una mujer que va a ser madre de tu hijo…

O bien se le quebró la voz, o bien sus pensamientos se habían esfumado.

– Tiene razón -le dijo Angie a Patrick-. Será mejor que le digas algo.

Wallingford pensó en sacudir la cabeza, pero yacía con la cara sobre los senos de Angie, y le pareció que sería demasiado grosero sacudir la cabeza en esa posición.

– ¡No es posible que todavía te estés tirando a esa chica! -exclamó Mary.

– Si no hablas con ella, lo haré yo -dijo la solidaria maquilladora-. Alguien tiene que hacerlo.

– Pues háblale tú -replicó Wallingford.

Deslizó la cabeza más abajo, hasta el vientre de Angie, e intentó oír lo menos posible mientras Angie se ponía al aparato.

– Soy Angie, señorita Shanahan -empezó a decir la buena muchacha-. No debería usted enfadarse. La verdad es que no nos lo hemos pasado muy bien. Hace un rato por poco me asfixio. Casi me muero, de veras, no bromeo. -Mary colgó-. ¿Lo he hecho mal? -le preguntó Angie a Wallingford.

– No, lo has hecho bien -le dijo sinceramente-. Ha sido perfecto. Eres estupenda.

– No lo dices en serio. ¿Lo haces para que echemos otro polvo o qué?

Así pues, hicieron el amor. ¿Qué otra cosa iban a hacer? Esta vez, cuando Angie volvió a perder el sentido, Wallingford tomó la precaución de desprender el chicle del despertador antes de conectar el timbre.

La madre de Angie llamó una vez más, o por lo menos Patrick supuso que se trataba de su madre. Sin decir palabra, la mujer se echó a llorar, casi melodiosamente, mientras Wallingford dormitaba con intermitencias.

Se despertó antes de que sonara el despertador. Contempló a la muchacha dormida, cuya ilimitada buena voluntad era realmente hermosa. Desconectó el timbre sin dejar que sonara, pues no quería turbar el sueño de Angie. Después de ducharse y afeitarse, examinó las magulladuras de su cuerpo: el moratón en la espinilla producido por el golpe con la superficie de vidrio de la mesa en casa de Mary, la quemadura por el contacto con el grifo del agua caliente en la ducha. Las uñas de Angie le habían arañado la espalda, y en el hombro izquierdo tenía una ampolla de sangre de tamaño considerable, un hematoma violáceo y algunos desgarros en la piel causados por el mordisco espontáneo de la muchacha.

Patrick Wallingford no parecía estar en condiciones de hacer una proposición matrimonial, ni en Wisconsin ni en ningún otro lugar. Preparó café y llevó a la muchacha dormida un vaso de zumo de naranja. Ella no tardó en despertarse.

– Mira todo esto… -le dijo, deambulando desnuda por el piso-. ¡Está claro que has hecho el amor! -Quitó de la cama las sábanas y las fundas de las almohadas, y empezó a recoger las toallas-. Tienes lavadora, ¿no? Ya sé que has de tomar el avión… limpiaré esto. ¿Y si esa mujer te acepta? ¿Y si viene aquí contigo?

– Eso no es probable. Quiero decir que no es probable que venga aquí conmigo, aunque me acepte.

– No me vengas con eso de que «no es probable». Lo cierto es que podría venir. Eso es lo único que has de saber. Vete a tomar el avión y yo arreglaré el piso. Borraré los mensajes del contestador antes de marcharme. Te lo prometo.

– No tienes por qué hacerlo -le dijo Patrick.

– ¡Quiero ayudarte! -exclamó Angie-. Sé lo que es llevar una vida liada. Vamos… ¡será mejor que te largues! No te arriesgues a perder el avión.

– Gracias, Angie.

Le dio un beso de despedida. Sabía tan bien que le entraron deseos de quedarse. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo la anarquía sexual?