Se estremeció otra vez.
Él la posó sobre sus pies, estabilizándola.
– Debería irme.
Ella recobró rápidamente la calma, volviendo a su lugar, de vuelta al mundo real.
– ¿Ha decidido cómo va a proceder?
La miró. Ella habría jurado que tenía el ceño fruncido. Los labios apretados. Esperó con la mirada fija.
Finalmente, él contestó.
– Hice una visita a Stolemore esta mañana. -Le cogió la mano y enlazando su brazo en el de él, los condujo de vuelta a lo largo del sendero.
– ¿Y?
– Consintió en darme el nombre del comprador que está decidido a adquirir esta casa. Montgomery Mountford. ¿Le conoce usted?
Ella miró hacia adelante, repasando mentalmente a todos los conocidos y relaciones, tanto de ella como de su familia.
– No. No es un colega de Sir Humphrey o Jeremy, he ayudado a los dos con su correspondencia, y ese nombre no ha surgido.
Como él no dijo nada, le recorrió con la mirada.
– ¿Consiguió una dirección?
Él asintió con la cabeza.
– Iré hacia allá y veré lo que puedo averiguar.
Habían alcanzado el pasaje abovedado. Ella hizo un alto.
– ¿Dónde queda?
Él la enfrentó con la mirada. Tuvo otra vez la impresión de que estaba irritado.
– Bloomsbury.
– ¿Bloomsbury? -Se quedó con la mirada fija- Eso está donde vivíamos anteriormente.
Él frunció el ceño.
– ¿Antes de aquí?
– Sí. Le dije que nos mudamos aquí hace dos años, cuando Sir Humphrey heredó esta casa. Los cuatro años anteriores, vivimos en Bloomsbury. En la calle Del Keppell -le cogió de la manga-. Quizá es alguien de allí, quién por alguna razón… -gesticuló-. Quién sabe por qué, pero debe haber alguna conexión.
– Tal vez.
– ¡Vamos! -Leonora se puso en camino hacia las puertas de la sala-. Iré con usted. Hay tiempo antes del almuerzo.
Tristan se tragó una maldición y salió tras ella.
– No hay necesidad.
– ¡Por supuesto que la hay! -Le dirigió una mirada impaciente- ¿Cómo si no sabrá si ese señor Mountford está, de alguna extraña manera, conectado con nuestro pasado?
No tenía una buena respuesta para eso. Él la había besado con la intención de despertar su curiosidad sensual y así distraerla lo suficiente como para permitirle perseguir al ladrón, y aparentemente había fallado en ambos propósitos. Tragándose su irritación, la siguió subiendo las escaleras hacia las puertas francesas.
Exasperado, hizo un alto. No estaba acostumbrado a ir por detrás de otra persona, y mucho menos tropezar con los talones de una señora.
– ¡Señorita Carling!
Ella se detuvo ante la puerta. La cabeza levantada, la espalda poniéndose rígida, le encaró. Sus ojos se encontraron.
– ¿Sí?
Él luchó para enmascarar su expresión. La intransigencia resplandeció en los maravillosos ojos de ella, revistiendo su postura. Tristan se debatió durante un instante, después, como todos los comandantes experimentados cuando se enfrentaban con lo inesperado, ajustó su táctica.
– Muy bien -disgustado, la conminó hacia adelante. Condescender en un punto relativamente sin importancia, haría que más adelante fuese más fácil tener mano dura.
Leonora le envió una sonrisa radiante, luego abrió la puerta y dirigió la marcha hacia el vestíbulo.
Con los labios apretados, la siguió. Era sólo Bloomsbury, después de todo.
Ciertamente, tratándose de Bloomsbury, ir con ella cogida de su brazo era una ventaja. Había olvidado que en el vecindario de clase media en el que se encontraba el domicilio de Mountford, una pareja atraería menos atención que un caballero solo, vestido con elegancia.
La casa en Taviton Street era alta y estrecha. Resultó ser una casa de huéspedes. La propietaria abrió la puerta; limpia y severa, vestida de un negro apagado, entrecerró los ojos cuando él preguntó por Mountford.
– Se fue. La semana pasada.
