Sus senos se hincharon bajo su toque indagador; él deseaba tomar más, reclamar más, pero se contuvo. La estrategia y las tácticas eran su punto fuerte; en esto como en todas las cosas, jugaba para ganar.
Cuando los dedos de ella se agarraron a su cabeza, se permitió palpar su pecho, acariciar, aunque ligeramente, incitar en vez de satisfacer. Sintió como los sentidos de ella saltaban, sintió sus nervios tensarse. Sintió el bulto del pezón contra su palma.
Tuvo que tomar aliento profundamente y mantenerlo, luego, gradualmente, paso a paso, él aflojó el beso. Gradualmente relajó los músculos que la atrapaban contra él. Gradualmente le permitió emerger del beso.
Pero no apartó la mano de su pecho.
Cuando él liberó sus labios y levantó la cabeza, todavía estaba acariciándola suavemente, sin rumbo por el montículo, rodeando su pezón provocativamente. Sus pestañas revolotearon, luego abrió sus ojos, fijándolos en los de él.
Sus labios estaban ligeramente hinchados, sus ojos muy abiertos.
Él miró hacia abajo.
Ella siguió su mirada.
Sus pulmones se colapsaron.
Él contó los segundos antes de que ella se acordara de respirar, sabía que tenía que estar mareada. Pero ella no retrocedió.
Fue él quien movió su mano acariciante hacia su brazo, agarrándolo amablemente, luego deslizó su mano hasta la de ella. La levantó hasta sus propios labios, enfrentando sus ojos mientras, con un débil rubor en las mejillas, ella le contemplaba.
Él sonrió, pero escondió el verdadero significado del gesto.
– Venga. -Colocando la mano de ella en su manga, la giró hacia la casa-. Necesitamos emprender el viaje de regreso a la ciudad.
El trayecto fue una bendición. Leonora aprovechó plenamente la hora durante la cual Trentham estuvo absorto en los caballos, sorteando sin problemas el tráfico, que aumentaba a medida que entraban en la ciudad, para calmar su mente. Para tratar de restablecer -de recuperar- su seguridad acostumbrada.
Lo miraba con frecuencia, preguntándose lo que él estaba pensando, pero salvo por alguna enigmática mirada ocasional -que la convenció de que casi se divertía aunque estuviera muy concentrado- él no dijo nada. Además, su lacayo estaba de pie detrás de ellos, demasiado cerca como para permitir una conversión privada.
Por otro lado, no estaba segura de querer ninguna. Ninguna explicación. No es que él hubiera mostrado cualquier signo de brindársela, sino que eso parecía ser una parte del juego.
Parte del creciente regocijo, de la excitación. El deseo.
Este deseo era lo último que ella hubiera esperado, pero que ciertamente sentía -ahora podía entenderlo como nunca antes- qué era lo que causaba que las mujeres, incluso las damas más sensatas, satisficieran las demandas físicas de un caballero.
No es que Trentham hubiera hecho una demanda verdadera. Aún. Esa era la cuestión.
Si ella pudiera saber cuándo la haría, y lo que esa demanda podría conllevar, estaría en mejores condiciones para planificar su respuesta.
El problema era… dejó de especular.
Estaba sumida en ese empeño cuando el carruaje aminoró la marcha. Parpadeó mirando alrededor, y descubrió que estaban en casa. Trentham condujo el carruaje frente al Número 12. Entregando las riendas al lacayo, descendió, luego la depositó en la acera.
Con las manos rodeando su cintura, la recorrió con la mirada.
Ella volvió la mirada atrás, y no hizo ningún intento de apartarse.
Los labios de él se curvaron. Los abrió…
El ruido de unos pasos crujió acercándose por la grava. Ambos se volvieron para mirar.
Gasthorpe, el mayordomo, un hombre obeso con pelo veteado de gris, venía apresurándose por el sendero del Número 12. Cuando llegó hasta ellos, hizo una reverencia.
– Señorita Carling.
Ella se había propuesto conocer a Gasthorpe el día después de que se hubiera instalado. Sonrió e inclinó la cabeza.
Él se volvió hacia Trentham.
– Milord, perdone la interrupción, pero quise asegurarme de que entraría. Los carreteros han entregado el mobiliario para el primer piso. Le estaría agradecido si echase un vistazo a los artículos, y me diera su aprobación.
