La miró a los ojos.
– Chismorreando.
Se detuvo y abrió de golpe una puerta. Como para probar su aseveración, la ráfaga de charla femenina del interior cesó inmediatamente.
Cuando la condujo dentro del enorme salón lleno de luz, cortesía de la sucesión de ventanas a lo largo de una pared, todas orientadas hacia una bucólica escena de suaves céspedes bajando hasta un lago a lo lejos, Leonora se encontró siendo el objetivo de las miradas de numerosos ojos, muy abiertos, sin parpadear. Sus mujeres -ella contó ocho- estaban positivamente intrigadas.
Sin embargo, no la desaprobaban.
Eso quedó instantáneamente claro cuando Trentham, con su gracia habitual, la presentó a su tía abuela mayor, Lady Hermione Wemyss. Lady Hermione sonrió y le brindó una sincera bienvenida; Leonora hizo una reverencia y respondió.
Y así recorrió el círculo de caras arrugadas, todas exhibiendo diversos grados de alegría. Al igual que las seis ancianas de su casa londinense habían estado sinceramente emocionadas de conocerla, desde luego, también lo estaban estas mujeres. Su primera impresión de que quizá, por la razón que fuera, no se aventuraban en sociedad y por eso estaban ansiosas de visitas, y por consiguiente habrían estado encantadas con quienquiera que hubiera venido a visitarlas, murió rápidamente; tan pronto se hundió en la silla que Trentham colocó para ella, Lady Hortense se lanzó a una narración de su última ronda de visitas y la excitación surgida del festejo local de la iglesia.
– Siempre hay algo ocurriendo por aquí, ya sabe. -Le confió Hortense -. No hay duda.
Las demás asintieron e intervinieron ansiosamente en la conversación, informándola sobre las vistas locales y las buenas costumbres de la hacienda y el pueblo, antes de invitarla a contarles algo sobre sí misma.
Completamente confiada en tal compañía, ella respondió fácilmente, contándoles cosas sobre Humphrey y Jeremy y sus aficiones, y los jardines de Cedric, toda esa clase de cosas que a las señoras mayores les gustaba saber.
Trentham había permanecido de pie junto a su silla, una mano en el respaldo; ahora dio un paso atrás.
– Si me perdonan, señoras, me reuniré con ustedes para el almuerzo.
Todas ellas sonrieron y asintieron; Leonora miró hacia arriba y encontró su mirada. Él inclinó su cabeza, luego su atención fue reclamada por Lady Hermione; se inclinó para escucharla. Leonora no pudo oír lo que dijeron. Con un asentimiento, Trentham se enderezó, luego salió de la habitación; observó su elegante espalda desaparecer por la puerta.
– Mi estimada señorita Carling, díganos…
Leonora se volvió hacia Hortense.
Podría haberse sentido abandonada, pero resultaba imposible con semejante compañía. Las ancianas estaban muy decididas a entretenerla; ella no podía menos que responder. Ciertamente, estaba intrigada por los innumerables datos que dejaban caer sobre Trentham y su predecesor, su tío abuelo Mortimer. Juntó lo suficiente como para entender la vía por la cual Trentham había heredado, había escuchado hablar a Hermione de la agria disposición de su hermano y su descontento con el lado de la familia de Trentham.
– Siempre insistía en que eran unos derrochadores. -bufó Hermione-. Tonterías, claro está. Sólo estaba celoso porque podían despreocuparse de todo, mientras que él tuvo que quedarse en casa y ocuparse de la hacienda familiar.
Hortense inclinó la cabeza sabiamente.
– Y el comportamiento de Tristan estos meses pasados, ha probado lo equivocado que estaba Mortimer. -Miró a los ojos de Leonora-. Un hombre muy sensato, Tristan. No evita sus deberes, sean los que sean.
Aquella declaración fue acogida con prudentes inclinaciones de cabeza por parte de todas. Leonora sospechó que había algún significado más allá de lo obvio, pero antes de que pudiera pensar en alguna manera de preguntar con tacto, una descripción colorida del vicario y la familia de la rectoría la distrajo.