Después del intento frustrado en el Número 12. Tristan no se sorprendió.
– ¿Dijo adónde iba?
– No. Apenas me dio mis chelines al salir -inhaló por la nariz-. No los habría cobrado de no haber estado en ese momento justo aquí.
Leonora avanzó ligeramente situándose delante de él.
– Tratamos de encontrar a un hombre que podría conocer algo sobre un incidente ocurrido en Belgravia. No estamos seguros de que el señor Mountford sea el hombre correcto. ¿Es alto?
La propietaria la evaluó, después se relajó.
– Sí, medianamente alto -echó un vistazo a Tristan-. No tan alto como aquí su marido, pero casi.
Un débil sonrojo tiñó la fina piel de Leonora, prosiguió con rapidez.
– ¿Su constitución es más esbelta que fuerte?
La propietaria inclinó la cabeza.
– Cabellos negros, un poco pálido para estar saludable. Ojos marrones de pescado muerto, si me pregunta. Jovencito de aspecto, pero diría que su edad está sobre mediados los veinte, guardaba sus pensamientos para sí mismo -dijo ella-, y siempre pensando demasiado.
Leonora miró hacia arriba, sobre su hombro.
– Eso suena como el hombre que estamos buscando.
Tristan se encontró con su mirada, después se volvió hacia la casera.
– ¿Recibió alguna visita?
– No, y eso era extraño, normalmente a los señoritos les gusta eso, tengo que discutir acerca de las visitas, si usted me entiende.
Leonora sonrió débilmente. Él la atrajo hacia detrás.
– Gracias por su ayuda, madame.
– Sí, pues bien, espero que usted le encuentre y él le pueda ayudar.
Dieron un paso hacia atrás fuera del diminuto porche delantero. La casera echó a andar para cerrar la puerta, luego se detuvo.
– Espere un minuto, acabo de acordarme -inclinó la cabeza hacia Tristan-Tuvo un visitante una vez, pero no entró. Estaba parado en la calle, algo así como usted y esperó hasta que el señor Mountford salió para unirse a él.
– ¿Qué aspecto tenía esa visita? ¿Le dio un nombre?
– No facilitó ninguno, pero recuerdo que pensé, cuando me acerqué para ir a buscar al señor Mountford, que no necesitaba uno. Sólo le dije que el caballero era extranjero, y seguramente él reconoció quién era.
– ¿Extranjero?
– Sí. Tenía un acento que no pasaba desapercibido. Uno de esos que suena como un gruñido.
Tristan se quedó inmóvil.
– ¿Qué aspecto tenía?
Ella frunció el ceño, encogiéndose de hombros.
– Algo así como un pincel. Recuerdo que iba muy aseado.
– ¿Cómo era su postura?
La cara de la propietaria se relajó.
– Eso es algo que le puedo decir, estuvo quieto como si le hubieran atado con una correa. Estaba tieso, pensé que se rompería si se inclinaba para saludar.
Tristan sonrió encantadoramente.
– Gracias. Ha sido usted de gran ayuda.
La casera se sonrojó levemente. Se inclinó en una reverencia.
– Gracias, señor -después de un instante, miró hacia Leonora-. Le deseo buena suerte, madame.
Leonora inclinó la cabeza graciosamente y dio a Trentham permiso para conducirla fuera. Casi deseó preguntar a la casera si su deseo de buena suerte se refería a localizar a Mountford, o a obligar a Trentham a cumplir los votos de su supuesta boda.
El hombre era una amenaza con esa sonrisa letal.
Miró hacia arriba, hacia él, después echó fuera de su mente los pensamientos que había tenido durante todo el día. Mejor no hacer hincapié en ellos mientras él estuviera a su lado.
Él paseaba tranquilamente, su expresión impasible.
– ¿Qué opina del visitante de Mountford?
Tristan la recorrió con la mirada.
– ¿Qué opino? -sus ojos se estrecharon, sus labios se apretaron; la expresión de su cara le dijo claramente que no era una estúpida
– ¿De qué nacionalidad cree que es? Usted claramente tiene alguna idea.
La mujer estaba muy molesta. No obstante, no vio daño alguno en decirle: