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– Es un poquito mayor para meterse en líos. -Alzó la mirada y lo miró a los ojos-. ¿Suele hacer estas cosas con frecuencia?

– No. -Ya no. Nunca había esperado volver a ponerse otra vez aquellas ropas, pero al hacerlo esa mañana, había visto peculiarmente justificada su negativa a tirarlas-. He estado visitando el tipo de madriguera que serviría de guarida de un ladrón.

– Oh. Ya veo. -Alzó la mirada hacia él, ahora con abierto interés-. ¿Ha descubierto algo?

– No directamente, pero he hecho correr la voz.

– Oh, ¿entonces está aquí, Havers?

Etherelda. Tristan juró en voz baja.

– Le haremos compañía hasta que Tristan llegue.

– No es necesario que esté por ahí sola y triste.

– ¿Señorita Carling? ¿Está ahí?

Tristan volvió a jurar. Ya estaban allí, acercándose.

– ¡Por amor de Dios! -musitó. Se acercó para asir a Leonora, entonces recordó que tenía las manos sucias. Las mantuvo lejos de ella.

– Tendrá que distraerlas.

Era una rotunda súplica; la miró a los ojos, infundiendo cada onza de suplicante candor del que era capaz en su expresión.

Ella lo miró.

– ¿No saben que va por ahí haciéndose pasar por un gamberro, no?

– No. Y les dará un ataque si me ven así.

Un ataque no sería lo único que ocurriría; Etherelda tenía una horrible tendencia a desmayarse.

Ya estaban acercándose por el camino, aproximándose inexorablemente.

Extendió las manos, rogando.

– Por favor.

Ella sonrió. Lentamente.

– Está bien. Le salvaré. -Se giró y empezó a ir hacia la fuente de nerviosa charla femenina, entonces lanzó un vistazo atrás sobre el hombro. Lo miró a los ojos-. Pero me debe un favor.

– Lo que sea. -Suspiró con alivio-. Simplemente consiga que se vayan. Llévelas al salón.

La sonrisa de ella se hizo más profunda, Leonora se giró y se fue. Cualquier cosa, había dicho él. Un resultado excelente para un ejercicio de otra forma inútil.

CAPÍTULO 8

Tomar medidas para ser seducida, Leonora estaba absolutamente segura, no se suponía que fuera tan difícil. Al día siguiente, sentada en la sala mientras copiaba su carta, copia tras copia, trabajando tenazmente para terminar la correspondencia de Cedric, reevaluó su posición y consideró todas las vías para insinuarse.

La tarde anterior había desviado diligentemente a las parientes de Trentham al salón; él se les había unido quince minutos más tarde, limpio, inmaculado, con su apostura habitual. Habiendo aprovechado su interés por los invernaderos para explicar su visita a las señoras, le había hecho apropiadamente varias preguntas a cerca de las cuales él había negado todo conocimiento, en cambio sugirió que su jardinero la visitara.

Pedirle que la llevara de paseo habría sido infructuoso; sus parientes los habrían acompañado.

Con pesar, había tachado el invernadero de su lista mental de lugares convenientes para la seducción; podría arreglarse un momento apropiado, y el asiento junto a la ventana proporcionaba una posición excelente, pero nunca podrían asegurar su intimidad.

Trentham había mandado llamar a su carruaje, la ayudó a entrar en él y la envió a casa. Insatisfecha. Incluso más hambrienta que cuando había salido.

Aún más decidida.

De todos modos, la excursión no había sido infructuosa; ahora tenía un triunfo en la mano. Se proponía usarlo sabiamente. Eso significaba eliminar simultáneamente los obstáculos del momento, el lugar y la privacidad. No tenía ni idea de cómo lo manejaban los libertinos. Quizás simplemente esperaban que surgiera la oportunidad y luego atacaban.

Después de esperar con paciencia todos estos años, y finalmente haberse decidido, no se sentía inclinada a sentarse de brazos cruzados y esperar por más tiempo. La mejor oportunidad era la que se buscaba; si era necesario, tendría que crearla.

