Ella entrecerró los ojos.
– Recuerdo lo que dijo, pero esa persona, quienquiera que sea, es mi problema.
– Es mi casa a la que va a entrar. Y de todos modos…
– Además, -continuó ella como si no lo hubiera oído, levantando la barbilla, pero manteniendo la voz baja como él-, es un conde. Naturalmente he asumido que estaría por ahí fuera socializando.
El pinchazo agujereó su frustración. Habló entre dientes.
– No soy conde por opción, y evito socializar tanto como puedo. Pero eso no viene al caso. Usted es una mujer. Una fémina. No tiene nada que hacer aquí. Especialmente dado que yo estoy aquí.
La boca de ella se abrió mientras él le agarraba el codo y la giraba hacia la puerta.
– ¡No soy…!
– Mantenga la voz baja. -La hizo marchar de frente-. Y desde luego que lo es. ¡Voy a encargarme de ponerla fuera de la puerta principal, entonces irá directamente a casa y se quedará allí pase lo que pase!
Ella clavó los talones.
– Pero, ¿y si está ahí fuera?
Él se paró, la miró. Se dio cuenta de que ella estaba mirando fijamente la puerta del vestíbulo hacia la oscuridad, al jardín de enfrente envuelto en árboles. Sus pensamientos siguieron los de ella.
– ¡Maldición! -La soltó, lanzando una maldición más explícita.
Ella lo miró; él la miró.
No había revisado la puerta delantera; el intruso en potencia también podía haber hecho un molde de aquella llave. No podía verificarlo ahora sin encender una cerilla, y no podía arriesgarse a hacerlo. Además, era perfectamente posible que el “ladrón” pudiese verificar la puerta delantera de la casa antes de avanzar hacia el callejón de atrás. Ya era suficientemente malo que ella hubiera entrado, corriendo el riesgo de espantar al ladrón o peor, de encontrárselo, pero mandarla salir ahora sería una locura.
El intruso ya había demostrado ser violento.
Tomó aire profundamente y asintió lacónicamente.
– Tendrá que quedarse aquí hasta que termine.
Sintió que estaba aliviada, pero en la oscuridad no podía estar seguro.
Ella inclinó la cabeza con arrogancia.
– Como había dicho, ésta puede ser su casa, pero el ladrón es mi problema.
Él no pudo resistirse a gruñir.
– Eso es discutible. -En su léxico, los ladrones no eran un problema de mujeres. Ella tenía un tío y un hermano.
– Es a mi casa, al menos la de mi tío, a la que intenta acceder. Lo sabe tan bien como yo.
Eso era indiscutible.
Un arañazo débil llego hasta ellos, proveniente de la puerta del vestíbulo.
Decir -¡Maldita sea!- otra vez parecía redundante, con una mirada elocuente hacia ella, abrió la puerta. La cerró detrás del montón de pelo que entró.
– ¿Tenía que traer a la perra?
– No tenía elección.
La perra se giró para mirarlo, después se sentó, levantando su gran cabeza en una pose inocente, como si indicara que él, de entre todas las personas, debería entender su presencia.
Tristan contuvo un gruñido de disgusto.
– Siéntese. -Hizo señas con la mano a Leonora hacia el asiento de la ventana, el único sitio para sentarse en el cuarto por lo demás vacío; afortunadamente la ventana tenía postigo. Mientras ella se movía para obedecer, él continuó-. Voy a dejar la puerta abierta para que podamos oír.
Podía prever problemas si la dejaba sola y regresaba a su puesto en el vestíbulo. El escenario que más ejercitaba su mente era lo que podría ocurrir cuando el ladrón llegara; ¿se quedaría quieta, o se precipitaría hacia fuera? De esta forma, por lo menos, sabría donde estaría ella, a su espalda.
Abriendo la puerta silenciosamente, la dejó entreabierta. El lebrel se tendió en el suelo a los pies de Leonora, un ojo en la apertura de la puerta. Tristan se movió para quedarse de pie al lado de la puerta, los hombros contra la pared, la cabeza girada para observar el vacío oscuro del vestíbulo.
