Mateos agitó el puñado de cartas delante de su amigo y luego dijo:
– ¿Ni un vistazo rápido?
Salmerón agarró las cartas. Echó una ojeada a su alrededor y comprobó que había demasiada gente.
– Vamos a otro lugar. Estaremos más tranquilos.
Los dos agentes se encerraron en un despacho del que bajaron las persianas y el grafólogo ordenó cuidadosamente las doce cartas sobre la mesa, en dos filas superpuestas. Tras examinarlas en silencio durante un buen rato, ayudándose algunas veces con una potente lupa, el policía se quitó las gafas.
– Ya he visto suficiente.
– ¿Qué me puedes contar?
– Sea quien fuese esta mujer, debes tener mucho cuidado con ella. La letra es, en apariencia, alegre, como de persona amigable, pero solo en apariencia. En realidad te enfrentas a una persona fría e introvertida, ¿ves la escritura? Está inclinada hacia la izquierda. Es una persona muy sigilosa y taimada, uno de los rasgos más típicos de la personalidad criminal. ¿Ves cómo traza las oes? Se cierran en un anillo perfecto, lo que apunta a una persona a la que le encanta ocultar cosas. Los puntos de las íes también se cierran de forma agobiante sobre las astas, lo que indica disimulo, reserva. Las tes me llaman poderosamente la atención, porque los brazos no cruzan el palo, lo que apunta a una persona emocionalmente torturada y sin conciencia clara del bien v del mal.
– Pero ¿todo esto es científico?
– Hay cerca de trescientos rasgos destacables en la caligrafía humana; obviamente, nunca están presentes todos a la vez. Analizados uno a uno y de forma separada pueden no querer decir nada. Pero cuando los examinas de forma conjunta y cada rasgo confirma el anterior, te puedo asegurar que las conclusiones a las que se llega son muy fiables.
– Continúa, por favor.
– Coge la lupa y observa bien la terminación puntiaguda del rabito de la t: está expresando hostilidad y ansias de venganza. Escribe muy espaciado, lo que indica una necesidad de llamar la atención, o por lo menos de que se esté todo el rato pendiente de ella. Así a bote pronto, es lo primero que se me ocurre, aunque si dispusiera de más tiempo te podría decir muchas más cosas. ¿De dónde han salido estas cartas?
– Tienen que ver con un caso que tengo entre manos.
– Yo he visto esa caligrafía en algún sitio. Para nosotros los grafólogos, la caligrafía de una persona es como para los fisonomistas una cara. No se nos olvida nunca.
– ¿No puede tratarse de una letra que sea parecida? Mira que estas cartas son de 1979. Igual tú ni habías nacido.
– No lo sé -dijo Salmerón-. Déjame que le dé un par de vueltas y si asocio la letra con la persona, te doy un toque.
Y tras decir esto, salió súbitamente del despacho y dejó solo a Mateos con un puñado de cartas que, cada vez estaba más convencido de ello, podían ponerle sobre la pista del misterioso asesino de Ronald Thomas.
56
Paniagua llegó tarde al concierto en casa de Marañón debido a un malentendido con Durán, pues cada uno pensaba que el otro iba a pasar por su casa a recogerle en un taxi. El retraso, sin embargo, no tuvo grandes consecuencias para ninguno de los dos, ya que el recital en el que el gran virtuoso del piano Isaac Abramovich iba a interpretar las tres últimas sonatas de Beethoven, no había podido comenzar a su hora. Abramovich, conocido en el mundo entero por sus excentricidades, era quizá el único pianista de primera fila que se afinaba su propio piano. Al tensar una de las cuerdas del instrumento, que a su juicio había quedado demasiado baja, esta se había partido y restallando en el aire como un pequeño látigo, había ido a impactar contra la cara del virtuoso, lo que le provocó una pequeña lesión en la ceja. Aunque la herida de Abramovich era, al parecer, superficial, Marañón había preferido que el instrumentista fuera atendido de urgencia en el hospital más cercano y que el concierto solo diera comienzo una vez que el médico hubiera llevado a cabo la cura correspondiente.
A la espera de que el músico se reincorporara a la soirée, Marañón había dado orden de que se sirviera el refrigerio y los invitados al concierto estaban ahora departiendo entre sí, la mayoría con una copa en la mano, distribuidos en corrillos más o menos numerosos y repartidos a lo largo y ancho del salón que hacía las veces de auditorio.
Por la megafonía de la amplia estancia se escuchaba, a un volumen que no interfería en la conversación, uno de los últimos cuartetos de Beethoven.
En el grupo donde estaba el anfitrión se hallaban, además de él, el príncipe Bonaparte que, esta vez sí había podido responder a la invitación, una mujer de mediana edad a la que Daniel creía haber visto entre los invitados la noche en que Thomas dio su último concierto, y la magistrada Rodríguez Lanchas.
Durán no había llegado todavía.
– Ya conoces a Susana -indicó Marañón, invitando a Daniel a que se incorporara al corrillo.
– Por supuesto -dijo la magistrada antes de besarle efusivamente-, Daniel me está ayudando con uno de los sumarios que tengo entre manos.
Antes de que el millonario pudiera presentarle al resto del círculo, la mujer, de la que Paniagua solo pudo averiguar después que atendía al nombre de Nelsy y que estaba casada con el director general en España de una multinacional americana de refrescos de cola, rompió el hielo:
– Hablando de sumarios, parece que todavía no ha habido ni una sola detención en relación con el caso Thomas. Me parece un escándalo, la verdad. Si estuviéramos en Europa, como dice este gobierno que estamos, les aseguro que el asesino estaría ya entre rejas.
Se produjo un tenso silencio.
Nadie sabía si la mujer ignoraba de qué caso se estaba ocupando doña Susana -y si, por lo tanto, estaba metiendo la pata por falta de información- o si su intención era provocar abiertamente a la juez, quizá por considerarla alineada ideológicamente en una posición contraria a la suya. La confusión no duró más que breves instantes, porque la magistrada replicó enseguida con gran firmeza:
– Permítame aclararle, señora mía, que se encuentra usted ante la persona que está instruyendo el sumario que acaba de mencionar.
Daba la impresión de que si no hubiera tenido media cara paralizada, le hubiera podido enseñar los dientes a su interlocutora.
– No tenía la menor idea -replicó la mujer que, aunque sincera en su ignorancia, no parecía mostrarse excesivamente incómoda por el patinazo que acababa de protagonizar-. En ese caso le pido disculpas, aunque mi crítica no pretendía ser personal, sino que iba dirigida más bien al caos que hay en los tribunales desde que entró el nuevo gobierno.
Marañón se dio cuenta de que la magistrada tenía ganas de seguir replicando a la señora y decidió cortar por lo sano:
– Tengamos la fiesta en paz, Susana.
– Hemos venido a relajarnos -apostilló Bonaparte-. No tiene sentido enfadarse de esta manera.
– Y más en una noche como esta -añadió Marañón-. ¿No lo percibís? Hay algo extraño en el ambiente, casi maligno -dijo Marañón-. Primero nuestro virtuoso resulta herido, ahora dos de mis más queridas amigas se enzarzan en una pelea sin sentido.