Todo eso estaba muy bien, pero no podía pensar el cómo.

Se devanó los sesos a lo largo del día. Y del siguiente. Hasta consideró aceptar la oferta permanente de su tía Mildred respecto a introducirla en la alta sociedad. A pesar de su desinterés por los bailes y fiestas de la sociedad, era consciente de que tales acontecimientos proporcionaban puntos de reunión en los cuales los caballeros y las damas podían encontrarse en privado. Sin embargo, por pequeños retazos que las parientes de Trentham habían dejado caer, así como por los propios comentarios cáusticos de él, había deducido que sentía poco entusiasmo por los círculos sociales. No había ninguna razón para hacer tal esfuerzo si él probablemente no iba a estar presente para que se encontraran, en privado o de otra manera.

Cuando el reloj dio las cuatro, soltó la pluma y estiró los brazos por encima de la cabeza. Casi había terminado su ejercicio de escribir cartas, pero cuando su mente volvió a los lugares en los cuales ser seducida, ésta permaneció tercamente en blanco.

– ¡Tiene que haber algún sitio! -Se levantó de la silla, irritada e impaciente. Frustrada. Su mirada fue a la ventana. Había hecho un buen día, pero ventoso. Ahora el viento había amainado; la tarde se acercaba, benigna si bien fresca.

Se dirigió hacia el vestíbulo delantero, agarró su capa, no se molestó en coger el sombrero. No podía estar fuera mucho tiempo. Echó un vistazo alrededor, esperando a Henrietta, entonces comprendió que el lebrel estaba afuera para su saludable paseo por el parque cercano, llevando a rastras con la correa a uno de los lacayos.

– ¡Maldición! -se lamentó por no haberse unido a ellos a tiempo.

Los jardines, tanto el de la parte delantera como el de atrás, estaban protegidos; quería, necesitaba, caminar al aire libre. Tenía que respirar, dejar que el frescor la atemperara, se llevara su frustración y vigorizara de nuevo su cerebro.

No había paseado sola durante semanas, a pesar de que el ladrón difícilmente podría estar acechando a cada instante.

Con un susurro de faldas, se dio la vuelta, abrió la puerta principal, y salió.

Dejó la puerta abierta y bajó los escalones, después siguió el camino hacia el portal. Al llegar, se asomó. La luz todavía era buena; en ambas direcciones, la calle estaba tranquila, se encontraba vacía. Bastante segura. Tiró del portal abriéndolo, lo traspasó, y lo cerró tras ella, luego echó a andar enérgicamente a lo largo de la acera.

Al pasar por el Número 12, echó un vistazo, pero no vio ningún signo de movimiento. Había oído por vía de Toby que Gasthorpe ya había contratado a todo el personal, pero la mayor parte todavía no residía ahí. Biggs, sin embargo, volvía cada noche, y el mismo Gasthorpe raramente dejaba la casa; no había habido más actividad criminal.

De hecho, desde la última vez que avistó al hombre en la parte de atrás del jardín, y éste se había escapado, no había habido ningún incidente adicional de ninguna clase. La sensación de ser vigilada había desaparecido; aunque de vez en cuando se sentía observada, el sentimiento era más distante, menos amenazante.

Paseó, sopesándolo, considerando lo que podría significar en cuanto a Montgomery Mountford y lo que fuera que estaba tan decidido a sacar de la casa de su tío. A pesar de que los arreglos para ser seducida eran ciertamente una distracción, no se había olvidado del señor Mountford.

Quienquiera que fuera.

Este pensamiento evocó otros; recordó las recientes pesquisas de Trentham. Directo y al tema, decisivo, activo, aunque lo intentara con todas sus fuerzas, no podía imaginar a ningún otro caballero disfrazarse como él lo había hecho.

Se había mostrado muy cómodo en su disfraz.

Había dado la impresión de ser aún más peligroso de lo que por lo general parecía.

Una imagen provocadora; recordó haber oído hablar de damas que se permitieron apasionadas aventuras amorosas con hombres de clase claramente inferior. ¿Podría ella, más adelante, ser susceptible a tales deseos?