Una parte de ella disfrutaba, incluso se deleitaba, con los sencillos cotilleos de la vida rural. Cuando llegó el mayordomo para anunciar que el almuerzo las esperaba, se levantó con un sobresalto, percatándose de cuánto había disfrutado el inesperado interludio.
Aunque las señoras habían sido unas compañeras agradables y amables, era el tema lo que la había atraído, la conversación sobre Trentham y el recorrido general de los acontecimientos del condado.
Ella, se percató, lo había echado de menos.
Trentham estaba esperando en el comedor; apartó una silla y la sentó a su lado.
La comida fue excelente; la conversación nunca flaqueó, ni fue forzada. A pesar de su inusual composición, la familia parecía relajada y contenta.
Al final de la comida, Tristan atrapó la mirada de Leonora, luego empujó hacia atrás su silla y miró alrededor de la mesa.
– Si nos perdonan, hay algunos últimos asuntos que necesito atender, y luego debemos regresar a la ciudad.
– Oh, ciertamente.
– Por supuesto, ha sido muy agradable conocerla, señorita Carling.
– Haga que Trentham la traiga de nuevo, querida.
Él se levantó, tomando la mano de Leonora, ayudándola a levantarse. Consciente de su impaciencia, esperó mientras ella intercambiaba despedidas con su tribu de queridas ancianas, luego la guió fuera de la habitación hacia su ala privada.
De común acuerdo, las señoras no se entrometían en sus dominios privados; dirigir a Leonora a través del pasaje abovedado y el largo corredor de alguna forma irracional le apaciguó.
La había dejado con el grupo sabiendo que la mantendrían entretenida, razonando que podría concentrarse en sus negocios y ocuparse de ellos más detalladamente si prescindía de su presencia física. No había contado con su compulsión irracional de que necesitaba saber, no sólo dónde estaba ella, sino cómo estaba.
Abriendo de golpe una puerta, la hizo pasar a su estudio.
– Si toma asiento durante unos minutos, tengo algunos asuntos que tratar, luego podemos ponernos en camino.
Ella asintió y caminó hacia el sillón situado en ángulo junto a la chimenea. Tristan la observó sentarse cómodamente, con la mirada en el fuego. Descansó la mirada sobre ella durante un momento, luego se volvió y cruzó hacia su escritorio.
Con ella segura en la habitación, contenta y tranquila, encontraba más fácil concentrarse; rápidamente aprobó diversos gastos, luego se acomodó para comprobar algunos informes. Aún cuando ella se levantó y caminó hacia la ventana para ver el panorama de prados y árboles, él apenas elevó la vista, sólo lo necesario para comprobar lo que estaba haciendo, luego regresó a su trabajo.
Quince minutos más tarde, había descongestionado su escritorio, lo suficiente como para poder quedarse en Londres durante las siguientes semanas, y dedicar por entero su atención al ladrón fantasma. Y, posteriormente, si los problemas señalaban en esa dirección, a ella.
Retirando su silla, levantó la vista y la encontró apoyada contra el marco de la ventana, observándole.
Su mirada azul del color de las vincas era serena.
– No se parece en nada a los leones de la aristocracia.
Él enfrentó su mirada, igualmente directa.
– No lo soy.
– Pensé que todos los condes -especialmente los solteros- lo eran por definición.
Él levantó una ceja mientras se alzaba.
– Este conde nunca esperó el título. -Se acercó hacia ella-. Nunca imaginé tenerlo.
Ella levantó una ceja en respuesta, sus ojos interrogantes cuando él la alcanzó.
– ¿Y soltero?
Él bajó la mirada hacia ella, después de un momento contestó.
– Como acaba de señalar, ese adjetivo sólo adquiere importancia cuando está asociado al título.
Ella estudió su cara, luego apartó la mirada.
Él siguió su mirada a través de la ventana hacia la tranquila escena del exterior.