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Leonora había pasado el resto del día leyendo y ordenando, bizqueando ante la escritura desvaída, descifrando fechas ilegibles. Aquella mañana, llevó todas las cartas relevantes al salón y las extendió sobre las mesitas auxiliares. El salón era la habitación donde se encargaba de todos los asuntos de la casa; sentada en su escritorio, obedientemente confeccionó una lista de todos los nombres y direcciones.

Una larga lista.

Luego redactó una carta de investigación, avisando al receptor de la muerte de Cedric y pidiendo que se pusiera en contacto con ella si tenía alguna información concerniente a cualquier cosa de valor, descubrimientos, inventos, o posesiones que pudiera haber en los últimos efectos personales de su primo. En vez de mencionar el interés del ladrón, declaró que, debido a problemas de espacio, era deseable que todo papel, sustancia y equipo sin valor fuese quemado.

Si algo sabía sobre los expertos, era que en caso de que supiesen de algo en lo más mínimo valioso, la idea de que fuese quemado les impelería a coger la pluma.

Después de comer, comenzó la ardua tarea de copiar su carta, dirigiendo cada copia a cada uno de los nombres de la lista.

Cuando el reloj repicó, y vio que eran las tres y media, dejó la pluma y estiró su dolorida espalda.

Suficiente por hoy. Ni siquiera Trentham esperaría que realizara toda la investigación en un solo día.

Hizo sonar la campana para que le trajesen el té; cuando Castor trajo la bandeja, se sirvió un poco y le dio un sorbo.

Y pensó en seducción.

En la suya.

Un tema verdaderamente excitante, especialmente para una virgen de veintiséis años, reluctante aunque resignada. Aquella era una descripción razonable de lo que había sido, pero ya no estaba resignada. La oportunidad la había llamado, y estaba dispuesta a contestar.

Echó un vistazo al reloj. Era demasiado tarde para ir a Trentham House para el té de la tarde. Además, no quería encontrarse rodeada por las viejas damas; aquello no haría avanzar su causa.

Pero perder un día completo en inactividad tampoco era su estilo. Tenía que haber alguna forma, alguna excusa que pudiese usar para pasarse por Trentham y tenerlo a él en un ambiente adecuado.

– ¿Quiere que le enseñe los alrededores, señorita?

– No, no. -Leonora cruzó el umbral del invernadero de Trentham House y lanzó una sonrisa tranquilizadora al mayordomo de Trentham-. Simplemente daré un paseo y esperaré a su señoría. ¿Está seguro de que volverá pronto?

– Estoy seguro de que volverá a casa antes de que oscurezca.

– En ese caso… -sonrió e hizo gestos a su alrededor, adentrándose más en la habitación.

– Si necesita algo, la campanilla está a la izquierda. -Sereno e imperturbable, el mayordomo hizo una reverencia y la dejó.

Leonora miró alrededor. El invernadero de Trentham era más grande que el suyo; de hecho, era monstruoso. Recordando su supuesta necesidad de información sobre habitaciones así, soltó un bufido. El de él no era simplemente grande, era mejor, la temperatura era más constante, el suelo estaba revestido de preciosas baldosas azules y verdes. Una pequeña fuente tintineaba en alguna parte, Leonora no podía verla a través de la ingeniosamente arreglada maleza lozana y verde.

Un camino se abría paso; lo siguió.

Eran las cuatro en punto; fuera de las paredes de cristal, la luz se desvanecía con rapidez. Estaba claro que Trentham no tardaría mucho más, pero no llegaba a entender por qué se sentiría impelido a regresar a casa a la caída de la noche. El mayordomo, sin embargo, había sido bastante firme en aquel punto.

Llegó al final del camino y entró en un claro rodeado de altos filas de arbustos y matorrales en flor. Contenía un estanque circular colocado en el suelo; la pequeña fuente en su centro era la responsable del tintineo. Más allá del estanque, un amplio asiento de ventana, profusamente acolchado, seguía la curva de la pared de vidriera; sentado en él, uno podría o bien ver el jardín allá afuera, o mirar dentro, contemplar el estanque y el bien surtido invernadero.

