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Sus ojos se enlazaron con los de ella.

Las manos de él se deslizaron alrededor de su cintura, se cerraron, sujetándola.

La boca de ella estaba seca.

– ¿Realmente está interesado en los invernaderos?

La mirada de él vagó hacia abajo.

– Estoy interesado en lo que este invernadero contiene.

– ¿Las plantas? -Su voz era sólo un hilo.

– No. Usted.

Le dio la vuelta, y se encontró entre sus brazos. Él inclinó la cabeza y cubrió sus labios, como si tuviera derecho a ello. Como si de alguna forma extraña, ella le perteneciera.

Su mano se detuvo finalmente en el hombro. La cautivaba mientras separaba sus labios e invadía su boca. La anclaba a él mientras la saboreaba, pausadamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Ella deseaba acogerlo. El abrazo hacía que su cabeza diera vueltas. Placenteramente. El calor se propagaba bajo su piel; el sabor de él, duro, masculino, dominante, la inundaba.

Durante un largo momento, ambos simplemente tomaron, cedieron, exploraron. Mientras, algo dentro de ellos se tensaba.

Él interrumpió el beso, levantó la cabeza, pero sólo lo suficiente como para atraerla más cerca aún. Su mano, que le recorría la espalda, quemaba a través de la fina seda de su traje de noche. La miró directamente a los ojos bajo los pesados párpados, casi soñolientos.

– ¿De qué quería hablar?

Ella parpadeó, valientemente luchó por encauzar sus pensamientos. Lo observó mientras él esperaba. Solicitar la aclaración de adónde les llevaría su siguiente paso sería seguramente tentar al destino; él estaba esperando su repuesta.

– No importa. -Atrevidamente, se elevó y atrajo sus labios de regreso a los de ella.

Estaban curvados cuando encontraron los suyos, pero la complació; juntos se sumergieron de nuevo en el intercambio, profundizando más. Él se echó hacia atrás otra vez.

– ¿Qué edad tiene?

La pregunta se abrió paso flotando a través de sus sentidos, en su mente. Sus labios temblaron, aún hambrientos; acarició con sus labios los de él.

– ¿Importa?

Sus párpados se elevaron, tocándose sus miradas. Pasó un momento.

– En realidad no.

Ella se humedeció los labios, mirando los suyos.

– Veintiséis.

Esos labios malvados se curvaron. De nuevo, el peligro cosquilleó en su columna vertebral.

– Lo suficientemente mayor.

La atrajo hacia él, contra él; inclinó otra vez la cabeza.

Nuevamente ella le encontró.

Tristan sintió su ansia, su entusiasmo. En eso, al menos, había ganado. Ella le había brindado la situación en bandeja; era demasiado buena para dejar pasar otra oportunidad de ampliar sus conocimientos, para expandir sus horizontes. Lo bastante al menos para que la próxima vez que tratase de distraerla sensualmente tuviera alguna posibilidad de éxito.

Ella se había escapado demasiado fácilmente esa tarde, había evitado su red, se había liberado de cualquier persistente fascinación demasiado fácil para su gusto.

La naturaleza de él siempre había sido dictatorial. Tiránica. Predatoria.

Provenía de una larga línea de varones hedonistas que, con pocas excepciones, siempre obtuvieron lo que querían.

Definitivamente la quería, pero de un modo diferente, con una profundidad que no le era familiar. Algo dentro de él había cambiado, o quizá más correctamente, había emergido. Una parte de él que nunca antes tuvo motivos para afrontar; nunca antes ninguna mujer la había provocado.

Ella lo hacía. Sin esfuerzo alguno. Pero no tenía ni idea de lo que hacía, mucho menos de lo que provocaba.

Su boca era un deleite, una caverna de dulzura melosa, cálida, cautivadora, infinitamente encantadora. Los dedos de ella se enredaron en el pelo de él; su lengua se batía en duelo con la suya aprendiendo rápidamente, ansiosa por experimentar.

Él le dio lo que quería, pero refrenó sus demonios. Ella se presionó más cerca, invitándolo a ahondar más el beso. Una invitación que no veía razón para rechazar.