– Sí, por supuesto. Entraré en un momento.
– Realmente -Leonora agarró el brazo de Trentham, llevando su mirada hasta su cara- me gustaría ver lo que ha hecho con la casa del señor Morrissey. ¿Puedo entrar mientras usted comprueba el mobiliario? -Sonrió-. Estaría encantada de ayudar, el punto de vista de una mujer es a menudo muy diferente en esos asuntos.
Trentham la miró, luego dirigió la mirada a Gasthorpe.
– Es bastante tarde. Su tío y su hermano…
– No habrán notado que salí de casa. -Su curiosidad estaba desbocada; mantenía los ojos muy abiertos, fijos en la cara de Trentham.
Sus labios se curvaron, luego se alisaron; de nuevo miró a Gasthorpe.
– Si insiste. -Tomó su brazo y giró hacia el camino-. Pero hasta ahora únicamente ha sido amueblado el primer piso.
Ella se preguntó por qué era tan inusualmente tímido, quizá menospreciaba cómo era ser un caballero más o menos a cargo de amueblar una casa. Algo para lo que él sin duda se sentía poco dotado.
Ignorando su reticencia, recorrió el camino a su lado. Gasthorpe se había adelantado y permanecía sujetando la puerta. Ella atravesó el umbral e hizo una pausa para mirar alrededor. La última vez había vislumbrado el vestíbulo en la oscuridad de la noche, cuando las telas de los pintores estaban colgadas, la habitación desmantelada y desnuda.
La transformación era ahora completa. El vestíbulo era sorprendentemente luminoso y bien ventilado, no oscuro y sombrío -una impresión que ella asociaba con los clubes de caballeros. Sin embargo, no había un ápice de delicadeza para suavizar las líneas austeras, descarnadamente elegantes; ningún empapelado adornado con ramitas, ninguna voluta. Era más bien frío, casi desolador en ausencia de todo toque femenino, pero podía imaginarse a hombres -hombres como Trentham- reuniéndose allí.
No notarían la suavidad que faltaba.
Trentham no se ofreció a mostrarle las habitaciones de la planta baja; con un gesto, la dirigió a las escaleras. Las subió, notando el gran lustre del pasamano, el espesor de la alfombra de la escalera. Claramente el coste no había sido un impedimento.
En el primer piso, Trentham se adelantó y la guió hacia el salón de la parte delantera de la casa. Había una gran mesa de caoba situada en el centro, con un juego de ocho sillas tapizadas en terciopelo ocre rodeándola. Un aparador colocado contra una de las paredes y una gran cómoda contra otra.
Tristan echó un vistazo alrededor, examinando velozmente la sala de reuniones. Todo estaba como lo habían planeado; enlazando su mirada con la de Gasthorpe, él inclinó la cabeza, luego con un gesto de su brazo, dirigió a Leonora de regreso a través del rellano.
La pequeña oficina con su escritorio, archivador y dos sillas, no necesitaba más que una mirada superficial. Siguieron adelante hacia la parte de atrás de la casa, la biblioteca.
El comerciante a quien habían comprado el mobiliario, el señor Meecham, supervisaba la colocación de una enorme estantería. Miró brevemente en su dirección, pero inmediatamente volvió a dirigir la atención a sus dos asistentes, indicando primero una dirección, después otra, hasta que situaron la pesada estantería a su entera satisfacción. La posaron sobre suelo con audibles gruñidos.
Meecham se dirigió hacia Tristan con una amplia sonrisa.
– Bien, milord. -Se inclinó y luego miró alrededor con patente satisfacción-. Me enorgullece decir que usted y sus amigos estarán muy cómodos aquí.
Tristan no vio motivos para disentir; la habitación parecía acogedora, limpia y libre de estorbos, pero con bastantes sillones y salpicada de mesas auxiliares, dispuestas para depositar un vaso de fino brandy. Había dos estanterías, actualmente vacías. Aunque el cuarto era la biblioteca, era improbable que se retirasen allí a leer novelas. Más bien periódicos, boletines e informes y revistas deportivas; la función primordial de la biblioteca sería un lugar tranquilo para relajarse, donde si se pronunciaba alguna palabra, sería en un murmullo.