Y regresó a su anterior pensamiento, el que ella había interrumpido. Cada instinto que poseía insistía en que las mujeres, especialmente las damas de la clase de Leonora, no deberían ser expuestas al peligro, no deberían tomar parte en ninguna iniciativa peligrosa. Aunque reconocía que tales instintos provenían de los días en que la hembra de un hombre encarnaba el futuro de su linaje, en su opinión esos argumentos aún se aplicaban. Se sentía tremendamente irritado de que ella estuviera allí, que hubiera venido, no desafiando tanto como anulando, soslayando a su tío y a su hermano y a sus legítimos papeles…
Echándole una mirada, sintió su mandíbula apretarse. Era probable que ella lo hiciese en todo momento.
No tenía ningún derecho a juzgarla, ni a sir Humphrey o a Jeremy. Si los había interpretado bien, ni sir Humphrey ni Jeremy poseían ninguna capacidad para controlar a Leonora. Ni lo intentaban. Ya fuera porque ella se había resistido y los intimidaba hasta la aquiescencia, o porque simplemente no les importaba lo suficiente para insistir desde un principio, o porque eran demasiado susceptibles a su testaruda independencia para controlarla, no sabría decirlo.
Independientemente, para él la situación estaba mal, desequilibrada. No era así como deberían ser las cosas.
Los minutos pasaron, se extendieron a media hora.
Debía ser cerca de la medianoche cuando oyó un raspar metálico -una llave rodando en la vieja cerradura de abajo.
El lebrel levantó la cabeza.
Leonora se enderezó, alertada tanto por la súbita atención de Henrietta como por la tensión desplegada que emanaba de Trentham, hasta entonces aparentemente relajado contra la pared. Había sido consciente de sus miradas, de su irritación, de su ceño fruncido, pero se había empeñado en ignorarlos. Su objetivo era saber el propósito del ladrón, y con Trentham presente incluso podrían conseguir coger al villano.
La excitación la cautivó, intensificándose, mientras Trentham le hacía un ademán para que se quedara donde estaba y dominara a Henrietta, luego éste se deslizó, como un fantasma, por la puerta.
Se movió tan silenciosamente, que si no hubiera estado observándolo habría, simplemente, desaparecido.
Instantáneamente, Leonora se levantó y lo siguió, igualmente silenciosa, agradecida de que los obreros hubieran dejado sábanas extendidas por todos lados, las cuales amortiguaban el ruido de las uñas de Henrietta mientras el lebrel iba tras sus talones.
Cuando llegó a la puerta del vestíbulo, miró afuera. Espió a Trentham mientras se fundía en las densas sombras, en lo alto de las escaleras de la cocina. Entornó los ojos mientras se cubría con la capa; la puerta de los sirvientes parecía estar abierta.
– ¡Ay!
Una sarta de maldiciones siguió.
– ¡Aquí! ¡Quítate!
– ¿Qué diablos haces aquí, viejo tonto?
Las voces venían de abajo.
Trentham había bajado las escaleras de la cocina antes de que ella pudiera pestañear. Agarrándose las faldas, corrió tras él.
Las escaleras eran un vacío negro. Se apresuró hacia abajo sin pensar, taconeando con estrépito en los escalones de piedra. Detrás de él, Henrietta ladró, después gruñó.
Alcanzando el rellano de en medio, Leonora agarró la barandilla y miró abajo hacia la cocina. Vio a dos hombres -uno alto y envuelto en una capa, el otro grande pero rechoncho y mucho más viejo- luchando en mitad de las baldosas, dónde solía estar la mesa de la cocina.
Se congelaron ante el gruñido de Henrietta.
El hombre más alto miró hacia arriba.
En el mismo instante en que lo hizo, vio a Trentham acercándose.
Con un enorme esfuerzo, el hombre más alto giró al hombre más viejo y lo empujó hacia Trentham.
El viejo perdió el equilibrio y voló hacia atrás.