Esbeltos, flexibles, sutilmente curvados, sus suaves miembros y su suave carne eran una potente droga para su necesidad masculina. Sentirla en sus brazos alimentaba su deseo, alimentaba los fuegos sensuales que habían surgido entre ellos.

Improvisar sobre la marcha. Seguir tu instinto. El camino más sencillo es hacia adelante.

Ella se parecía tan poco a la esposa que había imaginado -al tipo de esposa que una parte de él todavía insistía tercamente que debería buscar- no estaba aún en condiciones de renunciar a esa posición completamente, al menos abiertamente.

Se hundió más profundamente en la boca de ella, la atrajo aún más cerca, saboreando su calor y su madura promesa.

Habría suficiente tiempo para examinar dónde estaban una vez que llegaran; permitir que las cosas se desarrollasen de este modo mientras él se ocupaba del ladrón misterioso era sólo por prudencia. Fuera lo que fuera lo que crecía entre ellos, las prioridades de él en este punto eran indudablemente claras. Evitar la amenaza que pendía sobre ella era su preocupación primaria y primordial; nada, nada en absoluto, le desviaría de esa meta, tenía demasiada experiencia para permitir cualquier interferencia.

Habría suficiente tiempo una vez que hubiera llevado a cabo la misión y ella estuviera a salvo, segura, para ocupar su mente en manejar el deseo que algún destino envuelto en la noche había sembrado entre ellos.

Lo podía sentir fluyendo, creciendo en fuerza, en intención, más famélico con cada minuto que ella pasaba en sus brazos. Era hora de detenerse; no tuvo inconveniente en encerrar sus demonios, en retroceder gradualmente del intercambio.

Levantó la cabeza. Ella parpadeó, mirándolo confusa, luego aspiró bruscamente y miró a su alrededor. Él alivió su agarre y ella dio un paso atrás, regresando la mirada a su cara.

Su lengua salió afuera, acariciándole el labio superior.

Él fue repentinamente consciente de un inequívoco deseo. Se enderezó, tomando aire.

– ¿Cuáles… -ella se aclaró la voz-. ¿Cuáles son sus planes en relación con el ladrón?

Él la miró. Sorprendido de que mantuviera su ingenio tan despejado.

– La nueva Oficina de Registro que está en Somerset House. Quiero averiguar quién es Montgomery Mountford.

Ella reflexionó sólo un momento y luego asintió.

– Iré con usted. Dos personas ven mejor que una.

Él hizo una pausa como si lo considerase, luego consintió.

– Muy bien. La recogeré a las once.

Ella clavó los ojos en él; no podía leer su mirada, pero podía ver que estaba sorprendida.

Él sonrió. De forma encantadora.

La expresión de ella se volvió suspicaz.

Su sonrisa se hizo más pronunciada en un gesto genuino, cínico y divertido. Capturando su mano, la levantó hasta sus labios.

– Hasta mañana.

Ella buscó sus ojos. Sus cejas se levantaron arrogantemente.

– ¿No debería tomar algunas notas sobre el invernadero?

Él la miró fijamente, dio la vuelta a su mano, y colocó un prolongado beso en su palma.

– Mentí. Ya tengo uno. -Soltando su mano, dio un paso atrás-. Recuérdeme que se lo muestre en alguna ocasión.

Con una inclinación de cabeza y una mirada final de desafío, la dejó.

Leonora todavía desconfiaba cuando él llegó a recogerla en su carruaje a la mañana siguiente.

Enfrentando su mirada, le tendió la mano para ayudarla a subir al coche, ella elevó la nariz en el aire y fingió no darse cuenta. Él subió, tomó las riendas, y puso sus rucios al paso.

Lucía bien, llamativa con una capa azul oscuro abotonada sobre un traje de paseo azul celeste. Su cofia le enmarcaba la cara, las finas facciones de un color delicado, como si algún artista hubiera aplicado su pincel a la porcelana más fina. Mientras conducía su inquieto par de caballos a través de las calles abarrotadas, le resultaba difícil comprender por qué nunca se había casado.