Fue hasta el asiento de la ventana, y se sentó en los cojines. Eran profundos, cómodos, perfectos para sus necesidades. Lo consideró durante un momento, luego se levantó y siguió andando por otro camino que seguía la curvada pared exterior. Era mejor que se encontrase con Trentham estando de pie; o él se erguiría demasiado sobre ella. Podría llevarlo de regreso al asiento de la ventana…

Un movimiento fugaz en el jardín captó su atención. Se detuvo y miró; no pudo ver nada fuera de lo normal. Las sombras se habían vuelto más profundas mientras había estado deambulando; la oscuridad se abatía ahora sobre los árboles.

Entonces, un hombre emergió de la oscuridad. Alto, oscuro, delgado, llevaba un abrigo hecho trizas y unos manchados pantalones de pana, un maltratado gorro, calado bajo sobre la cabeza. Miraba furtivamente alrededor mientras caminaba con rapidez hacia la casa.

Leonora aspiró una bocanada de aire. Salvajes pensamientos de otro ladrón más flotaron por su mente; recuerdos del hombre que la había atacado dos veces le robaron el aliento. Aquel hombre era mucho más alto; si le ponía las manos encima, no sería capaz de liberarse.

Y sus largas piernas lo estaban llevando directamente hacia el invernadero.

El puro pánico la mantuvo inmóvil en las sombras de las pobladas plantas. La puerta estaría cerrada, se dijo. El mayordomo de Trentham era excelente…

El hombre llegó a la puerta, alargó la mano hacia el pomo, y lo giró.

La puerta se movió hacia dentro. La cruzó.

La débil luz del distante vestíbulo lo alcanzó mientras cerraba la puerta, se giraba, y se enderezaba.

– ¡Buen dios!

La exclamación explotó del tenso pecho de Leonora. Se lo quedó mirando fijamente, incapaz de creer lo que veía.

La cabeza de Trentham se había vuelto con su primer chillido.

Él le devolvió la mirada, luego sus labios se estrecharon frunciendo el ceño y el reconocimiento fue completo.

– ¡Shhh! -le hizo un gesto para que mantuviera silencio, lanzó una mirada por el pasillo, y luego se acercó sin hacer ruido-. A riesgo de ser repetitivo, ¿qué demonios está haciendo aquí?

Ella sólo lo miró; a la mugre que le cubría la cara, a la oscura barba que le oscurecía la mandíbula. Una mancha de hollín le corría hacia arriba desde una ceja y desaparecía detrás del pelo, ahora colgando lacio y lánguido bajo el gorro, una desgastada monstruosidad de cuadros escoceses que parecía incluso peor de cerca.

Su mirada viajó desde su abrigo, hecho trizas y nada limpio, hasta sus pantalones y sus medias de punto, y a las bastas botas de trabajo que llevaba. Cuando llegó a ellas, hizo una pausa, y luego volvió a recorrerlo con la mirada hasta subir de nuevo a sus ojos. Se encontró con su irritada mirada.

– Conteste a mi pregunta y yo contestaré a la suya. ¿Qué diablos se supone qué es?

Los labios de él se afinaron.

– ¿Qué parezco?

– Un peón del barrio más peligroso de la ciudad. -Un inequívoco aroma la alcanzó; ella lo olfateó-. Quizás de los muelles.

– Muy perspicaz -gruñó Tristan-. ¿Ahora, qué la ha traído aquí? ¿Ha descubierto algo?

Ella negó con la cabeza.

– Quería ver su invernadero. Me dijo que me lo enseñaría.

La tensión, la aprensión, que había visto fugazmente en él al verla allí se alivió. Él bajo la vista hacia sí mismo, e hizo una mueca.

– Viene en mal momento.

Ella frunció el ceño, su mirada una vez más sobre su desaliñado atuendo.

– ¿Pero qué ha estado haciendo? ¿Dónde ha estado vestido así?

– Como tan perspicazmente ha adivinado, en los muelles. Buscando alguna pista, alguna señal, algún rumor sobre el tal Montgomery Mountford.